Lágrimas del mundo

14/FEB.- Estos últimos días hemos visto caer lágrimas por no pocos rostros de todo el mundo. Y el dolor reflejado en miles de caras. Y el desconcierto en infinidad de seres...


​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 721 (14/FEB/2023), continuadora de Desde la Puerta del Sol. Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.​

Estos últimos días hemos visto caer lágrimas por no pocos rostros de todo el mundo. Y el dolor reflejado en miles de caras. Y el desconcierto en infinidad de seres. Y la perplejidad en millones de fisonomías que no comprendían cómo podía llegar el desastre en un momento, sin darse cuenta, quedándose sin vivienda más de doce millones de personas en un santiamén, y, sin poderlo comprender, darse cuenta de que toda su familia está debajo de unos escombros. Al tiempo que es doloroso ver aparece una mano por un rincón pidiendo la vida, o una cara sin expresión asomándose entre guijarros, o un padre al que ponen en los brazos a sus hijos, vivos o muertos, o cómo es llevado a los servicios sanitarios un recién nacido bajo toneladas de hormigón, o cómo se juegan la vida los empeñados en salvar a sus semejantes aunque fueran de otros credos, de otra religión, incluso a enemigos de guerra hasta hacía unos días...

No es fácil que lo comprendamos. Y menos si seguimos cómodamente en casa. No es sencillo saber qué hacer, aunque puede ser espontáneo. Lo más factible en esos momentos para un cristiano es ponerse a rezar como única posibilidad de echar una mano por toda la gente que está enterrada, viva o muerta. Pedir al Señor que los tenga en cuenta. Que salve los más posibles, si no hay otra solución, que reciba en el Reino a los que andaban equivocados, pues esa muerte inesperada merece tenerla en consideración. Sin pensar en el credo que tenían, sin valorar la religión que siguieran.

Y nosotros, aquí, lejos del problema, tener en cuenta, durante la oración, que quizá nos estamos ganando cada día estas plagas que nos caen periódicamente. Aquí una lluvia torrencial que arrasa campos y desmorona montañas; allí un alud inesperado; en otro lugar un vendaval donde el tornado asola poblaciones; en lugares concretos e inesperados, la actuación de placas tectónicas que destrozan enormes superficies en los que se pierden ciudades y miles de personas; o despiertan inesperadamente volcanes que amenazan y destrozan la vida de los lugares por los que discurren los ríos de lava; o se origina el cambio inesperado del ritmo de la acción térmica sobre la tierra;...

Mientras esos acontecimientos se van produciendo, nosotros, los hombres, llenos de soberbia, creyendo que estamos henchidos de la capacidad de poder con todos los acontecimientos que tienen lugar en este lecho que, Señor, nos has dejado para que nazcamos y nos ganemos la vida eterna.

Y pasmados de esa soberbia, y considerándonos los dueños de esta tierra que nos has prestado por un poco de tiempo, nos empeñamos en cambiar las normas que han de regir nuestra vida. Y llega un momento en el que consideramos que somos dueños absolutos de esa vida y la dilapidamos absurdamente, y, como no nos conformamos con ello, también atentamos la vida de los demás hasta el punto de destruirla antes de que pueda llegar a nacer, matándola en el seno de la madre. Y por ello, que deberíamos notar las lágrimas caer por nuestro rostro, no lloramos como estos días al ver los desastres y las muertes en Turquía y Siria. Matamos a esos seres ansiosos de vida en todas las partes del mundo. Llegamos a casi 100.000 al año en España, y del orden de 25 millones en el conjunto de países. Y si cortamos la vida antes de nacer, también decidimos cuándo ha de dejarla un ser, y, mediante la eutanasia, cortamos su existencia sin esperar llegue el momento previsto por el Dios que nos creó.

El mundo en el que vivimos está lleno de cínicos, de soberbios, de endiosados por los que no resbala una lágrima cuando mueren millones de seres por decisión de sus congéneres; aunque luego, cuando recibimos el castigo de la naturaleza, no lo admitimos y echamos la culpa al Dios creador por no haberlos salvado.




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