RAZONES Y ARGUMENTOS

Ratzinger y la dialéctica de la secularización.

Personalmente, como cristiano, español y europeo, sigo creyendo, sin arrogancia eurocentrista, ni desprecio a ninguna cultura, que la luz de la Civilización viene de Europa y sigue siendo su misión universal.

Publicado en el núm. 145 de Cuadernos de Encuentro, verano de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP (un envío semanal)

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Ratzinger y la dialéctica de la secularización.

Ratzinger y la dialéctica de la secularización.


El dialogo que tuvo lugar en la Academia Católica de Baviera, la tarde del 19 de Enero del 2004, entre el entonces cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para Doctrina de la Fe y teólogo de reconocimiento internacional y el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas, miembro destacado de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt, exponente del pensamiento laico de raíz ilustrada y valedor de la «ética del discurso, del dialogo o comunicativa», sigue constituyendo una riqueza inconmensurable para entender la urdimbre de la modernidad y postmodernidad. En pasada ocasión me ocupé de la glosa del contenido de la exposición de Habermas [ver aquí], y ahora trato de hacerlo de la de Ratzinger, con lo que pienso dilucidar la pugna fundamental, a la que se enfrentan las sociedades postmodernas, aunque personalmente creo que se ha venido desarrollando desde lo que se conoce como el pensamiento ilustrado.

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El tema planteado para el dialogo entre Habermas y Ratzinger fue el siguiente:

«Si el Estado liberal secularizado necesita apoyarse en supuestos normativos prepolíticos, es decir, en supuestos que no son fruto de una deliberación y decisión democrática, sino que lo preceden y lo hacen posible».

En su amplia toma de posición, Habermas responde negativamente, porque, en síntesis, el Estado liberal democrático secularizado es capaz de alcanzar sus presupuestos normativos sin necesidad de recurrir a tradiciones religiosas o cosmovisivas, mediante el adecuado dialogo participativo de los ciudadanos. La posición de Ratzinger contraria y positiva a la pregunta, aunque con coincidencias con Habermas, es el objeto del presente análisis.

Como señala Leonardo Rodríguez Dupla, prologuista de la obra que presenta este encuentro Dialéctica de la secularización (Editorial Fondo de Cultura Económica de España, 2008, Madrid), entiende que según Ratzinger:

«El encuentro de las culturas en un mundo globalizado, sumado al poder destructivo de la técnica humana, hacen necesario encontrar una base ética común que regule la convivencia de los hombres y los pueblos». Busca, como refleja en el título de su intervención, «Lo que cohesiona el Mundo. Las bases morales y prepolíticas del Estado».

Ante los desarrollos históricos que a ritmo acelerado estamos viviendo, en su opinión, aparecen dos factores sintomáticos de una evolución más rápida que en tiempos pretéritos.

«El primero es el surgimiento de una sociedad de dimensiones mundiales […] el otro es el crecimiento de las posibilidades que tiene el hombre de producir y destruir, lo que plantea, mucho más allá de lo habitual, la cuestión del control jurídico y moral del poder».

A estos dos factores pensando en una «ética mundial», como propuso Hans Küng, se encuentra otro tercer factor: «En el proceso del encuentro y la compenetración de las culturas han saltado por los aires las certezas éticas hasta ahora».

La quiebra de estas certezas afecta a que es bien y el porqué es preciso realizarlo «incluso en perjuicio propio». Y aquí, Ratzinger, parte de un principio categórico sobre la imposibilidad de la ciencia:

«Una conciencia ética renovada no puede ser producto del debate científico».

Aunque es evidente que los descubrimientos científicos han cambiado la imagen del hombre y del mundo, por lo que han influido en dar al traste con las antiguas certezas morales, la ciencia tiene una responsabilidad respecto al hombre, y la filosofía, «tiene la responsabilidad de acompañar críticamente el desarrollo de cada ciencia y de analizar críticamente conclusiones apresuradas y falsas certezas sobre lo que es el hombre, de donde viene y por qué existe, o, dicho de otra manera, de depurar los resultados científicos del elemento no científico que a menudo se mezcla con ellos, así se mantendrá la mirada abierta a la totalidad a las dimensiones ulteriores de la realidad del hombre, de la que en la ciencia solo se pueden mostrar aspectos particulares».

Esta particularidad de la ciencia, entendemos, que pone límites de la responsabilidad de la ciencia y al mismo tiempo, el pensamiento sobre la totalidad del ser humano implica un control por parte de la filosofía, de elementos que no son propios del conocer científico.

