ARGUMENTOS

La Guerra Civil Española: un pasado atragantado

Este recordatorio permitirá comprender mejor por qué todo lo que se refiere a la Guerra Civil se ha convertido en un tema de división más violento hoy que hace quince años, cuando el tiempo debería haber contribuido a rebajar las pasiones.

Artículo tomado de La Nef (MAR/2021). Traducción: Esther Herrera Alzu. Recogido en el núm. 145 de Cuadernos de Encuentro, verano de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP.


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La Guerra Civil Española: un pasado atragantado

La Guerra Civil Española: un pasado atragantado


Durante mucho tiempo, la España de los años 1975-1985 fue considerada como el ejemplo «histórico», «único», casi perfecto, de transición pacífica de un régimen autoritario hacia la democracia liberal. Era el modelo unánimemente reconocido y alabado por la prensa internacional occidental. Desde entonces, ha pasado mucho tiempo. La idílica imagen no ha parado de deteriorarse con los años, dejando paso a los silencios y, después, a las críticas acerbas de numerosos «observadores» y «especialistas» políticos. Algunos, entre los más serios, no dudan en reactivar los viejos estereotipos de la eterna leyenda negra, con cinco siglos de existencia, que creíamos definitivamente enterrada desde el final del franquismo. Pero, ¿cuál es la parte de realidad y cuál la de ficción en este oscuro panorama que se nos describe?


La España de hoy


España aparece débil, vacilante e impotente: nunca ha estado tan cerca de la implosión. Los nacionalismos periféricos, los separatismos que la desagarran son cada vez más virulentos. La economía del país sufre de graves males: falta de competitividad, deterioro de la productividad, rigidez del mercado de trabajo, tasa de desempleo más elevada de la UE (en particular, la de los jóvenes, con muchos titulados obligados a exiliarse), coste excesivo de las fuentes de energía, sistema financiero mermado por la irracionalidad del crédito, déficit público considerable, plétora de funcionarios en las diversas autonomías, despilfarro del dinero público… la lista de los problemas es muy larga. Antes de la muerte del dictador, Francisco Franco, durante la primera fase del «milagro económico» (1959-1975), España estaba en el octavo lugar de las potencias económicas mundiales, puesto que conservó hasta la crisis de 2007. Pero, después, ha ido retrocediendo singularmente hasta el decimocuarto lugar.

A esto se añade el efecto desastroso de la pandemia de coronavirus y la gestión deplorable de la crisis sanitaria. El presidente Sánchez y los portavoces de Moncloa dijeron en primer lugar: «El machismo mata más que el coronavirus»; después, afirmaron triunfalmente: «Hemos enterrado al virus». Pero el efecto de la propaganda política solo es para un tiempo. La dura realidad de los hechos ha terminado, como siempre, por imponerse. Se sabe que el balance provisional es de los más calamitosos: un hundimiento del PIB (-12%); destrucción de más de 620.000 empleos; más de cuatro millones de desempleados oficiales, con una tasa de más del 40% de paro entre la juventud; el sector hotelero abandonado y al borde de la ruina; retroceso del turismo a un nivel más bajo que hace veinte años; una recesión que es la más fuerte del mundo occidental tras Argentina y una mortalidad añadida ligada a la covid-19 que se eleva a 60.000 o 110.000 personas (según las fuentes).

Dicho esto, conviene precisar que la pandemia, acontecimiento mundial, grave pero coyuntural, no ha hecho más que agravar una crisis general preexistente. Hay que insistir en el rol de un factor estructural, determinante en la involución reciente del país: la incapacidad de la clase o la oligarquía política (tanto a derecha como a izquierda) que no ha sido nunca tan mediocre, corrupta e irresponsable. El segundo gobierno de Pedro Sánchez (2020-), coalición del partido socialista, el comunista y Podemos (partido «populista» de extrema izquierda, proinmigracionista, cuyos líderes reivindican a la vez a Lenin, Marx y el régimen venezolano, habiéndoles financiado este último mientras estaban en la oposición), no es más que la expresión o el final de un proceso de deterioro, degeneración, servidumbre y pérdida casi total de soberanía, que se ha acelerado desde comienzos de siglo.

