ARGUMENTOS

Los efectos colaterales de la pandemia.

El modelo individualista ha salido bastante mal parado de esta crisis. Hay quien pensaba que la felicidad estaba en uno mismo, en las experiencias rápidas, en el mirarse al ombligo. La soledad nos ha mostrado que somos más vulnerables, que ni el Estado, ni la Ciencia, ni el consumismo hedonista han funcionado.


Artículo publicado en el núm. 145 de Cuadernos de Encuentro, de verano de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP (un envío semanal).

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Los efectos colaterales de la pandemia.

Los efectos colaterales de la pandemia: secuelas y enseñanzas.


No es tarea fácil mostrar, desde mi perspectiva, cuáles son y serán las repercusiones de la pandemia en la humanidad, en nuestra patria, en nuestras vidas. Reflexionar sobre qué heridas dejará en nuestra cosmovisión como ejes de la creación y reyes-emperadores de nuestro mundo; qué enseñanzas extraer de esta tragedia y qué pedagogía aplicar en nuestras vidas. Un magisterio en negativo de lo que se ha hecho mal y hay que corregir y un aprendizaje de lo positivo, que lo ha habido y más de lo que en principio podríamos pensar. Porque, sin duda, esta situación que vivimos dejará secuelas que irán acordes con nuestra vivencia personal y como sociedad de todo lo acaecido y, en buena medida, de las reflexiones que hayamos hecho individual y colectivamente.

El primer efecto al que podemos referirnos está en el ámbito de las creencias, de la fe: esta larga y dura experiencia ¿mermará o acrecentará la fe de los creyentes? No dudo que tiene que servir para reforzar la certeza de que estamos en manos de Dios, de que somos frágiles y vulnerables y de que somos libres y en esa misma libertad está nuestra fragilidad ante circunstancias imprevisibles e incontrolables por nosotros.

Las circunstancias vividas han sido un tiro en la línea de flotación de la soberbia en la que estaba instalada nuestra sociedad y, dentro de ella, nuestra ciencia. Como ya hemos comentado en anteriores ocasiones estábamos empezando a creer, ya con una firmeza preocupante, en el progreso ilimitado y en la posibilidad de controlar demasiados procesos biológicos. Y, cuando nos estábamos instalando en una supuesta invulnerabilidad, viene este «bichito», cual plaga bíblica, a poner en su sitio a la sociedad ensoberbecida, a los científicos y a los gurús y creadores del pensamiento posmoderno.

No ha sido el cambio calentamiento enfriamiento climático, o yo que sé de exageraciones; no ha sido la pacha mama la que se ha enfadado ante nuestras reales y tan exageradamente amplificadas agresiones y el reiterado intento de culpabilizar al hombre como único y punible actor de su, según dicen interesadamente, futuro apocalíptico. No, no ha sido eso: lo que nos ha puesto en jaque no ha sido fruto de ese mesianismo social ecologista ⎼ maltusiano ⎼ autoflagelado; ha sido un VIRUS que, oh, asombro!, ninguno de esos videntes contemplaban en su elegía apocalíptica  y del cual no podemos culpabilizar a la parte de la sociedad que nos interesa demonizar.

Y, oh, cielos!, de nuevo no hemos sido capaces de controlarlo inicialmente y ha desconcertado y humillado a los grandes conducators de la globalización. De repente nos hemos enfrentado a algo de lo que no podemos echar la culpa a nadie, por más que algunos se hayan empeñado, sino a la propia biología y a la vulnerabilidad del ser humano ante la enfermedad causada por agentes biológicos frente a los que no existen barreras naturales ni ofrecidas por la medicina para defendernos.

De aquí saldrían las primeras enseñanzas extensibles a todos los procesos relacionados con la naturaleza física del hombre: saber que estamos en manos de Dios, que la biología tiene sus reglas, influidas pero no determinadas por el devenir humano y que somos y seguiremos siendo vulnerables, mal que nos pese.

De la mano de esto y como secuela reconfortante, se está produciendo un enorme –y resalto mucho lo de enorme– avance desde el punto de vista biomédico: el desarrollo de las vacunas frente al coronavirus. Siempre se ha dicho que las guerras, aun con sus secuelas de muerte y destrucción, han sido el escenario fundamental para gran cantidad de avances positivos para el género humano. Pues bien, esta guerra, esta maldita epidemia, está siendo, después del reconocimiento de nuestra fragilidad, el caldo de cultivo de un avance que puede ser decisivo para el futuro de la humanidad.

La implementación de la tecnología del desarrollo de las vacunas de ARN mensajero sin duda va a suponer un antes y un después en el tratamiento de un gran número de enfermedades, fundamentalmente en el ámbito de la oncología y de las enfermedades neurodegenerativas. El salto adelante es inmenso y el futuro es esperanzador.

