El pueblo sumiso...

19/04.- Nuevamente está demostrando este pueblo español su obediencia –a la fuerza ahorcan– con el estado de alarma, tan prolongado, y con las medidas restrictivas por culpa de esta maldita pandemia
El pueblo sumiso...

El pueblo sumiso

…Vuestra orden espera, decía el servil posadero al príncipe Romanof huido, en Katiuska, aquella bonita zarzuela en la que Pablo Sorozábal ilustró con resonancias asturianas la Rusia revolucionaria. Algo por el estilo cantaron los chicos de Jarcha en lo que fue considerado himno oficioso de la I Transición, Libertad sin ira, en la que se hablaba de gentes obedientes hasta en la cama.

Y es cierto que fue obediente el pueblo español en sus acatamientos en aquellas calendas; hasta se tragó aquello de que se había dado a sí mismo una Constitución cuyas líneas maestras fueron diseñadas desde fuera y con el antecedente en la música y letra de Múnich.

Nuevamente está demostrando este pueblo español su obediencia –a la fuerza ahorcan– con el estado de alarma, tan prolongado, y con las medidas restrictivas por culpa de esta maldita pandemia; claro que algunos no dejan de hacer honor a la tradición picaresca, y se advierten, soterrados, rasgos de individualismo ibérico, lindantes con cierta tradición ácrata. Pero son los menos, y, junto a la obediencia debida a la ley y al miedo al contagio, se confirma su predisposición a la virtud de la paciencia, aunque dicen por ahí que está decayendo la audiencia ante los habituales No-Dos del presidente Sánchez.

Puede ser preocupante que esta obediencia, necesaria ahora, degenere por inercia, por costumbre o por imposiciones sibilinas en verdadera sumisión, en una aceptación acrítica de todo aquello que, una vez superada la crisis sanitaria o aprovechándola ahora, se quiera endosar desde los laboratorios de la ingeniería social del poder. Y no es menos preocupante que, a la inversa, esta sumisión dé lugar a estallidos irracionales, esos a los que tan acostumbrados nos tiene nuestra historia, y, además, con el inevitable complemento de ir a la greña entre nosotros.

Tanto uno como otro fenómeno pueden ser productos lógicos de una educación recibida, presidida por la abundancia de tópicos elevados a dogmas y por la carencia casi absoluta de pensamiento crítico y reflexivo, susceptible de aceptar la demagogia como moneda de uso común y los ucases gubernativos como reflejo de anhelos populares. También, por la incapacidad de pasar del yo quiero al yo debo (Gregorio Luri), aunque esta última nota es característica común de todo ser humano integrado en la destartalada escuela de la postmodernidad. Veamos por separado estos rasgos.

En el primero de ellos, no hace falta mucha agudeza para percibir que el tópico y el lugar común sobre el presente y el pasado se han enseñoreado de la conciencia común de muchos españoles; las sucesivas vueltas de tuerca desde las memorias históricas a la memoria democrática, presididas por la mentira, han ido configurando unanimidades sobre hechos, causas, efectos y pretendidas soluciones, sobre lo que no es lícito discrepar, a riesgo de la sanción social, de momento, y de la sanción administrativa y penal que se vislumbra.

De este modo, la búsqueda de datos objetivos, el razonamiento y la deducción de consecuencias han brillado por su ausencia salvo en mentes preclaras; toda crítica, aunque sea positiva, se considera desacato, desafección o derrotismo, mientras que la negativa es sencillamente un inocuo derecho al pataleo, del que nadie se preocupa por su ineficacia.

Por último, el caprichoso yo quiero, sustentado en derechos de segunda o tercera generación, ha sustituido a la ancestral real gana de los españolitos, y hoy se muestra incapaz de ser superada por una pedagogía de los deberes, que es inseparable de los verdaderos derechos, para llegar a un yo debo propio de un pueblo en postura de superación de sí mismo.

Un rayo de esperanza, sin embargo, se abre paso, y ello debido a lo aciago de estos días: la solidaridad y el servicio, que forman parte, seguro, de aquellas buenas cualidades entrañables del pueblo español, que ningún gobierno, régimen o ideología son capaces de arrumbar definitivamente. Basándome en estas cualidades es por lo que me atrevo a levantar un moderado optimismo sobre las conductas de mis compatriotas cuando se superen estos momentos, trágicos para muchos y delicados y crispantes para todos.

Y espero, también, que muchos despierten del letargo de la sumisión; que sean capaces de advertir de forma meridiana, por ejemplo, las malas artes y la inutilidad, al unísono, de un gobierno y, en general, de los partidos políticos; que hayan tomado buena nota de la manipulación sectaria con que los nacionalismos separatistas han aprovechado la desgracia de la pandemia; que, en definitiva, coloquen a cada uno en su sitio, según corresponde a una sociedad sana en la que impere la ética por encima del oportunismo y, a la vez, una buena gobernabilidad de la cosa común.


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