Por supuesto, habría que situar el caso español en una perspectiva global. Todas las democracias occidentales están hoy expuestas a los peligros como son la revolución cultural, lo políticamente correcto, la nueva religión secular postcristiana y la emergencia del “totalitarismo light”. Pero, para no desviarnos del tema, nos ceñiremos al rol y la parte de responsabilidad de la clase política española. No sabríamos captar la naturaleza y amplitud de esta responsabilidad en el colapso general, político, social, económico y moral (pero también en el suicidio demográfico; la tasa de fecundidad es la más baja de la UE: 1,17 e incluso 1,23 si se incluye el índice de natalidad de los inmigrantes), por no hablar de algunos hechos clave de la transición democrática y de comienzos de siglo XXI. Este recordatorio permitirá comprender mejor por qué todo lo que se refiere a la Guerra Civil se ha convertido en un tema de división más violento hoy que hace quince años, cuando el tiempo debería haber contribuido a rebajar las pasiones.


Del espíritu de la transición democrática a la vuelta de la mentalidad de la Guerra Civil


Un punto es indiscutible: es la derecha franquista (mezcla compleja y sutil de tradicionalistas, monárquicos conservadores y liberales, falangistas, republicanos conservadores, demócrata-cristianos, radicales de derecha y tecnócratas) la que tomó la iniciativa de instaurar la democracia. Esta transición democrática no fue una conquista de los enemigos de la dictadura: fue una elección deliberada de la gran mayoría de aquellos que habían sido sus principales líderes. La inteligencia política de la izquierda (el PSOE de González y el PCE de Carrillo) fue la de renunciar a sus reivindicaciones maximalistas para tomar la vía del reformismo y unir así sus fuerzas al proceso democrático comenzado por la derecha franquista.

Los hechos hablan por sí solos: el decreto-ley que autorizaba las asociaciones políticas fue firmado por Franco en 1974, un año antes de su muerte. La ley para la Reforma Política fue aprobada por las antiguas Cortes franquistas el 18 de noviembre de 1976 y ratificada por referéndum popular el 15 de diciembre de 1976. La ley de Amnistía fue aprobada por las nuevas Cortes democráticas el 15 de octubre de 1977. Recibió el apoyo de la casi totalidad de la clase política (en particular, el de los líderes de PSOE y PCE). No olvidemos la presencia en las Cortes de la primera legislatura de personalidades exiliadas de extrema izquierda tan significativas como Santiago Carrillo, Dolores Ibárruri (la Pasionaria) o Rafael Alberti. Finalmente, fue el Congreso (órgano constitucional) el que aprobó la Constitución actual, que fue después ratificada por referéndum el 6 de diciembre de 1978 (con un 87% de votos a favor).

La Transición democrática se basaba en una total conciencia de los fracasos del pasado y la voluntad de superarlos. No se trataba de olvidar y, todavía menos, de imponer el silencio a historiadores y periodistas, sino de dejarles debatir y rechazar que los políticos se apropiaran del tema para sus luchas partidistas. Dos principios impulsaban ese espíritu de «transición democrática», hoy denunciado, tergiversado y caricaturizado por las izquierdas: el perdón recíproco y la concertación entre gobierno y oposición. Era entonces inconcebible que políticos de derecha o de izquierda se insultaran tratándose de «rojo» o «fascista».

Un primer endurecimiento en las polémicas partidistas se produjo en las elecciones generales de 1993. Pero la verdadera ruptura se situó tres años más tarde, en 1996, cuando el PSOE de González (en el poder desde catorce años antes pero con problemas en las encuestas) jugó voluntariamente la carta del miedo, denunciando al Partido Popular (PP), partido neoliberal y conservador, como un partido agresivo, reaccionario, amenazador, heredero directo del franquismo y del fascismo. Los españoles todavía se acuerdan de un célebre vídeo electoral del PSOE que representaba al PP como un dóberman rabioso y sanguinario.