Ha tenido que ser la urgencia, la angustia y las prisas por desarrollar una vacuna eficaz, las que han impulsado a los investigadores, que ya estaban trabajando en esta apuesta terapéutica, a acoplarla al desarrollo de la vacuna, comprobar su viabilidad y ratificar su eficacia. En otras palabras, la tecnología del ARN mensajero, tan absurda e incultamente manipulada por los negacionistas, es, una vez superada la humillación, la gran contribución de la ciencia y de la misma epidemia al futuro de la humanidad.

Es en nuestra vida cotidiana, en el diario, en las relaciones humanas y en nuestra relación con el entorno social y familiar donde esta pandemia más nos ha afectado. El aislamiento, la falta de interacción social y familiar nos está pasando factura a todos y sus secuelas permanecerán en el futuro. El miedo y la incertidumbre hacen estragos, no solo en nuestra autoestima, sino también en nuestro posicionamiento en los entornos familiares, sociales y laborales. Todos, de una manera u otra, sufrimos mentalmente por la pandemia.

Convendría escucharnos unos a otros desde esta premisa, comprender nuestras razones y la de los demás, empatizar con el sufrimiento desde distintas perspectivas. No todos estamos dotados de la misma capacidad para el estoicismo ni tenemos las mismas necesidades. Aquello que constituye un bien o una actividad esencial para unos no lo es para otros.

El confinamiento primero y el aislamiento preventivo y precautorio que todos hemos seguido y que ha sido recomendado por las autoridades, nos ha hecho ver y padecer estas realidades. El teletrabajo, en el ámbito laboral, ha realzado nuestras contradicciones, nuestros desvelos y nuestras carencias al adoptar este sistema antinatural de vida.

Porque el miedo atenaza, el miedo humilla, el miedo destruye. Y muchas personas no han sabido o no han podido, por su estructura psicológica, sustraerse del miedo y transformarlo en cautela y prevención y les ha minado, alterando su percepción de lo que les rodea y de sus relaciones sociales y con el entorno. La tasa de síndromes depresivos y trastornos obsesivo compulsivos, además de otras alteraciones mentales, se ha disparado y en muchos casos están siendo mal tratados o incluso no tratados, con la repercusión que esto tiene en la salud individual y social.

Estamos asistiendo a un aumento de la tasa de suicidios, ya contrastada, con lo que eso supone como termómetro de la salud mental de una sociedad. Abandonos, separaciones y divorcios y malos tratos han aumentado, con lo que esto significa de índice de conflictividad social. Según estudios rigurosos un 25% de la población española ha sentido mucho miedo a morir debido al SARS-CoV-2, un 75% ha estado muy preocupado por la posibilidad del contagio de un ser querido y el 35% ha llorado por culpa de la pandemia. En medio de esta incertidumbre, de esta angustia y del llanto, la alegría de vivir ha abandonado a muchos, nos hemos alejado de los demás, se ha deshumanizado la sociedad por terror a morir del virus.

Han sido las sociedades en las que la vida está más volcada en la vida social, aquéllas en las que la vida está en la calle y en las relaciones sociales, como la nuestra, la cultura católico-mediterránea, las que más han sufrido en estas circunstancias y las que más han padecido estos efectos. Pero, al mismo tiempo, son las mejor dotadas para la regeneración, para hacer de la necesidad virtud y sobreponerse a las consecuencias del aislamiento y del miedo. Su capacidad para volver a poner en marcha las redes de relaciones sociales, de superar la soledad y de ver la luz de la vida, es mayor que otras dentro de la misma Europa y de culturas y religiones menos preparadas y empáticas.

Estas vivencias individuales se han trasladado a nuestra alma social y comunitaria y, por interpolación, han alcanzado el ámbito político. El uso por parte de las autoridades de las circunstancias de la pandemia y la utilización torticera de la enfermedad para la lucha partidista, ha superado lo razonable no solamente en nuestra patria; hemos visto esta misma actitud en otros lugares histórica y geográficamente próximos como arma de lucha política. Y esto debe producirnos una gran zozobra, pues ni siquiera una agresión a la naturaleza humana de estas dimensiones, ha ayudado a que la sensatez y el afán de servicio de muchos gobernantes salgan a la luz.

La gestión de la pandemia ha dejado muchos claroscuros con respecto al buen hacer de organismos y organizaciones supranacionales que en gran medida regulan en la sombra nuestras vidas y dejará con seguridad, como secuela, una gran desconfianza de la población sobre su estructura, gobernanza y, en algún sentido, utilidad. Si, como se ha puesto de manifiesto, no han sido lo competentes que se les suponía en la prevención y tratamiento de esta emergencia sanitaria, la ONU, la OMS y la Unión Europea verán comprometido su prestigio.

