ARGUMENTOS

Entre el relativismo y la dogmática.

El hombre, en su doble faceta de ciudadano de una patria y de creyente o indagador del Misterio y del Absoluto, debe liberarse de este relativismo predominante y, por supuesto, del nihilismo al que lleva inexorablemente.

Publicado en Cuadernos de Encuentro (núm. 156, de primavera de 2024), revista editada por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP

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Entre el relativismo y la dogmática.

A nadie se le escapa que vivimos en una época en la que impera el relativismo, en la que parece que nada es bueno o malo, positivo o negativo, y que depende de la conciencia de cada cual el establecimiento del grado de certeza ética de cualquier medida; no obstante y de forma paradójica, actúan severamente una serie de dogmas sobre los cuales, por su propia naturaleza, es innecesario opinar, ya que vienen dados, y cuya discrepancia hace incurrir en anatemas sociales y políticos. Esto es el resultado de un largo proceso histórico.

Sabemos que, desde el siglo XVIII y de la mano de Rousseau, «dejó de ser la verdad política una entidad permanente»; la Ilustración, fiada en sus grandes mitos de la razón y del progreso, suprimió de las conciencias las antiguas creencias y valores, incluidas las que se referían a la dimensión trascendente del hombre; su hijo adulterino, el liberalismo, consagraría el acierto con la verdad que resulta del voto de las mayorías y el error con la equivocación en que han incluido las minorías, pero se vio obligado a conceder a estas últimas el recurso constitucional de los derechos humanos, curiosamente de base cristiana y teóricamente intocables, sin que de este modo se impusiera de forma absoluta el relativismo en todos los ámbitos.

Por lógica, ese relativismo abrió camino al nihilismo, con lo que, al correr de los tiempos, se comprobó que aquella ingenua pretensión de hacer a los hombres más buenos y más felices quedaba solo en el frontispicio de las constituciones y en la demagogia de los políticos. Desde el punto de vista económico, el laissez faire condujo implacablemente a una desigualdad profunda en las sociedades, a la injusticia y, en muchos casos, a la miseria.

El siglo XIX vio, por reacción, la vuelta a los dogmas; ya que no los de naturaleza religiosa (de mano de los filósofos de la sospecha, Marx, Nietzsche, Freud), sí otros de naturaleza política; a esta figura se le puede llamar marxismo, con sus materialismos histórico y dialéctico y su motor inexorable de la historia en la lucha de clases. La praxis llevó a la edificación de las más severas dictaduras que ha pasado la humanidad, donde era impensable discrepar de los dogmas del partido.

Como antídotos de los anteriores presupuestos, nuevos dogmatismos vio nacer el siglo XX, basados o en el Estado o en la raza como fundamentos indiscutibles de los pueblos que los asumieron; estos fueron derrotados manu militari, y el otro, el comunismo marxista, en su versión de socialismo real, se derrumbó estrepitosamente cuando la centuria anunciaba su fin.

¿Quiere decir esto que los dogmas desaparecieron del panorama de esta sociedad actual, que sigue siendo profundamente relativista en muchos aspectos? Ni mucho menos. Observemos, de pasada, que el neoliberalismo ha consagrado en todo el mundo al dios-mercado como fundamento indiscutible y al individualismo como puntal de toda democracia posible. Por otra parte, el neomarxismo, nacido de Gramsci y predicado por la Escuela de Frankfurt ha implantado por doquier, en su lucha contra la superestructura, la corrección política, concretada en la ideología woke. Y es que, como dijo Chesterton irónicamente, «cuando un hombre deja de creer en Dios, se cree cualquier cosa».

A todo esto, ni la bondad, ni la igualdad, ni la libertad, ni la felicidad campean sobre nuestro mundo desnortado. Lo cierto es que, en esta postmodernidad o modernidad líquida en que estamos inmersos, los agarraderos humanos siguen sin aparecer a la vista, y los primeros que son objeto de sospecha entre los más lúcidos son aquella razón omnipotente y aquel progreso indefinido de los primeros tiempos ingenuos de la modernidad; del mismo modo, también se ha ido perdiendo la fe en la ciencia, dando paso a un nuevo ídolo, que no deja de ser su ancilla, la tecnología, cuando no a una pseudociencia de consumo basada en la gnosis o en los caprichos de los políticos.

Contra todo pronóstico, sin embargo, se mantienen en muchísimos las creencias religiosas, variopintas, eso sí, en esta huida hacia adelante que se plantean los hombres postmodernos; Dios no había muerto, como se decía, y su búsqueda es el común denominador, bajo diversas formulaciones, de la especie humana; la Iglesia católica, por su parte, mantiene su dogmática, la que se enuncia en el Credo de los fieles, pero, como estructura formada por hombres, está sometida a parecidas convulsiones que el resto de las sociedades; como venía a decir aquel converso del viejo cuento del Decamerón, menos mal que el Espíritu Santo siempre está de guardia…

Pero conviene distinguir, ante todo, entre los campos de la teología y de la filosofía política. De entrada, el bien, la verdad y la belleza son atributos de Dios, y, en este aspecto, dependerá de la fe personal, si se es creyente, agnóstico o ateo, pues el primero asumirá estos dogmas desde su creencia, el segundo no estará seguro, en su constante búsqueda, y el tercero los negará sin paliativos. Pero los hombres siguen persiguiendo ese bien, esa verdad y esa belleza en lo profano, entre innumerables titubeos; bien mirado, viene a ser una forma de colaborar en la Creación divina primordial.

