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Consideraciones sobre el hombre

Parte de la utopía consiste siempre en la creación o aparición del ya famoso "hombre nuevo", es decir un humano que no se comporte como los humanos y que lo consiga no por fuerza de voluntad ni por esfuerzo, sino de forma natural.


Autor.- Arturo Robsy (1949-2014). ​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid (17/ENE/2024). Tomado de Altar Mayor (mayo-junio de 2000), editado por el Hdad. del Valle de los Caídos. Ver portadas de El Mentidero y Altar Mayor en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

El viejo hombre nuevo

Parte de la utopía consiste siempre en la creación o aparición del ya famoso "hombre nuevo", es decir un humano que no se comporte como los humanos y que lo consiga no por fuerza de voluntad ni por esfuerzo, sino de forma natural.

El marxismo (y el comunismo un pelín más) buscaba hombres nuevos que, a ser posible, razonaran poco y no tuvieran instinto de propiedad. La Iglesia, tras la salvación por y en Cristo, con más realismo, buscó al hombre renacido, ya tras el bautismo, ya tras conocer a Dios, y la Iglesia ha sido, hasta este siglo, la mayor potencia en propaganda de una fe profunda, revelada y útil para la vida y la convivencia. Pero seguimos rodeados de malos elementos, llevados a vivir en contra de Dios y de la lógica, conducidos a la ignorancia y al pecado. Cristo salvó al hombre viejo, al de toda la vida. Al pecador.

José Antonio Primo de Rivera –por hablar de algún español– intentó hallar al hombre nuevo y descubrió el parecido entre todos nosotros: la personalidad no cambia con el tiempo, pero se puede usar mejor, aprovechar mejor. Cambiar al hombre, a mejor o a peor, sí es posible, pero manteniéndole humano, no "nuevo".

Los libros serios de psicología, los que se usan en estudios también serios como medicina, definen (copio de el Cerdá) «los sentimientos, las emociones y las pasiones son en gran parte responsables de las características de una personalidad». Luego se añade algo que olvidamos demasiado: «Ante toda situación que tenga alguna importancia, la mayor parte de las personas tienden a responder afectivamente». Y esas respuestas afectivas producen modificaciones en el cuerpo y en la mente: pelos de punta, risa, sonrisa, llanto...

Y estas modificaciones, que pueden llegar al ataque o a la huida, donde mejor se perciben es en la voz y, luego, en la expresión facial. En cualquier caso, ante todo, tomamos una actitud emocional y esa emoción tiende a alimentarse a sí misma: cuanto más ríes por ejemplo– más reirás. Y más aún, la pregunta contestada cada día con más afirmaciones: ¿Estamos tristes porque lloramos o lloramos porque estamos tristes? Parece que la respuesta es de ida vuelta: la emoción produce un cambio físico; pero repitiendo sólo el cambio físico, se puede llegar a la emoción y desencadenarla. Eso significa que si sonreímos, acabamos sintiéndonos optimistas y si lloramos (se aprende a hacerlo con facilidad) acabamos tristes.

En otras palabras: hay medios físicos para llegar al alma y transformar su actitud y hasta su comportamiento. Por ejemplo, ya se ha usado el cambiar de firma para mejorar a la persona o, al menos, para variar su egoísmo, su sentido de inferioridad, su dominancia, etcétera. Si la firma es un reflejo intenso de la personalidad, su modificación puede actuar sobre esa personalidad, modificándola.

Lleguemos al idioma: el esfuerzo intelectual mayor que hace el hombre a lo largo de su vida; no se trata solamente de aprender a hablar para comunicarse, sino de muchos otros valores que llegan con las palabras: su riqueza, su antigüedad, su lógica interna (sintaxis) le convierten en el mayor, en el más gigantesco transmisor de valores, de conceptos sobre el bien y el mal, de las esencias del hombre y hasta de la fuerza.

Nuestro español, por ejemplo, es un idioma que transmite catolicismo de tal modo que, sin ser católico no se pueden entender muchas palabras y dichos, ya sea el «de Pascuas a Ramos» o «comunión». Y por el idioma, junto a él, a la vez, nos llegan tradiciones, códigos de honor, futuros y sueños. Tanto que para el hombre normal no existe lo que no puede decir con palabras. Recordemos la palabra muy usada por Jardiel Poncela: escafurcio.

El carácter ya no es un límite, sino lo que los nacionalistas, con poquísima visión, han creído y llamado "carácter nacional", aquello en lo que todos nos parecemos, y que no es sino el mecanismo general de transmisión de moral, historia, tradición... ¿Historia? Recuerde: «Se armó la de San Quintín», «Vale un Potosí», «quemar las naves», etcétera.

La primera conclusión es que nadie que hable bien puede ser tonto o inculto. La segunda, que es la que hoy importa, es que enseñar el idioma con su etimología, leer a los clásicos y entenderlos, disponer de vocabulario amplio, es modo seguro de modificar el carácter de la persona, de potenciarlo y moderarlo, según convenga. Hombre de idioma pobre, hombre de razón pobre.

Quizá lo sepan o lo sospechen los gobernantes, los que nos acumulan los barbarismos (shock, kit, set, pack, etc...), los que trabajan para empobrecer la lengua, aumentar la polisemia o para, directamente, ejecutar algunas voces como Patria, Gloria, Excelencia...

Pero si queremos españoles, buenos españoles, capaces de empresas comunes y de empeños duraderos, hemos de enseñar el español como asignatura capital de la vida, como base obligada para cualquier estudio posterior, para cualquier convivencia enriquecedora, para el sostén de la fe; para la independencia.


