RASGOS DE NUESTRO ESTILO

Mons Dei.

La montaña puede simbolizar la cima de la Creación Divina y ante ellas, al hombre, en su pequeñez, no le queda sino levantar sus ojos al cielo.
A los que sentimos la montaña, o nos sentimos montañeros, no nos molesta que nos llamen locos y transgresores.


Publicado en el núm. 144 de Cuadernos de Encuentro, de primavera de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en LRP. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa (un envío semanal)

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Crucifijo en la estación del teleférico de Klein Cervino con el monte Cervino al fondo, Zermatt, Suiza.

Mons Dei.


Mons Dei fue el título elegido por la organización de Las edades del hombre para celebrar la edición de 2018 en Aguilar de Campoo (Palencia), que profundizaba en el rico significado de la montaña dentro de la tradición simbólica cristiana y de la historia religiosa de la humanidad, pues las montañas han sido veneradas de forma singular en las grandes religiones como lugares sagrados, propicios para el acercamiento a Dios. Por ello, la religión cristiana cuando llegamos al vértice, en el momento en que se acaba la tierra, cuando termina nuestro recorrido, nuestro miedo y nuestro esfuerzo, y sólo queda lo etéreo y el momento de alcanzar el sueño, busca todavía más allá dar un nuevo paso y conseguir la unión del hombre con Dios.

No es extraño por tanto que durante siglos, pero principalmente desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, y sobre todo en los Alpes, en los Andes y en otras áreas geográficas de influencia católica, al igual que se hacía en los caminos, también se colocaran en las cumbres más señeras el símbolo de la cruz con variedad de tamaños, formas y materiales, todas valían, como la que encargó León Felipe:

«Hazme una cruz sencilla, carpintero,
sin añadidos ni ornamentos,
que se vean desnudos los maderos,
desnudos y decididamente rectos.

Los brazos, en abrazo hacia la tierra;
el astil, disparándose a los cielos…».

Las primeras dataciones de cruces clavadas en cumbres de dificultad son de 1492 en el monte Aiguille (Francia). Pero perdido en el tiempo, no dejan de aparecer conectadas las dos palabras con toda su sustancial potencia: monte Gólgota o de la calavera, monte Sinaí, Monte Carmelo, monte Ararat, Monte Eremos de las Bienaventuranzas, monte Tabor de la Transfiguración, porque sin duda la montaña puede simbolizar la cima de la Creación Divina y ante ellas, al hombre, en su pequeñez, no le queda sino levantar sus ojos al cielo. Para llegar allí arriba hemos de sufrir un duro pero gozoso vía crucis, que es gozoso porque ha sido voluntariamente elegido y aceptado.

Las épocas y las costumbres cambian. Desde hace ya tiempo se ha venido extendiendo la pertinencia de arrancar y si no es posible, estropear los símbolos religiosos que culminaban nuestras montañas, porque suponen que es la imposición de una determinada creencia y porque no forman parte del entorno natural. Y yo digo que aunque a primera vista puedan estos asertos causar impacto, las cosas no son tan sencillas si se dejan aparte consideraciones espurias, pues mucha relevancia tendrá a lo que llamemos «imposición» y «natural», salvo que se mantenga que lo que atañe al ser vivo llamado «homo» no forma parte del desarrollo temporal propio de la naturaleza creada o surgida, de la evolución. Y entonces debemos tener en cuenta,...

━Primero, que el pensamiento humano con su capacidad de abstracción, siempre ha necesitado y ha construido al menos símbolos físicos (orales o visuales), para identificarse con la multiplicidad de sus vivencias, sensibles o imaginadas.
━Segundo, porque siempre desde nuestra ignorancia vamos a buscar la comprensión de lo visible, pero también de lo invisible, y quizás muchos necesiten, necesitemos, de signos establecidos para conseguirlo, de claves para descifrarlo, y tal vez la idea de la total soledad nos puede resultar tan inexorable que nos quedemos perdidos y helados al intentar orientarnos en la intemperie.
━Y al menos, tercero (y ponga cada cuál según creencias y opiniones el orden a su antojo), porque el respeto a la historia y sus tradiciones, sobre lo que representa la elevación por el esfuerzo del cuerpo y del espíritu es propio de la cultura del montañero, se aparezca en los ecos de una leyenda casi imposible, en los restos de un cadáver, en una olvidada clavija, una estatua, un altar de la cultura inca, un piolet, un libro de cumbre, una bandera (sea de «oración» o no), una pértiga sagrada y cualquier objeto que se quiera dejar bien sea para que haya constancia de la ascensión o por otras íntimas intenciones.