Esto debería llevar necesariamente, si queremos aprender de los fracasos, a que se haga un replanteamiento de su modus operandi y de su estructura de poder, tras la pérdida de autoridad que han sufrido. En el caso de la ONU y sus agencias especializadas, la creciente dependencia de las grandes potencias emergentes, que claramente utilizan a estas instituciones para ampliar su influencia económica e ideológica, ha distorsionado la respuesta. Con respecto a la Unión Europea, que cuenta con instituciones técnicas de indudable prestigio y buen hacer, como la Agencia Europea del Medicamento (EMA), ejemplo de rigor y eficacia, sus gestores políticos y la burocracia bruselense se han encargado de distorsionar y enfangar su labor.

La gestión de la movilidad, confinamientos nacionales y fronteras y el trámite de la compra y distribución de vacunas, está en el «debe» de la UE y tendría que llevar a un replanteamiento, como en tantas otras cosas, de su papel. Como secuela positiva, el papel de la EMAnos debe enorgullecer a los europeos, que podemos presumir de su nivel indiscutido e indiscutible frente a otras agencias reguladoras, más prestigiosas hasta hace muy poco tiempo, que han tenido que ir por detrás, en varias ocasiones, de la nuestra.

Internamente, aparte de la gestión del gobierno, que no es objeto de este escrito, lo que se ha puesto en evidencia en negativo es la estructura misma del Estado. El hecho de que la salud publica no sea una competencia de la Administración central ha tenido unas consecuencias tan funestas que, si no fuera ya de por sí un disparate, rondaría el calificativo de criminal. La gestión de la alerta pandémica, la toma de decisiones asistenciales con criterios distintos y a veces hasta contrapuestos, la desigual administración de las compras de material sanitario, la dispar gobernanza de las residencias de mayores y un largo etcétera, son el corolario de lo que la estructura autonómica del Estado nos ha deparado.

Como pequeño atenuante ante el deficiente manejo del Gobierno central algunas autonomías han podido enmendar sus errores en algunas materias y su gestión ha sido más exitosa en esas áreas concretas. Pero el disparate de trocear una emergencia sanitaria en función de intereses partidistas frente a un patógeno que no conoce de colores políticos y de peculiaridades regionales, no tiene perdón. La miopía de los gobernantes ha sido proverbial. En vez de llamar a la unión desde arriba y hacia abajo se ha potenciado la rencilla, el recelo y la desunión, cuando toda la inteligencia debería estar al servicio de combatir la enfermedad. Aún la gestión de la vacunación se está utilizando de manera partidista.

El Estado de las autonomías ha dejado patente su ineficacia en esta tragedia y en lo relacionado con la salud y la igualdad de acceso a los servicios públicos de todos los españoles. Se ha confundido la gestión descentralizada de los recursos y la toma de algunas decisiones de proximidad con la creación de 17 sistemas sanitarios distintos y con un afán de distinción que entorpece la eficacia y la eficiencia del sistema. La enseñanza positiva es que nuestro sistema sanitario, aun con estos palos puestos en sus ruedas, funciona muy bien y es de una calidad incuestionable.

Tenemos una sanidad, pública y privada, de un alto nivel, como corresponde a nuestro lugar en el mundo. Y unos profesionales competentes y bien adiestrados, con medios e instalaciones suficientes y modernas. Y tenemos el orgullo de haber construido el hospital especializado en urgencias sanitarias más moderno que está cumpliendo su cometido a la perfección y está siendo un referente mundial. Entre otros servicios, cuenta con la Unidad de Cuidados Intermedios Respiratorios (UCIR) más avanzada y con más camas del mundo. Este hospital nos lo dejará la pandemia y, fruto de la experiencia adquirida por sus profesionales, propiciará una asistencia de indudable calidad a las generaciones futuras.

Hay que señalar, en este estudio de las cicatrices que nos va a dejar esta situación, una crítica nada compasiva a las fuerzas sociales autodenominadas progresistas por su falta de empatía con los desfavorecidos por esta epidemia, por el abandono de la «gente» a la que dicen proteger y por el aprovechamiento de las circunstancias vividas para querer avanzar en su agenda de amoralidad y de destrucción de los principios básicos de la ley natural. 