Durante toda la década de 1990, un verdadero tsunami cultural, neosocialista y postmarxista sumergió el país. Los numerosos autores autoproclamados «progresistas», defensores todos del Frente Popular de 1936, inundaron las librerías de libros, ocuparon las cátedras universitarias, monopolizaron los grandes medios y ganaron ampliamente la batalla historiográfica. La nación, la familia y la religión se convirtieron en los objetivos privilegiados de la propaganda semioficial. Paradójicamente, esta situación se mantuvo con los gobiernos de derecha de José Mª Aznar (1996-2004). Obsesionado por la economía¡España va bien!»), Aznar no prestó interés a las cuestiones culturales; es más, buscó el dar bazas ideológicas a la izquierda. A decir verdad, muchas personas de derechas le daban la razón cuando rendía homenaje a las Brigadas Internacionales (compuestas al 90% de comunistas y socialistas marxistas), o cuando condenaba el franquismo, incluso el alzamiento del 18 de julio de 1936 (sabiendo que él mismo es hijo de un falangista y que fue en su juventud un admirador declarado de José Antonio, militante de la falange independiente y disidente). La derecha «más estúpida del mundo» (como se suele decir en Francia) asentía también cuando alababa al presidente del Frente Popular, Manuel Azaña, masón, ferozmente anticatólico, uno de los tres principales responsables del desastre final de la República y del desencadenamiento de la Guerra Civil, con el republicano católico Niceto Alcalá-Zamora y el socialista Francisco Largo Caballero, el «Lenin español». Los líderes del PP, regularmente e injustamente acusados de ser los herederos del franquismo y del fascismo, creían poder desarmar al adversario y encontrar su salvación en una continua profesión de fe antifranquista. Craso error que terminaron por pagar veinte años más tarde, cuando surgió, en 2019, el partido populista Vox en la escena política.

Pero, en los años 2000, lo imprevisible iba a producirse fuera de la derecha política. En nombre de la libertad de expresión, opinión, debate e investigación, un grupo de historiadores independientes, teniendo a la cabeza al norteamericano Stanley Payne (ver sobre todo La guerre d´Espagne. L'histoire face à la confusión mémorielle, un libro incompresiblemente agotado y no reeditado en Francia desde hace años) y el excomunista Pío Moa (autor de best-sellers como Los mitos de la Guerra Civil, un libro vendido con más de 300.000 ejemplares, sin editar en Francia, que demuestra sobre todo que el levantamiento socialista de 1934 fue el antecedente directo del Alzamiento Nacional del 18 de julio), pero también toda una pléyade de universitarios, entre los que un buen número de profesores de Historia de la Universidad CEU San Pablo de Madrid, se levantaron contra el monopolio cultural de la izquierda social-marxista. Algunos años más tarde, otros trabajos imprescindibles fueron publicados como los de Roberto Villa García y Manuel Álvarez, sobre los fraudes y las violencias del Frente Popular durante las elecciones de febrero de 1936, de César Alcalá sobre las más de cuatrocientas «checas» (centros de tortura organizados por los diferentes partidos del Frente Popular en las grandes ciudades durante la Guerra Civil), o las investigaciones de Miguel Platón sobre el número de ejecuciones y asesinatos en los dos campos (57.000 víctimas entre los nacionales y no «nacionalistas», como se suele decir equivocadamente en Francia, y 62.000 víctimas entre los frentepopulistas o republicanos) y sobre el número de las víctimas de la represión franquista de la posguerra (22.000 condenas a muerte, la mayor parte conmutadas por penas de prisión). Citemos también la obra de referencia, aunque mucho más antigua, de Antonio Montero, sobre la terrible persecución religiosa (cerca de 7.000 religiosos asesinados de 1936 a 1939; 1.916 mártires de la fe beatificados y 11 canonizados por los papas entre 1987 y 2020, a pesar de las presiones de las autoridades españolas).

Poco después de su llegada al poder, en 2004, más que contribuir a borrar los rencores, el socialista José L. Rodríguez Zapatero, amigo declarado de los dictadores Fidel Castro y Nicolás Maduro, reavivó considerablemente la batalla ideológica y cultural. Rompiendo con el estilo moderado del socialista González, escogió deliberadamente reabrir las heridas del pasado y fomentar la agitación social. En 2006, con la ayuda de un diputado maltés, Leo Brincat, hizo aprobar por la comisión permanente, actuando en nombre de la asamblea del Consejo de Europa, una recomendación sobre «la necesidad de condenar el franquismo a nivel internacional». Desde el final del mismo año, diversas asociaciones «para la recuperación de la memoria» registraron denuncias ante el juez de instrucción de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón. Pretendían denunciar un «plan sistemático» franquista «de eliminación física del adversario» «mereciendo el calificativo jurídico de genocidio y crimen contra la humanidad». Garzón, juez de sensibilidad socialista, se declaró inmediatamente competente pero fue desautorizado por sus homólogos y finalmente condenado por el Tribunal Supremo a diez años de «inhabilitación» profesional por prevaricación.


