¿Por qué es tan necesaria la unidad?

Por igualdad de derechos. Porque la división genera pobreza. Para ser un país que progrese y, por tanto, para que se nos reconozca internacionalmente.


​Publicado en Gaceta Fund. J. A. núm. 374 (NOV/2023). Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

¿Por qué es tan necesaria la unidad?

Cuando se habla de la unidad de España se entiende mal. Parece que, dado nuestro pasado, se malinterpreta dicho concepto. Pero lo que realmente ocurre es que se malinterpreta por ignorancia (aunque también por interés de determinados partidos).

De modo que es pertinente responder a la siguiente pregunta: ¿por qué es tan necesaria la unidad? La unidad es necesaria, entre otros, por tres motivos:

  1. Por igualdad de derechos.
  2. Porque la división genera pobreza.
  3. Para ser un país que progrese y, por tanto, para que se nos reconozca internacionalmente.

En efecto, en cuanto al primer motivo, no se sabe, o no se quiere saber, que la unidad es sinónimo de vivir en condiciones dignas y humanas. De convivir armónicamente y en paz entre personas que no se conocen, pero que se reconocen como ciudadanos libres e iguales, es decir, con los mismos derechos.

A sensu contrario, sin unidad hay una merma en todas esas condiciones elementales. En esos bienes básicos, que, como decía John Finnis (2000, p. 57), son la «(…) serie de principios prácticos básicos que muestran las formas básicas de realización humana plena».

Sin esos bienes, o su enervación, la realización personal y social no se daría, o no se daría para vivir en condiciones dignas. Porque esa unidad afecta a todos los ciudadanos, no a unos sí y a otros no según criterios que, en este contexto, son injustos.

Sencillamente, el separatismo (y, sorprendentemente, la izquierda actual) separa entre buenos ciudadanos y malos ciudadanos. Y los buenos son los míos. Por eso va en contra de la igualdad: el separatismo es, por naturaleza e interés propio, discriminatorio e injusto.

No hay míos y los demás; no hay nuestros y los demás. Lo que hay son/somos todos, porque todos somos dignos y, por ende, portadores de valores y derechos humanos. Sin dignidad ontológica no hay igualdad.

Los derechos humanos, y entre ellos la libertad y la igualdad, no me los otorga el Estado, como si fueran una gracia que se me regala y por la que tengo que rendirle pleitesía.

No tenemos derechos humanos porque el Estado nos los da; sino porque los tenemos, el Estado nos los ha de reconocer por medio de la Constitución, que, entonces, se llaman derechos fundamentales.

Y eso, insisto, a todos, no a unos sí y a otros no, porque de este modo ya no serían derechos humanos o, si lo fueran, no serían universales, por lo que tampoco serían humanos: lo único universal es lo humano.

Como decía Terencio, «soy humano, por lo que nada de lo humano me es ajeno».

Del mismo modo que no elijo a mis vecinos en mi comunidad de propietarios, no elijo a mis conciudadanos. Porque no se trata de elegir, sino de que todos tenemos los mismos derechos, seamos quienes seamos, seamos como seamos, y vengamos de donde vengamos.

El segundo motivo, por su parte, tiene que ver con el estado de bienestar. Porque la división genera pobreza. Sencillamente porque, entonces, somos menos a contribuir. Únase a ello el descenso de natalidad. Es, pues, una cuestión básica de justicia social y, por ende, de justicia distributiva.

Finalmente, el tercer motivo está relacionado con el progreso nacional y el avance de todos como país. Si nos dividimos en lugar de unirnos: ¿Cómo vamos a ser un país relevante en Europa, sobre todo ahora que nos toca ejercer la presidencia rotatoria? ¿Qué confianza damos para atraer inversiones y, por tanto, para crecer?

Recojo, para acabar, unas palabras de José Antonio que, evidentemente, argumentan mejor que yo las razones por las que la unidad es tan necesaria:

«Nuestra tierra es muy rica; nuestra tierra es capaz de proporcionar una vida libre y verdaderamente humana a doble número de españoles de los que actualmente viven en ella, muchísimos en condiciones miserables, incompatibles con las mínimas exigencias del hombre civilizado. (…) Pues bien: hoy lleva una vida chata, desfallecida, sin entusiasmos, encerrada entre dos capas que la asfixian y comprimen. Por arriba, le han quitado toda ambición de poder y de gloria; por abajo, todo justo afán de mejoramiento para sus gentes humildes». (Obras completas, 1971, p. 221).




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