Durante estos meses esas fuerzas han distraído el esfuerzo colectivo, que debería haber estado centrado en superar la crisis sanitaria y la crisis social por la masiva destrucción de empleo y brutal caída de la actividad económica y se han dedicado, entre otras cosas, a ahondar en los ataques a la unidad de la patria echándose permanentemente en manos de los separatistas y siguiendo sus dictados siniestros; se han dedicado a caldear la calle en apoyo de energúmenos provocadores, antisociales y blasfemos que en cualquier país civilizado merecerían estar en la cárcel; se han dedicado a ahondar en destructivos debates de ideología de género, en preparar leyes que espantan a las más radicales de las feministas históricas.

Y no han estado al lado de los más desfavorecidos, han pasado de puntillas sobre las colas del hambre y han tenido que ser las instituciones privadas y religiosas de apoyo social las que ayuden a los que se han quedado sin nada. Y lo que es peor, han tenido la vergüenza de promover y aprobar una vergonzosa ley de eutanasia. En definitiva, esas fuerzas progresistas se han dedicado a llevar a cabo la agenda posmoderna, el leninismo 4.0, en terminología del pensador anglosajón James Lindsay: la cultura de la ofensa y la cultura de la muerte. Y les tiene que pasar factura y parece que les empieza pasar. Ojalá que una secuela de la pandemia sea que nos «vacunemos» frente a estos desalmados de la ingeniería social.

Y retomando la dimensión más arraigada en el ser humano, la personal y con sentido social, si ha habido una institución representativa que con toda probabilidad va salir reforzada de esta epidemia y que ha mostrado su fortaleza durante su desarrollo, ésta es la familia. Unos grandes perjudicados por la covid-19 han sido los niños y adolescentes, que han visto truncadas muchas de sus actividades sociales de relación en edades en que el compartir vivencias en los ámbitos escolares y grupales tiene una enorme importancia en el desarrollo y la maduración de la persona. La preocupación de muchos padres por los cambios de humor y de carácter de los hijos les ha intranquilizado sobremanera y han asistido con desasosiego al aislamiento y la apatía en que ha sumido a muchos el confinamiento, con su  consecuente  limitación de las relaciones sociales y las actividades culturales y deportivas.

Estas circunstancias van a suponer un enlentecimiento en la maduración de muchos niños. Por su parte, los ancianos, los grandes afectados por la epidemia, han sufrido como pocos sus efectos. Una de las grandes lecciones que nos debe dejar la pandemia es la redefinición de la muerte en soledad. En la del hospital o en la de la residencia. Una cuestión que merecerá una profunda reflexión es el hecho de que las personas mueran solas, sin sus seres queridos. Estas muertes en soledad son una de las tragedias que ha provocado mayor desconcierto, tanto en las familias como en los profesionales de la salud. Hay que buscar soluciones en el sistema sanitario y en el sistema de protección social. Fallecer en soledad no es una opción, tenemos que preparar el sistema para que esto no ocurra.

Pues bien, ancianos y niños nos han demostrado la importancia de la familia y el papel tan fundamental que ha jugado ésta en medio de la tragedia y el papel de futuro que tiene asignada para superar las cicatrices de tan temible circunstancia. Los estudios del antropólogo A. del Campo, profesor de la Universidad de Sevilla, sintetizan y analizan con enorme clarividencia este papel: el modelo individualista ha salido bastante mal parado de esta crisis. Hay quien pensaba que la felicidad estaba en uno mismo, en las experiencias rápidas, en el mirarse al ombligo. La soledad nos ha mostrado que somos más vulnerables, que ni el Estado, ni la Ciencia, ni el consumismo hedonista han funcionado. Ahora se comprende por qué existen las familias en todas las culturas. No hay ninguna que hegemónicamente sea de individuos solos porque el ser humano necesita unidades empáticas muy cercanas, que estén ahí, pase lo que pase. Nada es nuevo: en circunstancias de crisis, las redes de solidaridad familiar son esenciales.

La familia, como entidad natural de protección y convivencia, se ha encargado con éxito de que esos niños y adolescentes no hayan perdido la posibilidad de abrazarse y besarse, de acercarse y de mostrarse cariño y comprensión. Muchos que no los valoraban han descubierto esos «modelos tradicionales de relación». Y qué decir de los mayores, acogedores y protectores del resto de los miembros de la familia en otro tipo de crisis. Se han visto arropados, queridos y cuidados hasta el extremo por los suyos ante su extrema vulnerabilidad. La familia amplia, la familia grande, la familia protectora, amorosa, fuerte y útil, ha sido el gran ejemplo, sustento y consuelo de todos. Seguro que futuras epidemias se afrontaran mejor si la familia es fuerte.

La pandemia dejará huellas, es evidente, pero cicatrizarán más rápidamente y mejor si ponemos en marcha estos resortes de que disponemos en nuestra sociedad.