Todos podemos ser censores

14/MAR.- Hoy en día el censor no obedece al estereotipo de su caricatura. Todos podemos ser censores a poco que nos lo propongamos...


​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 729 (14/MAR/2023), continuadora de Desde la Puerta del Sol. Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.​

Todos podemos ser censores

Este puede ser el sueño secreto de todos los teóricos amantes de la libertad que sostienen, como decía aquel sacristán literario, que «la libertad de pensamiento proclamo en alta voz y muera el que no piense como pienso yo». Reconocemos que la moda de ser censores offside viene de los EE.UU., concretamente con su origen en las universidades de la costa este, donde recalaron, en el siglo pasado, los profesores de la Escuela de Frankfurt devenidos en poderosos influencers.

Ahora, allí –y también en Europa, por ósmosis globalizadora– impera una hipersensibilidad a ultranza, que hace que profesores y alumnos se autocensuren en ideas y palabras, en clase y fuera de ella, por si se puede detectar algún tipo de malicia, intencionada o no, hacia minorías o individuos concretos.

Leí hace poco un interesante artículo sobre estas supuestas microagresiones (Lukianoff y Haidt. Nueva Revista UNIR 2018), que explica la manía censora sobre explicaciones de aula o contenidos de autores clásicos y acusa a este nuevo proteccionismo de crear una atmósfera de protección vengadora, de enseñar a leer y a pensar de forma patológica y de interferir en la capacidad de razonamiento crítico del ser humano; una consecuencia inmediata es debilitar la mente de los estudiantes.

La plaga de lo políticamente correcto llegó, como he dicho, a Europa y, por supuesto, dentro de ella, a España. Otro caso concreto es el de Gran Bretaña (que ya no sé si es o no europea), y me entero por la prensa que han aparecido una suerte de censores particulares llamados lectores de sensibilidad, dedicados a expurgar y modificar a los clásicos para no ofender a sus posibles lectores. En el caso español, la censura se ejerce en muchas de nuestras universidades, donde se boicotean o se hacen escraches a conferenciantes non gratos, se vetan a otros de antemano o se desinvitan (¡horroroso anglicismo!) si habían sido aceptados por error.

Es una censura de la sociedad civil, que campea también entre todos nosotros, apoyada, sugerida o dirigida desde las esferas de la sociedad política. No sé si es primero el huevo o la gallina, pero lo cierto es que cada ucase del Gobierno tiene inmediata repercusión entre muchos ciudadanos de a pie, que van asumiendo estas pautas e imponen silencio sobre lo políticamente incorrecto hasta en sus relaciones personales; cada persona, así, se va imponiendo una autocensura a la hora de hablar. Lo dicho: una plaga o pandemia con origen remoto al otro lado del Atlántico…

La hipersensibilidad afecta, por supuesto, a las aulas de todos los niveles; recuerdo una anécdota personal de poco antes de mi jubilación: un alumno de 2º de ESO se indignó porque, en la entrevista posterior a la corrección de su examen, no pude menos que endilgarle: «Por favor, no seas cenutrio»; «Me está usted insultando…», respondió agresivo; mi respuesta fue muy sencilla: «Antes de decir eso, busca la palabra en el diccionario, para ver si es un insulto»; evidentemente, cenutrio no estaba entre las entradas admitidas por la RAE, de forma que la cosa quedó en tablas y yo me evité con seguridad la visita de unos papás airados, amparados en la cultura de la denuncia, que también tiene origen yanqui.

Como era –y sigo siendo– bastante atrevido, nunca dejé de aconsejar a los alumnos los maravillosos y desternillantes Cuentos políticamente correctos, de James Finn Garner, y de leerles algunos de ellos en clases más distendidas. Los recomiendo también a los lectores, por si quieren descansar de la novela cutre del caso Mediador

Anécdotas aparte, si vamos al fondo del asunto, podemos achacar esa universalización de la manía censora a dos motivos, que se interrelacionan entre sí: una es el bajón del nivel cultural (a veces, lindante con la estupidez) que hace que un joven estudiante se escandalice con un soneto burlesco de Quevedo, se indigne con Cervantes o, en los ratos de asueto que le permite su móvil, abomine de Agatha Christie o de Pérez-Reverte, salvando las distancias; la otra causa es la intencionalidad específicamente ideológica, que requiere alguna explicación.

De la misma forma que se interviene en la historia, convirtiendo en memoria interesada lo que debería ser estudio e investigación, se interfiere también en la cultura heredada, en su sentido más amplio; estamos ante una estrategia gramsciana conocida, que atiende mucho más a la lucha contra la superestructura que a remediar los problemas de la gente en el campo de la estructura; de esta atención a los problemas de injusticia apenas se acuerdan las nuevas izquierdas; lo malo es que, también, esta preocupación y la citada anteriormente dejan completamente indiferentes a amplios sectores de la derecha, más interesados en la macroeconomía y alejados de cualquier combate cultural.

No es extraño que muchos autores e intelectuales de nuestros días se pregunten si estamos ante una nueva amenaza a la libertad, que, como corresponde a una sociedad líquida (Bauman), en la que no son posibles de detectar con seguridad los centros de poder e ingeniería social, aunque están en la mente de muchos que no han desistido de la funesta manía de pensar.

Ya saben: hoy en día el censor no obedece al estereotipo de su caricatura (covachuela en vez de despacho, lápiz rojo en ristre, manguitos de percalina…). Todos podemos ser censores a poco que nos lo propongamos.




La Razón de la Proa (LRP) no se hace responsable de las opiniones publicadas, son los autores firmantes los únicos que deben responder de las mismas. LRP tampoco tiene por qué compartir en su totalidad el criterio de los colaboradores. Todos los artículos publicados en LRP se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.
Recibir el boletín de LRP