Desde la realidad de la estructura del sistema social y político que en la sociedad humana convive y se desarrolla, analiza lo que es el poder y el derecho, partiendo de que «es tarea concreta de la política poner el poder bajo el escudo del derecho y regular así su recto uso. No debe tener vigencia el derecho del más fuerte, sino más bien la fuerza del derecho».

El ordenamiento jurídico de la sociedad ha de estar por encima de toda sospecha de arbitrariedad para poder vivir en libertad, pues «la libertad carente de derecho es anarquía y, por tanto, es destrucción de la libertad».

No puede haber sospecha de que el derecho es producto del arbitrio de los que tienen el poder. Surge la pregunta, por tanto, de cómo nace el derecho para evitar sospecha de arbitrariedad. De entrada, señala, que el problema está resuelto «mediante los instrumentos de la formación democrática del consenso que no tiene como instrumentos indispensables más que delegación, por un lado, y por otro, la decisión de la mayoría. Pero también las mayorías pueden ser ciegas o injustas».

Este principio mayoritario y su posibilidad de manifiesta injusticia, conduce a la cuestión de «si hay o no algo que no puede convertirse en derecho, es decir, algo que es siempre injusto de por sí, o viceversa […] algo que precede a cualquier decisión de la mayoría y que debe ser respetado por ella».

La afirmación categórica de Ratzinger es que «hay valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre y que, por tanto, son intocables en todo los que participan de dicha naturaleza». En nuestra época, estos valores permanentes han quedado plasmados en las distintas declaraciones del hombre, «sustrayéndolo al juego de las mayorías».

Pero, desgraciadamente, no todas las culturas reconocen esta evidencia, y pone de ejemplo, de un lado, el Islam, que ha formulado sus propios derechos humanos distintos y contradictorios con los de occidente; por otro, China que con una cultura actual impregnada de occidente, el marxismo, se pregunta, y yo diría ataca y rechaza, si los derechos humanos formulados por occidente son una invención del propio occidente «que hay que contrastar».

Parece claro que los valores permanentes que brotan de la naturaleza del hombre, según expresa Ratzinger, son, según mi entender, los derivados de su condición de ser creado por un Ser superior. Esta concepción cristiana, encarnada con el pensamiento griego y el concepto del derecho y de ciudadanía de Roma, constituye el fundamento, el «ethos» de la Civilización, aunque no perfecta, alcanzada en occidente.

Sin entrar en definiciones del poder en cuanto tal, Ratzinger, lo que plantean son las nuevas formas de poder, que han surgido a partir del final, 1945, de la Segunda Guerra Mundial. Señala las siguientes:

  1. «El Hombre se vio de repente con capacidad no sólo para destruirse así mismo, sino también la tierra». La invención de la bomba atómica y las series posteriores aún más destructivas, hizo que predominó el miedo, y el miedo detuvo un posible conflicto nuclear, entre los dos grandes bloques.
    ━Ante esta situación, se plantea qué mecanismos políticos pueden ser eficaces para detener la posible utilización de este poder destructivo. De hecho, el miedo, ante la posible propia destrucción, si se ponía en marcha la destrucción del otro, llevó a la limitación reciproca de poderes, y esta «limitación reciproca de los poderes y el miedo a sucumbir resultaron ser fuerzas de salvación».
     
  2. «El miedo ante un terror omnipresente», que pueda estar presente por doquier, y que pone de manifiesto que «el hombre no necesita un gran conflicto para hacer el mundo inhabitable». La acción terrorista, que implica que «unos criminales puedan tener acceso a los grandes potenciales de destrucción y hagan que el mundo se precipite en el caos, fuera de los ordenamientos políticos».
    ━Presenta como ejemplo los entonces mensajes de Bin Laden, que es inquietante que trate que el terror se otorgue una legitimación moral, al presentar la acción terrorista como «defensa de la tradición religiosa contra la impiedad de la sociedad occidental».
    ━Ante esta pretensión de justificación, «si el terrorismo se nutre también de fanatismo religioso», considera necesario la cuestión que suponen las preguntas siguientes: «¿Es la religión fuerza de curación y salvación, o no será más bien un poder arcaico y peligroso que construye falsos universalismos induciendo a la intolerancia y al error? ¿No deberíamos poner la religión bajo la tutela de la razón y dentro de unos límites adecuados?».
    ━Y aún, plantea una última pregunta que considero de relevancia: «¿Es verdad que la gradual eliminación de la religión, su superación se ha de considerar como progreso necesario de la humanidad, capaz de permitirle hallar el camino de la libertad y de la tolerancia universal?».
     