La ley de Memoria Histórica de 2007


Un año más tarde, en 2007, viéndose en la imposibilidad de hacer callar las numerosas voces discordantes de historiadores y periodistas, Zapatero y sus aliados escogieron, con la iniciativa de los comunistas de Izquierda Unida, recurrir a la ley «memorial». La Ley de Memoria Histórica, aprobada el 26 de diciembre de 2007, se justificó como una «defensa de la democracia», contra una posible vuelta del franquismo y de las «ideologías de odio». En realidad, es una ley discriminatoria y sectaria, en nada democrática. Reconoce y amplifica justamente los derechos a favor de los que sufrieron persecuciones o violencia durante la Guerra Civil y la dictadura (normas que ya fueron aprobadas por leyes de 1977, 1980, 1982 y 1984) pero, al mismo tiempo, acredita una visión maniquea de la Historia contraviniendo la ética más elemental.

La idea fundamental de esta ley es que la democracia española es la herencia de la Segunda República (1931-1936) y del Frente Popular (1936-1939). Según el razonamiento, la Segunda República (con el Frente Popular), mito fundador de la democracia española, fue un régimen casi perfecto en el cual el conjunto de los partidos de izquierda tuvo una acción irreprochable. La derecha sería, en definitiva, la única responsable de la destrucción de la democracia y la guerra civil. Para coronar el conjunto, poner en cuestión esta mentira histórica sería una apología expresa o disfrazada del fascismo.

Esta ley realiza una mezcla absurda entre el alzamiento militar, la Guerra Civil y el régimen de Franco, todos ellos hechos muy distintos que suponen interpretaciones y juicios diferentes. Exalta a las víctimas y los asesinos, los inocentes y los culpables cuando están en el bando del Frente Popular y únicamente porque son de izquierdas. Confunde los muertos en acción de guerra y las víctimas de la represión. Echa al olvido a las víctimas «republicanas» que murieron a manos de sus hermanos enemigos de izquierdas. Apoya cualquier trabajo cuyo objetivo sea demostrar que Franco realizó deliberada y sistemáticamente una represión sangrienta durante y después de la Guerra Civil. Finalmente, reconoce el legítimo deseo de muchas personas de poder localizar el cuerpo de su antepasado, pero rechaza implícitamente este derecho a quienes estaban en el bando nacional bajo el pretexto de que han tenido el tiempo de hacerlo durante el franquismo.

Teóricamente, esta ley tiene como finalidad honrar y recuperar la memoria de todos aquellos que fueron víctimas de injusticias por motivos políticos o ideológicos durante y después de la Guerra Civil pero, en realidad, con perversidad, rechaza reconocer que, bajo la República y durante la Guerra Civil, muchos crímenes fueron cometidos en nombre del socialismo marxista, del comunismo y del anarquismo, y que esas monstruosidades pueden ser calificadas también de crímenes de lesa humanidad (así es, sobre todo, en el caso de las masacres de Paracuellos del Jarama y de las «checas», y de las hecatombes durante la persecución de los católicos). Desde su promulgación, la Ley de Memoria Histórica ha sido, por otro lado, sistemáticamente interpretada únicamente a favor de representantes y simpatizantes del bando republicano o frentepopulista y de sus descendientes.

