Un gobierno antijurídico

9/MAR.- La inseguridad jurídica se vio el otro día en esa valleinclanesca sesión del Congreso donde el proyecto estrella del Gobierno antijurídico salió adelante, con fórceps presidenciales y por un voto fallido.

​Recogido posteriormente, con autorización del autor, por la revista Desde la Puerta del Sol núm. 596, de 9 de marzo de 2022. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

Un gobierno antijurídico

El punto de partida de cualquier estado moderno ha de ser la seguridad jurídica. A partir de ahí, cualquier mejora es posible, aunque no esté garantizada. Los ciudadanos de un sistema en el que los derechos y las obligaciones estén nítidamente definidos son y se sienten libres, porque saben a qué atenerse. Eso se llama orden u ordenamiento jurídico coherente, bien construido, eficaz, tranquilizador y capaz de animar la vida cotidiana de las gentes con el deseo de prosperar y superarse. Es un país en progreso, en definitiva.

De lo cual se infiere que lo contrario produce los frutos adversos: inestabilidad, desorden, sufrimiento y conflictos. Cuando una nación cae en las garras de gobernantes desalmados, dispuestos a encarcelar a unos habitantes inocentes que protestan en paz y respetuosamente, meramente informando de las posibilidades que se le brindan a una mujer en el angustiosísimo trance de ver inviable su maternidad para resolver su problema sin recurrir al asesinato de su hijo, es que la inseguridad jurídica ha alcanzado sus últimos objetivos. Dispongámonos, pues, a presenciar y lamentar disoluciones morales de todo tipo, acompañadas –claro está– de ruina económica y social. No olvidemos nunca, sin embargo, las palabras de san Pablo sobre los dolores de parto, las del poeta acerca de la profundidad de la noche última antes del alba, y la valentía precoz de un filósofo como Julián Marías o de un novelista como Miguel Delibes, proclamando a tiempo que se abría paso este camino –por emplear el título de una obra cimera debida al segundo– de perdición en cuyo hondón nos encontramos lanzando brazadas de presas abusadas en el siniestro juego de la gallinita ciega, que tan espectralmente supo pintar Goya.

La degradación moral ha tocado fondo con esta reforma del Código Penal que ya dejó fuera la condena de los piquetes violentos y ahora lleva a presidio a «pobres gentes» (Rufián dixit) incursas en un nuevo delito de patente social-comunista (y «ciudadana», por cierto, que todavía existe el partido) y consistente en rezar al tiempo que se ofrece salida a las mujeres que van a entrar en los infernales abortorios, cuyos dinteles merecían llevar la advertencia dantesca: «O vos, quiintratis, omnispeauferte». Indicación ésta no sólo aplicable a los nasciturus, que, aunque no sepan leer, y menos latín, sí se defienden desesperadamente en la matriz de sus progenitoras cuando notan el contacto succionador del aspirador que para ellos es espirador… tan pronto. Quienes aún no la hayan visto, ármense de valor (cívico) y busquen la película Unplanned antes de que la prohíban. En ella descubrirán cómo nació en Estados Unidos el movimiento «Cuarenta días por la vida», que reza durante la cuaresma ante las puertas de un abortorio que llegó a cambiar, gracias a ellos, su tétrica función por la de sede mundial de la organización. Por cierto, que en España debutó en un lugar simbólico, que debemos al Rey Sabio y su Orden para la Reconquista: El Puerto de Santa María (de España).

Hay otros muchos campos en los que podríamos hablar de seguridad jurídica a la española, que cada vez se parece más a la venezolana o a la cubana. Están los «okupas», por ejemplo, que tienen a los jueces –me consta– perplejos y sin aliento, vencidos por la ambigüedad de una legislación sin norte. O de la educación, culpable de todos los desastres que acompañan a las nuevas generaciones en su crecimiento y a sus padres que asisten impotentes al deterioro irreversible de las vidas que más aman. O el nuevo señorío de una delincuencia desbocada que se solapa con la marginación creada por una inmigración demagógica y sin control, una patente falta de horizontes laborales y un desprecio sistemático a la tradición familiar heredada desde el Neolítico (un varón, una mujer y una prole, con aprecio y veneración de los ancianos).

La ristra es interminable, y la punta del iceberg emerge de vez en cuando en el proceloso mar de una historia que se resiste a dejar atrás los vicios derivados del pecado original, como por ejemplo la guerra. Cebarse con personas que rezan y presentan soluciones verdaderas para salvar dos vidas por caso es la típica respuesta cobarde, manipuladora y vil a la petición de socorro de un náufrago que no puede nadar y sostener a su hijo en brazos: «Ahógalo y que se hunda; así pierdes lastre y te puedes salvar».

La inseguridad jurídica se vio el otro día en esa valleinclanesca sesión del Congreso donde el proyecto estrella del Gobierno antijurídico salió adelante, con fórceps presidenciales y por un voto fallido. Era la viva imagen, patética, de la caída libre en la que anda inmersa nuestra democracia. Pero pocos saben que en la misma sesión se votó el cambio en el Código Penal al que me vengo refiriendo. Y que durante esa votación se dio una situación igualmente esperpéntica, cual fue el voto favorable de nueve de cada diez diputados populares. Después rectificaron, pidiendo una tramitación con enmiendas. Pero habían dado el sí al proyecto, aunque habían anunciado que lo recurrirían ante el TC.

Sí, caballero. Sí, señora. Hecha jirones.




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