  3. «El hombre es ya capaz de hacer hombres, de producirlos, por así decir, en probeta». Esta capacidad no es solo que el hombre se convierte en un producto, sino también, con esas posibilidades de la ciencia surge la tentación «de construir el hombre perfecto, la tentación de hacer experimentos con el hombre», dejando de ser «un don de la naturaleza o de un Dios creador», se convierte en un producto, pura materia, basura que permite deshacerse de ella.

Me atrevo a considerar, como en nuestros días, 2021, tan alejados de 2004, cuando Ratzinger afronta este tema, si no podríamos añadir, ante la pandemia del coronavirus, que ha surgido otro tenebroso poder, que como nos presenta Gabriel Albiac en su artículo La Profecía (ABC, 2 Febrero 2021), rememorando una contestación a la prensa de Jacques Lacan, sobre la crisis y angustia de los investigadores de laboratorio de elite, establece como ejemplo:

«Todas estas bacterias con las que hacemos cosas maravillosas, supongamos que un día, después de que hayamos conseguido hacer de ellas un instrumento sublime de destrucción de la vida, aparezca un tipo que las saque del laboratorio».

Esta hipótesis la formuló en 1974. Consiguientemente, Albiac, advierte que estamos en una «era en la cual la potestad de las ciencias experimentales para manipular el mundo, se anuncia ya por encima de cualquier barrera ética, y cuya capacidad para destruirlo empieza a ir mucho más allá de la vieja literatura de ciencia-ficción».

Ante todo esto, considero de completa actualidad la cuestión planteado entonces por Ratzinger, de «si hay que considerar la religión como una fuerza moral positiva», surgiendo la duda de la fiabilidad de la razón y si no habría que poner a la razón bajo observación.

De aquí surge su búsqueda sobre los presupuestos del derecho. Ya en la Grecia antigua, surgió la idea de un derecho que procediese de la naturaleza, de la esencia del hombre. Después, el descubrimiento de América, supuso el encuentro «pueblos ajenos al entramado de la fe y el derecho cristiano», que era el modelo de derecho hasta entonces. El que ante estos pueblos «paganos», no había coincidencia con el sistema jurídico de los pueblos cristianos, ello no quería decir que carecieran de normas que regularan su vida, o bien, «existía un derecho por encima de todos los sistemas jurídicos que muestran que los hombres son hombres y los une entre sí».

Con gran sorpresa, por mi parte, porque los españoles nos caracterizamos por no apreciar lo que representan nuestros estudiosos y pensadores, Ratzinger se apoya en Francisco de Victoria que desarrolló la idea del «ius gentium», el derecho de los pueblos, donde la palabra gentes se asocia a la idea de paganos, no cristianos.

«Se trata de una concepción del derecho como algo previo a la concreción cristiana del mismo y que debe regular la justa convivencia entre todos los pueblos».

De la misma forma, ante la fractura debida al cisma que dividió la «comunidad de los cristianos en diversas comunidades contrapuestas entre sí, a veces de modo hostil», fue necesario «desarrollar una noción de derecho previa al dogma, una base jurídica mínima que no se apoyase en la fe sino en la naturaleza, en la razón humana». Así surgió, con Grocio y Pufendorf, entre otros, la «idea del derecho natural como derecho de la razón, que valora la razón como órgano de la construcción de un derecho común por encima de las fronteras de la fe».

Pero este instrumento dejó de ser fiable, por el nuevo concepto de naturaleza de la teoría evolucionista por lo que fue desechado. El último elemento, nos dice Ratzinger, que ha quedado del derecho natural, «son los derechos humanos, los cuales no son comprensibles sino se acepta previamente que el hombre por sí mismo, simplemente por ser pertenencia a la especie humana, es sujeto de derechos, y su existencia misma es portadora de valores y normas que hay que descubrir, no que inventar».

Aunque entiende que los derechos deben completarse con «una doctrina de los deberes humanos y los límites del hombre», estamos, en definitiva, ante la cuestión de si puede existir un derecho de la razón aplicable a todos los hombres y a su lugar en el mundo. Esta cuestión hay que plantearla a escala intercultural, indispensable para afrontar la discusión acerca del hombre, «que no se puede entablar pura y simplemente entre cristianos ni únicamente dentro de la tradición racionalista occidental».