Ninguna de estas cosas parece que puedan nacer espontáneamente del hielo ni de la piedra, ni que representen al mundo mundial, ni que sean la sensación de ningún Black Friday, pero desde luego no concitan el berrinche iconoclasta con la misma intensidad, dejando por supuesto siempre a salvo el exigible cuidado y limpieza para no convertir las cimas en desvanes de chamarileros. Seguramente mis amigos y camaradas César Pérez de Tudela y Manuel Parra Celaya, tan interesantes e interesados en la ética de la montaña, podrían aportar sobre el tema otros puntos de vista más agudos que los que yo estoy exponiendo.

Pero es que además, puestos a «rascar» otro poco y relacionado con lo que acabo de escribir, hay cuestiones que puede plantearse un cristiano, un ateo o un seguidor de la «santa madre del universo», la diosa del mundo Chomolungma, que así identifican al Everest los tibetanos, pero que desde luego habría que poner enseguida delante de los intransigentes destructores, que tienen el cerebro tan pequeño, tan pequeño, que no les cabe la menor duda:

¿Hasta cuanto formamos parte los humanos del «entorno natural»?
━¿No deberíamos, junto con las cruces ya arrancadas, sencillamente también desaparecer nosotros?
━¿No estaría mejor la montaña sin nuestra impuesta presencia, y por supuesto sin la de «ellos»?

Por otro lado, como consecuencia de las conclusiones obtenidas, surgen otras preguntas a mi parecer de mayor calado:

━¿Es lógico, es lícito, es normal, es natural (otra vez), y es razonable arriesgar la vida por subir una montaña?, ¿su conquista merece la pena?,
━¿Es un acto de legítimo orgullo, de humilde superación o más bien se afronta por vanidad, por un instinto agresivo o incluso tiene algo de morboso?

Debo admitir que las «constantes vitales» del alpinismo entre la razón y la emoción [1], me llevan con frecuencia a la perplejidad; y debo admitir también que nunca he querido atreverme a encontrar una respuesta tajante, ni siquiera la mía propia, para no verme quizás obligado a someterme a ella sin excusa. No hablo en pura teoría, porque debo añadir que a pesar de tener un historial montañero mediocre, yo he sufrido la muerte en mi misma cuerda de escalada, y he sido testigo o actor en bastantes situaciones peligrosas, algunas más trágicas y llamativas que otras, y en muchas sin duda arriesgadas, de las que ni siquiera me es fácil hacer memoria porque al final el peligro no tuvo consecuencias, simplemente pasó y entonces ya parece que no pasó.

Como a los que sentimos la montaña, o nos sentimos montañeros, no nos alarma ni nos molesta que nos llamen locos y transgresores, y acaso nos gusta o al menos somos comprensivos con ello, generalmente somos más libres para plantearnos las preguntas sobre la vida y también sobre la muerte, fuera de rígidas convenciones sociales (aunque aparenten la mayor liberalidad) y sin atenernos a los patrones que marcan las modas que condicionan casi todas las respuestas, porque una cosa es el biempensante de carril cómodo y transitado y otra el librepensador que algo siempre arriesga porque va libre en su escalada si es que no tiene que andar esquivando aludes de origen más que explicable, no me podrán negar que son temas que al menos dan para amigables conversaciones de refugio, y si es al calor de un buen fuego, pues mucho mejor..., y quizás también ungidos con el resonar de una canción y, aunque yo no sea fumador, con el dulce olor que desprende el tabaco de una pipa montañesa y que me perdonen los estrictos, bien sea por la canción ya entonada si es que no es de su gusto o por la pipa, que también podría ser marinera.


Nota. Mientras escribo estas letras, llega la información de que el alpinista español Sergi Mingote ha fallecido por una caída en su escalada al K2 (8.611 mts.) para intentar hacer cumbre en invierno. Tenía muy pocas posibilidades de lograrlo y él era perfectamente consciente de ello. En una entrevista reciente había dicho que ninguna montaña compensa la muerte de una persona. Descansa en paz.


[1Eduardo Martínez de Pisón y Sebastián Álvaro, en su estupendo libro El sentimiento de la montaña. Doscientos años de soledad, de la Editorial Desnivel.