De fútbol, racismo y dignidad

Los españoles fuimos, históricamente, los menos racistas del universo (...) En estos tiempos, sin embargo, nos hemos modernizado mucho en España y, de esta forma, hemos asimilado el fanatismo futbolero.


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Les doy mi palabra de honor que, como totalmente ausente física, mental y anímicamente del ámbito del fútbol, no sabía quién era Vinicius hasta que las portadas de los medios me informan de la trifulca que se ha montado a raíz de los gritos en el estadio del Valencia. Me viene de muy lejos esta ignorancia y desapego, pues, hace muchísimos años, escandalicé a un auditorio al preguntar quién era un tal Cruyff del que tanto se hablaba…

Ahora me he enterado (no de Cruyff, sino de Vinicius), pues el asunto ha cobrado eco internacional con la intervención del presidente del Brasil, que lo ha convertido en un tema de Estado, ha llamado a consultas a nuestro embajador y ha aprovechado para endilgarnos a los españoles la acusación de racismo, en un hueco en su agenda que le ha dejado su acercamiento a China y pasado el disgusto por no haber sido el artífice de la paz en la guerra de Ucrania; ha llevado, incluso, el tema a lo divino, mandando dejar a oscuras la imagen del Cristo de Río de Janeiro, cosa que tampoco es extraña en un ámbito que casi lleva a los altares a Maradona.

Se ha unido así el señor Lula Da Silva a los histriónicos López Obrador y Gustavo Petro, quizás a la espera de que el Gobierno español también le conceda la Encomienda de Isabel la Católica; parece que aquellos maravillosos payasos de la tele no logran sucesores dignos a la hora de encandilar públicos con sus ingeniosidades.

Relaciono a los tres dignatarios mencionados porque, aunque ellos no lo sepan, sus países forman parte de esa gran «ecúmene iberoamericana», en expresión de Alberto Buela, quien proponía la construcción de un espacio geopolítico en el que, por supuesto, estaría incluido Brasil. Saco la consecuencia de que me sigue doliendo que los mayores propagadores de la Leyenda Negra sean ahora mis prójimos hispanos, además de los habituales connacionales: los progresistas, los incultos y los compañeros de viaje de toda laya. Como sabemos, esta leyenda sigue siendo «un arma de psicología política» (Antonio Moreno Ruiz), que resurgió en tierras americanas a raíz precisamente del Foro de Sao Paulo, a finales del siglo pasado. Fue calificada antaño de espantajo por doña Emilia Pardo Bazán, pero, por lo visto, goza de buena salud.

El señor Da Silva opina que es indigno que los campos de fútbol sean germen y cobijo de fascistas y racistas; lo del fascismo no lo acabo de entender, pero lo de racismo merece algún comentario más profundo. Vayamos por partes.

Es evidente que algunos componentes de las masas que se mueven en torno a lo que antes era un deporte –y ahora es un negocio– viven su apasionamiento con formas que escapan a toda consideración de educación, de civismo e, incluso, de comportamiento humano; desde antiguo, han proliferado los chistes lamentables sobre alusiones a las madres de los árbitros o a las de los componentes del equipo rival, aspecto que por sí solo aleja a esos forofos de cualquier rasgo de deportividad. También, por desgracia, siguen siendo noticia los enfrentamientos entre las hinchadas en partidos de máxima rivalidad, con violencia incluida, y creo que ahí se llevan la palma los seguidores de los equipos de la Rubia Albión en sus desplazamientos por otras naciones, y eso sin desmerecer a los exaltados localistas españoles que también han llegado a ser lamentable noticia por sus actos agresivos. Ahora bien, nos permitimos dudar de que ese fenómeno execrable sea atribuible a ideología política alguna y, en el caso de España que nos ocupa, mucho menos a un racismo.

La primera razón es que los españoles fuimos, históricamente, los menos racistas del universo; ya en nuestro propio solar se fusionaron todos los pueblos que iban entrando en la Península, de forma que suena a chiste que alguien se atribuya pureza racial alguna; posteriormente, aquella limpieza de sangre, tan exigida para ocupar cargos y recibir prebendas, obedecía más a razones religiosas que raciales; y, cuando descubrimos el Nuevo Mundo (sí, sí, fuimos nosotros), nos aplicamos a algo que desconocían y rechazaban, por ejemplo, los anglosajones que no paraban en la sucia tarea de hacernos la puñeta: el Mestizaje. Los Reyes Católicos, ya en 1503, lo fomentaron y casi exigieron, mientras que, por seguir con el ejemplo, tuvieron que pasar nada menos que cinco siglos para que dieciséis estados de U.S.A. permitieran los matrimonios interraciales, creo que allá por 1967.

Búsquese algo aproximado a las Leyes de Indias españolas en todos los procesos colonizadores que en el mundo han sido; claro que España era católica, y el catolicismo nunca entendió de predestinaciones ni de salvaciones por el éxito por razones económicas.

En estos tiempos, sin embargo, nos hemos modernizado mucho en España y, de esta forma, hemos asimilado –no el racismo, por Dios, aunque lo diga el señor Da Silva–, pero sí el fanatismo futbolero; a lo mejor es una manera de sublimar las frustraciones que nos deparan los políticos, que han instituido eso que llaman delito de odio, sin que lleguemos a saber cómo se cuantifican los sentimientos a la hora de aplicar un Código Penal. Lo cierto e indiscutible es que el insulto soez, lo chabacano, lo grosero, incluso la violencia extrema, no se circunscriben a razas, colores o procedencias, y se ceban en cualquier característica que se ponga a la vista en el rival.

Me ahorro los calificativos que me merecen las actitudes sumisas y perrunas ante el señor Da Silva de las Instituciones del Español y de los partidos políticos que ahora están en liza electoral y lo aprovechan todo para ganar votos y dar fe de su condición de políticamente correctos; es un síntoma más de la desaparición de eso que en otros tiempos se llamaba dignidad nacional.

Y pido perdón a los lectores por haberles aburrido con este tema, ya que mi idea inicial era glosar la festividad de San Fernando, otrora patrón de la juventud.




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