La vuelta al poder de la derecha, tres años después de la crisis económico-financiera de 2008, no cambió en nada la situación. El presidente Mariano Rajoy (2011-2018), antiguo registrador de la propiedad convertido en político profesional rodado pero desprovisto de todo carisma, se contentó con seguir el precepto bien conocido de los neoliberales: no tocar las reformas culturales o sociales «progresistas», sino defender primero, y antes de cualquier cosa, los intereses y las ideas económicas y financieras de los eurócratas y la oligarquía mundialista. Rajoy no se atrevió a derogar ni modificar la ley memorial. Un amigo, filósofo argentino de humor agudo, resumía su ideología con estas palabras: «Lo importante es la economía… y que mi hijo hable inglés». Pero hay que añadir que esta actitud cortoplacista ha sido compartida por gran parte de su electorado. Históricamente, las derechas españolas han estado siempre marcadas por la huella del catolicismo, pero en una sociedad secularizada, en la que la jerarquía de la Iglesia no opone resistencia sino que, al contrario, todos los días da ejemplo de renuncia, abdicación y sumisión, el electorado de derechas se encuentra inevitablemente pasivo, apático, desamparado, sin protección. Buen gestor en período de calma, pero desprovisto de las cualidades de hombre de Estado, Rajoy se reveló incapaz de afirmar su autoridad en plena tempestad. Derrotado políticamente por el referéndum de independencia de Cataluña (2017), organizado por los separatistas sin la menor garantía jurídica, cayó finalmente con ocasión de una moción de censura (2018) después de la implicación del PP en diversos escándalos de corrupción.


Hacia la nueva Ley de Memoria Democrática de 2021


Con la aprobación de la Ley de Memoria Histórica, se abrió la caja de Pandora. Elegido presidente en junio de 2018, el socialista Pedro Sánchez no tardó en realizar la demostración. Para conservar el poder, Sánchez, que representaba la tendencia radical del PSOE opuesta a los moderados, aceptó los votos de la extrema izquierda y de los independentistas cuando había jurado, antes de las elecciones, no hacerlo jamás. Arribista, aliado por oportunismo a Podemos y al PC/IU, regularmente ha tenido que dar bazas a sus socios más radicales (incluidos los nacionalistas-independentistas) mientras se arreglaba con Bruselas y Washington, que tenían intención de dar el alto en cuanto se sobrepasara la línea roja en materia económica.

El primer gobierno socialista de Sánchez se comprometió, desde el 15 de febrero de 2019, a proceder lo más rápido posible a la exhumación de los restos de Franco enterrado cuarenta y tres años antes en el altar de la Basílica del Valle de los Caídos. El 15 de septiembre de 2020, menos de un año después de haber realizado el traslado de las cenizas, a pesar del caos de la pandemia y el carácter prioritario de la gestión sanitaria, el segundo gobierno de Sánchez, una coalición de socialistas, comunistas y populistas de extrema izquierda (PSOE-PC/IU-Podemos) decidió aprobar, lo antes posible, un nuevo anteproyecto de ley de memoria democrática, para derogar la Ley de Memoria Histórica de 2007. En nombre de la «justicia histórica» y del combate contra «el odio», el «franquismo» y el «fascismo», el gobierno entendía promover la reparación moral de las víctimas de la Guerra Civil y del franquismo y «garantizar a los ciudadanos el conocimiento de la historia democrática».

Este anteproyecto de ley contempla más precisamente: la creación de una fiscalía especial en el Tribunal Supremo competente en materia de reparación de las víctimas; la aprobación de fondos púbicos para la exhumación de las víctimas de franquistas enterradas en fosas comunes y su identificación a partir de un banco nacional de ADN; la prohibición de la Fundación Francisco Franco y de todas las «instituciones que empujan al odio»; la anulación de los juicios pronunciados por los tribunales franquistas; el inventario de los bienes expoliados y las sanciones económicas para aquellos que los hubieran confiscado; la indemnización de las víctimas de trabajos forzados por las empresas que hubieran beneficiado de su mano de obra; la revocación y la anulación de todas las condecoraciones y títulos nobiliarios concedidos hasta 1978; la eliminación y retirada de todos los nombres de calles o edificios públicos que recordaran simbólicamente al franquismo; la actualización de los programas escolares para tener en cuenta la verdadera memoria democrática y para explicar a los alumnos «de dónde venimos» con el fin de que «no perdamos nunca jamás nuestras libertades»; la expulsión de los monjes benedictinos guardianes del Valle de los Caídos; la exhumación y retirada de los restos mortales de José Antonio Primo de Rivera; la desacralización y «resignificación» de la Basílica del Valle de los Caídos, para reconvertirla en cementerio civil y museo de la Guerra Civil; finalmente, según la vicepresidenta Carmen Calvo, se realizaría una «reflexión» sobre la posibilidad de la destrucción de la inmensa cruz situada encima del templo. Para completar, se prevén multas de 200 a 150.000 euros para reprimir todas las infracciones de la ley.

