OPINIÓN | REFLEXIÓN

Mártires. Morir por la Vida

Se cuentan por miles los hombres y mujeres que durante su paso por el mundo dejaron huellas imborrables, que la Historia recoge como ejemplares, pero son muchos más los que en el silencio de cada día ofrecen lo mejor que tienen, que es la vida, como ofrenda personal. Kolbe es un exponente.


Publicado en el núm. 145 de Cuadernos de Encuentro, verano de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP (un envío semanal)

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La imagen central del fraile corresponde al franciscano Maximilian Kolbe, a su derecha el padre estadounidense Stanley Rother y el beato mejicano Miguel Pro. A la izquierda los beatos mártires de Polonia y una estampa de san Esteban. Detrás una escena de un fusilamiento de católicos catalanes perpetrado en el bando rojo durante la Guerra Civil española.
Mártires. Morir por la Vida

Mártires


En el nº 144 de Cuadernos de Encuentro correspondiente al primer trimestre del año en curso, se publicó un interesante artículo acerca de las catástrofes que vivimos, en el cual hace un somero repaso de personas, hombres y mujeres, que dieron su vida en aras de ideas y conceptos. Son casi todas españolas y estremece leer sus nombres. Especialmente el que alude al fraile franciscano Maximilian Kolbe, un intelectual polaco que cayó bajo el terror nazi y acabó en el campo de Auschwitz en calidad de prisionero. No me es posible en este artículo relatar la historia de su vida, por otra parte más que divulgada, pero sí destacar que fue muerto en ese lugar al ofrecerse a ocupar voluntariamente el puesto de otro preso, que iba a ser diezmado. La Iglesia lo ha santificado no hace muchos años.

Se cuentan por miles los hombres y mujeres que durante su paso por el mundo dejaron huellas imborrables, que la Historia recoge como ejemplares, pero son muchos más los que en el silencio de cada día ofrecen lo mejor que tienen, que es la vida, como ofrenda personal. Kolbe es un exponente. El profesor Hernández lo ha elegido para recordar cuán grande es el espíritu humano en tiempos de dificultad, cuando no de tiranía y sinrazón. Como era de esperar, no ha abundado en su biografía, y se comprende dada la naturaleza de la publicación, pero estimo que me permitirá hacer unas cuantas glosas a su escrito.

Kolbe no murió exactamente por una idea sino por la Vida, que es la realidad radical, la Verdad en estado puro. Otros mártires entregan la propia a cambio de nada, por salvar al náufrago, confiado a que de su acción se desprenda la salvación de los condenados, incluida la suya. Es una apuesta infinita, que pone en las manos de Dios, del Dios que sea, que no le resta un ápice de heroísmo. Kolbe, que en sus tratos místicos se extasiaba, da un paso más y ve que en el anónimo compañero de fatigas que los verdugos van a diezmar, que no conoce de nada, late una vida hogareña, sostiene hijos, y entiende que puede ofrecer la suya para salvarla. Y sabe que es su condena. Y hace el gesto. Y abre una página nueva en el martirologio universal. La Vida se ha impuesto, una vez más, sobre la Muerte.

Cuando Alemania quedó dividida en dos después de la Segunda Guerra, la federal y la autollamada democrática, se verificaron muchos crímenes, otros quedaron en el olvido. Y ahí siguen. En la parte tenida por buena, se miró hacia atrás y se quiso hacer justicia a los ojos del mundo. Una fútil prueba de ello le dieron en 1973 editando un sello de correos, que circuló ampliamente por el país, dando a conocer a las nuevas generaciones el gran tesoro que sus compatriotas perversos sometieron al frío y al hambre, hasta la consumación. Precisamente un polaco, aunque de padre alemán, la tierra que fue masacrada por el lunático asesino de masas que fue Hitler. Hubo muchos casos más. Desde Ana Frank hasta Lídice, desde niñas con la voz enterrada en el ático hasta pueblos enteros. ¿Y todo por qué? Porque eran tiempos donde la Vida estaba en almoneda. Donde unos pocos, endemoniados y en estado de enajenación incomprensible, disponían de las personas a su antojo, sin darles opción ni réplica, idiotizando a poblaciones normales, engañándolas con falsas promesas, mintiendo, robando, obcecados con una luctuosa manera de entender que el paso por este mundo es arena movediza.

Maximilian Kolbe ha merecido críticas de las izquierdas de todo el mundo. Se ha dicho de él que estaba tuberculoso y que dio ese paso porque sabía que estaba condenado a muerte, luego que no era un acto de piedad sino de suicidio. Que la propaganda obraría a su favor. Que, puestos a dar la vida más pronto que tarde, ¿qué más le daba adelantarla un poquito? ¡Mezquinos comunistas! No han entendido nada del cocido que está sobre la mesa. No han aprendido a valorar no ya la Vida en sí sino un aliento, una bocanada de aire, un suspiro, una brizna de paja en el mosaico universal que es este tablero en el que jugamos. En su devenir llevan la penitencia. Kolbe fue, y será pese a su mala prensa, un ejemplo de caridad que, a mitad del siglo pasado, cuando los nubarrones tapaban los destellos solares, apostó por la Vida. Un dato: el hombre que salvó sobrevivió a la guerra.

Muchos años después, cuando un escritor saca su nombre a escena, en España, un arrogante político de tres al cuarto organiza su Parlamento para aprobar una ley que garantiza la eutanasia. Con otras palabras, que la gente se mate entre sí. Desde luego, con todas las garantías.