La cantidad humana

Un ensayista francés, en 1967, Pierre Idiart, publicó en España (Labor) un interesante ensayo, tan poco convencional y cierto que resultó condenado al abismo porque daba buenas razones para huir del comunismo. Tal ensayo se llamaba igual que esto: La cantidad humana. Pero éste no trata sobre lo mismo (aquél era un estudio sobre la capitalización empresarial y la miseria) y yo prefiero hablar del número a secas, hasta de los seis mil humanos que malviven con resignación, hambre, sed e injusticia.

Parece, aunque no se puede demostrar, que el hombre antiguo mesopotámico o egipcio, asirio o hitita-hurrita, siguieron una determinada evolución: de la aldea a la ciudad-Estado, sin hacer ascos al saqueo de la ciudad vecina.

Los griegos, siempre modernos, dieron con un sistema de participación que llamaron democracia, donde la asamblea de ciudadanos, todos ellos, se juntaban para votar elegir o luchar. Otros habitantes de las urbes no lo hacían: ni votaban ni combatían. De paso carecían de derechos y de un respeto aceptable. Aquella democracia, de la que Pericles fue el mejor intérprete (con el cargo de estrategós autokrator, algo así como capitán general o caudillo) estaba pensada para la ciudad y para los propietarios: nunca para el universo y, aun así, tuvo sus rebeliones, sus traiciones, sus golpes de Estado.

Hoy no. En el siglo XVIII imaginaron el "pacto social", el hombre corrompido por la sociedad, más los presuntos tres poderes. Y, quien pudiera, decidió llamar democracia a algo que se parecía muy poco a la democracia verdadera, la griega y, luego, la de la Roma republicana, que hasta tenía defensor del pueblo llamado tribuno de la plebe, con tendencia a morir al poco. En aquel mundo clásico y civilizado, griego y romano, las internacionales actuales se hubieran llamado por lo que son, traiciones.

Pero tenemos la democracia liberal en España, muy bien publicitada, y erigida con dineros extranjeros, dispuesta siempre a legislar sobre todo lo humano y lo divino y a insuflarnos una moral laica de la que lo que más se entiende es coge el dinero y corre. Y nos la insuflan por tele cuando aún no nos hemos ajustado, en dos mil años, a la moral cristiana. La democracia, aunque liberal, es casi seguro que funcionaría en ciudades, en pueblos, donde todos los vecinos se conocieran. Pero una España de aldeas es inviable y la democracia ya no puede reunir en asamblea a todos sus ciudadanos, y es distante y sorda cuando llegamos a las ciudades grandes, a las comarcas, a las provincias y a las regiones, donde se votan las siglas de un partido sin conocer a los hombres que éste presenta.

Tampoco se descubre nada si se afirma que cuantos más somos menos libertad tenemos. Adán y Eva eran libres, aunque compartían ciertos proyectos con una sierpe. Dos en el mundo: Jauja. Pero Nínive no tenía ya esa libertad: era demasiado grande y violenta para tener alguna democracia.

Por fin, a través de filosofías, estudios y guerras, la humanidad dio con la mayor unidad de convivencia posible: las patrias. Un paso más acá y se dividía en regiones a la catalana; un paso más allá surgía el Imperio y los imperios (véase Roma, Carlomagno, España, Inglaterra y, pronto, Estados Unidos) se desintegran inevitablemente.

La España de ocho o nueve millones de habitantes, con Felipe II, era mucho más libre que la España de los cuarenta millones. Hay que leer un magnífico artículo de Juan Luis Calleja (premio Mariano de Cavia), en el que traslada al Estado de los Austrias cosas que hoy se hacen como señal de libertad. Todavía existían los monopolios y el Psoe cuando hacía ver el asombro de los ciudadanos españoles del siglo XVI, ante la obligación de comprar paja y grano para sus caballos a unos almacenes de propiedad estatal (como las gasolineras hoy), prohibir a los caballeros ir armados o no batirse por honra, quitarles hasta un 50% de su peculio, llevar una cédula con su nombre y dirección y un retrato, tener policía, etc... Aquella España no lo hubiera consentido: porque eran pocos los españoles, aunque muy duros, y eran más libres. Asunto de cantidad: una libertad dividida entre ocho millones da un cociente mucho mayor que dividida por cuarenta millones. Hay que rebajar los derechos personales para favorecer la convivencia armónica. Había más margen para la persona.

Por las mismas razones, la España de cuarenta millones puede ser más libre que la Alemania de ochenta, como vemos en el hecho de que su actual Constitución está elaborada por sus vencedores, e impuesta a la fuerza y a la que –si no ha sucedido recientemente– no le han firmado la paz de la guerra terminada en 1945.

Pero tampoco es importante en términos globales. Cada patria es un universo: el nuestro está ocupado por cuarenta millones de españoles, y el alemán por ochenta cuentos de alemanes. Pero si el alabado mundialismo, tan alabado y tan buen negocio, gana la batalla social y liberal (y ahí están de acuerdo Felipe y Aznar), acabaremos en una sociedad poco diferenciada, con apenas libertad. Nada menos que la libertad dividida por seis mil millones de seres humanos y, como eso no es posible, ni siquiera mecánicamente posible ni hay burocracia normal que lo controle, nos encontraríamos sumidos en una tiranía enmascarada por las multinacionales autorizadas, incapacitada por ley para innovar o evolucionar (El menos malo de los sistemas, ¿eh?), suponiendo que se permita votar entonces.

He aquí por qué las patrias son cada día más necesarias: son las unidades de convivencia únicas que permiten convivir con cierta libertad y todavía con capacidad de decisión (muy reducida ya) para sus ciudadanos. Si la democracia liberal (Unión Europea, por ejemplo) va contra las patrias, hacia su disolución, está claro que también va contra la libertad, por mucho que pregonen lo contrario.

No siempre, pero sí a menudo, la cantidad está reñida con la personalidad.