Por otra parte, en el caso de la filosofía política –mejor de la metapolíticasuelen haber escasos dogmas y estos no afectarán por igual a las vidas individuales de las personas o de las colectivas de los pueblos. Sigue sin poder existir, como sabemos, una ética universal, pero, desde un prisma histórico y sociológico, no cabe dudar de que se sigue indagando cómo lograrla, y que grandes grupos humanos coinciden en sus creencias de tipo inmanente: son las verdades prepolíticas.

Estas verdades prepolíticas afectarán a lo estrictamente terrenal, pero algunas de ellas también obtienen su consistencia en el marco de la teología, es decir, de la trascendencia; por ejemplo, las ideas de dignidad del hombre, de su libertad –expresada política y de forma reduccionista en las libertades– , el de la igualdad esencial y el de la justicia como aspiración.

Otras verdades prepolíticas quedan justificadas por la necesidad de que siga existiendo una sociedad integrada y solidaria. En este punto, hay que situar la unidad interna de las naciones, constituidas en Estados, constantemente atacada por los nacionalismos insolidarios o individualismos colectivos, y el propio concepto de patria –tan silenciado en nuestro ámbito español– como equivalente a empresa común integradora, suprageneracional desde el punto de vista histórico, conformador de una herencia mejorable para nuevas generaciones y dotada de elementos culturales y de valores heredados.

Si para el creyente no puede darse relativismo alguno en cuanto a Dios y la dogmática de su Credo, para el que se considera patriota tampoco puede ser materia de discusión o de juego de urnas la salvaguarda de su colectividad histórica y de su integridad. Son valores auténticamente prepolíticos y preconstitucionales, en tanto la política debe estar al servicio de esta colectividad y la Constitución (o cualquier otra) se basa en ella, no al revés; están por encima, pues, de los cambios de gobierno, de régimen, de estructuras. Lo contrario viene a ser la entronización del caos, la permanente disgregación, la vuelta atrás en el devenir de la historia, que camina hacia la unidad del género humano.

Y, en este punto mencionado, vuelven a encontrarse los dogmas de naturaleza teológica y los que pueden situarse en el campo de la metapolítica. Si toda teoría política se sustenta en una base religiosa (Proudhon, Balmes, Cortés…), es indudable que la búsqueda de la unidad del género humano forma parte de una armonía de la Creación, constituye el objetivo final para los creyentes y también para los pensadores metapolíticos.

Ningún referente parcial pueda empañar ese objetivo final; por el contrario, pueden ser caminos hacia él los diferentes estadios que recorren los pueblos a lo largo de la historia, como las patrias, en el sentido que les hemos asignado; no así los retornos, los nacionalismos rompedores de las unidades ya logradas con el esfuerzo de muchas generaciones de seres humanos.

Otro matiz importante es que aquellas ideologías que se han sustentado en una interpretación materialista de la vida siguen poniendo sus miras en obtener un paraíso en la tierra, un concepto de humanidad a priori y de base inmanentista; así lo proponía aquella Ilustración que inauguró la modernidad hace tres siglos, cuando hoy se ha mostrado ineficaz su mitología de la razón absolutizada, del progreso indefinido como capaz de lograr la felicidad humana; así lo proponía el marxismo, con su utópica sociedad comunista como meta; así lo plantean los gnosticismos que confían en la capacidad puramente humana para arribar a la dicha del hombre, con ayuda inestimable de la tecnología y de la pseudociencia mencionada.  

En cambio, otros planteamientos metapolíticos son plenamente capaces de diferenciar, sin abrir abismos, entre las preverdades de la teología, abiertas a la trascendencia, y las preverdades que trabajan campos de la inmanencia, pues, sus bases descansan en conceptos, ideas y valores del espíritu y, por ende, del cristianismo; así, se limitan a buscar, no utopías, sino eutopías, es decir, no lo imposible para el esfuerzo humano, sino en crear buenos lugares para vivir, donde el ser humano viva en hermandad, libertad y justicia; además, se fundamentan en ese humanismo personalista, al considerar el hombre digno, libre e íntegro, es decir, portador de un alma inmortal, capaz de salvarse o condenarse siempre en función de su libertad personal; es decir, que siendo planteamientos puramente humanos en su humildad, con visión inmanente de sus objetivos, dejan claramente abierta la puerta a la trascendencia.

El hombre, en su doble faceta de ciudadano de una patria y de creyente o indagador del Misterio y del Absoluto, debe liberarse de este relativismo predominante y, por supuesto, del nihilismo al que lleva inexorablemente; además, si este hombre es consciente de pertenecer a la empresa colectiva de la Hispanidad, sus verdades prepolíticas coincidirán con la interpretación española del mundo y de la historia.

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