Para los cristianos la perspectiva tiene que ver con la creación y el Creador, pero, de hecho, hay que reconocer que tanto la cristiana como la racionalista occidental son aceptadas en determinados sectores de la humanidad, y aunque suponen una quiebra en occidente y se presentan como polos opuestos, están más o menos cerca o lejos entre sí, con capacidad de rechazo entre ellas, pero también de aprender la una de la otra. Son culturas concurrentes y, por mi parte añadiría que, le guste o no, la  cultura laica rigurosamente racional, que Habermas presenta, se fundamenta y tiene su base en las grandes proposiciones del cristianismo; la ilustración es fruto del y desde el cristianismo.

Paralelas a la cultura occidental, sean cuales sean sus tensiones, Ratzinger presenta el ámbito de la cultura islámica, el ámbito cultural indio, del hinduismo y el budismo, las culturas tribales africanas y, también las culturas tribales latinoamericanas. Todas ellas, sin dejar de mantener su propia identidad, han sido «interpeladas» e «incitadas» por teologías cristianas. Ahora bien, todas estas últimas, «ponen en cuestión la racionalidad occidental, pero también la pretensión universal de la revelación cristiana».

Ante «la falta de universalidad de facto de las dos grandes culturas de occidente, la cultura de la fe cristiana y la de la racionalidad laica, por más que ambas, cada una a su modo, influyan en todo el mundo y en todas las culturas», Ratzinger, saca una conclusión de escala global: «No existe la fórmula universal racional o ética o religiosa en la que todos puedan estar de acuerdo y en la que todo pueda apoyarse. Por eso mismo la llamada “ética mundial” sigue siendo una abstracción». Con este panorama, formula la gran pregunta: «¿Qué hacer, entonces?».

Desde esta pregunta y partiendo de que en gran parte está de acuerdo con Habermas, en lo que respecta a la sociedad postsecularizada, la disponibilidad para aprender y la limitación por ambas partes, termina su exposición resumiendo su visión personal en dos tesis:

  1. «En la religión hay patologías altamente peligrosas que hacen necesario considerar la luz divina de la razón como una especie de órgano de control por el que la religión debe dejarse purificar y regular una y otra vez, cosa que ya pensaban los Padres de la Iglesia».
    ━Pero, también, hay «patologías de la razón» como ha expuesto sobre la arrogancia de la ciencia no menos peligrosas. «Por eso también a la razón se le debe exigir a su vez que reconozca sus límites y que aprenda a escuchar a las grandes tradiciones religiosas de la humanidad». Si se emancipa totalmente, si renuncia a aprender, se vuelve destructiva.
    ━Por ello, nos dice: «Yo hablaría de una correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a parificarse y regularse recíprocamente, que se necesitan mutuamente y deben reconocerlo».
    ━Considero que en este momento es adecuada la cita de Albert Einstein: «La ciencia sin la religión está coja; y la religión sin la ciencia, ciega».
     
  2. Dentro de una necesaria concreción, en un contexto intercultural, «los dos agentes principales en este correlación son la fe cristiana y la racionalidad occidental laica […] ambas caracterizan la situación mundial como ninguna otra fuerza cultural».
    Sin caer en un falso eurocentrismo ni en ninguna forma de arrogancia occidental la cultura occidental debe estar dispuesta a «escuchar y desarrollar una auténtica correlación también con esas (otras) culturas. Es importante darles voz en el intento de una auténtica correlación polifónica en la que se abran a la esencial relación complementaria de razón y fe, de modo que pueda crecer un proceso universal de purificación en el que al final puedan resplandecer de nuevo los valores y las normas que en cierto modo todos los hombres conocen e intuyen, y así pueda adquirir nueva fuerza efectiva entre los hombres lo que mantiene cohesionado el mundo».

Con estas dos tesis termina Ratzinger su exposición en el encuentro con Habermas, sobre la dialéctica de la secularización, encuentro que abre un luminoso camino para entender la lucha hegemónica en la sociedad postsecular, que afecta a la dignidad, integridad y libertad de las personas. Relacionar en un análisis comparativo ambas intervenciones sería muy fructífero para dilucidar el proceso civilizador de occidente, frente a las diversas culturas existentes. Personalmente, como cristiano, español y europeo, sigo creyendo, sin arrogancia eurocentrista, ni desprecio a ninguna cultura, que la luz de la Civilización viene de Europa y sigue siendo su misión universal. Es tarea que Dios mediante afrontaremos en otra ocasión.