En un lenguaje típicamente orwelliano, la vicepresidenta Carmen Calvo subrayó que este texto favorecerá la «coexistencia» y permitirá a los españoles «reencontrarse en la verdad». La realidad es, sin embargo, trágica: este anteproyecto renueva y refuerza la utilización de la Guerra Civil como arma política. Discrimina y estigmatiza a la mitad de los españoles, borra a las víctimas de la represión frentepopulista, rechaza la anulación incluso simbólica de las sentencias pronunciadas por los tribunales populares republicanos e ignora completamente la responsabilidad de la izquierda en algunas de las atrocidades más horribles cometidas durante la Guerra Civil. Solo la visión «progresista» del pasado definida por las autoridades es democrática; la historia de los «otros» tiene que desaparecer como en el caso de la historia manipulada de la Unión Soviética.

Sin embargo, no podríamos «reencontrarnos en la verdad», como dice Calvo, apartando de un plumazo toda investigación histórica rigurosa. Al revés de lo que dice la vicepresidenta, el alzamiento militar de julio de 1936 no está en el origen de la destrucción de la democracia. Es al revés, el alzamiento se produjo porque la legalidad democrática había sido destruida por el Frente Popular. En 1936, nadie creía en la democracia liberal y las izquierdas menos que nadie. El mito revolucionario compartido por todas las izquierdas era el de la lucha armada. Ni los anarquistas (que se habían sublevado en 1931, 1932 y 1933), ni el partido comunista (un partido estalinista) creían en la democracia. La mayoría de los socialistas, con su líder más significativo en la figura de Largo Caballero, el «Lenin español», defendía la dictadura del proletariado y el acercamiento con los comunistas. El PSOE era el principal responsable del golpe de octubre de 1934 contra el gobierno de la República del radical Alejandro Lerroux.

Un solo ejemplo basta para ilustrar el carácter revolucionario de la corriente entonces mayoritaria en el seno del PSOE. El 17 de febrero de 1934, la revista Renovación publicaba un «decálogo» de las Juventudes Socialistas (movimiento dirigido por el secretario general Santiago Carrillo, que se fusionó con las Juventudes Comunistas en marzo de 1936). En su punto 8 se podía leer: «La única idea que hoy debe tener grabada el joven socialista en su cerebro en que el Socialismo solamente puede imponerse por la violencia, y que aquel compañero que propugne lo contrario, que tenga todavía sueños democráticos, sea alto, sea bajo, no pasa de ser un traidor, consciente o inconscientemente». ¡No puede haber mayor claridad! En cuanto a las izquierdas republicanas del jacobino Manuel Azaña, se habían comprometido con el levantamiento socialista de 1934, por lo que tampoco podían ser consideradas como demócratas. Añadamos también que, desde su llegada al poder en febrero de 1936, el Frente Popular no dejó de atacar la legalidad democrática. El Frente Popular español era extremista y revolucionario. El Frente Popular francés era, en comparación, moderado y reformista. Esa es la triste realidad que el gobierno socialista español busca hoy en día esconder en vano detrás de una espesa cortina de humo.

El anteproyecto de ley de memoria democrática de la coalición social-comunista no es solo antidemocrático o autoritario; es propiamente totalitario. Con la continuación de la «reeducación» en lo que concierne al pasado, ataca gravemente la libertad de expresión y de enseñanza. Es anticonstitucional, pero eso a sus redactores les importa poco en la medida en que, a más largo plazo, desean imponer otra constitución más «revolucionaria» y, de paso, acabar con la monarquía.

Además de dicha ley de memoria democrática, el gobierno español de Pedro Sánchez tiene la intención de llevar al Parlamento todo un conjunto de proyectos de ley (sobre la eutanasia, el aborto, la educación, la ideología de género, etc.) que chocan de frente con la concepción cristiana de la vida. Las autoridades españolas solo buscan la paz a través de la división, la agitación, la provocación, el resentimiento y el odio; la justicia tiene la forma del rencor y la venganza. España parece hundirse inexorablemente en una crisis global de una dimensión dramática.