Epítetos y descalificaciones

Esas palabras tienen la misión de amedrentar al adversario, de hacer inútiles sus argumentos, de anularlo ante la concurrencia.


​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 766 (27/JUN/2023), continuadora de Desde la Puerta del Sol. Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.​

Epítetos y descalificaciones

Tengo un gran amigo que, cuando en el curso de un debate es tildado con algún epíteto o descalificación de las que acostumbra a usar el Sistema hacia los que se apartan de sus dicterios, utiliza una frase proverbial: «¡Mientras no me llames lo que eres tú…!», ante cuya respuesta el rabioso oponente, nada dialogante por definición, no sabe qué responder.

Todos sabemos que está al orden del día el empleo de esas palabras-policía, muchas veces más eficaces que la GPU y la Gestapo juntas; esas palabras tienen la misión de amedrentar al adversario, de hacer inútiles sus argumentos, de anularlo ante la concurrencia; ese adversario calificado de esta forma suele ser el que no comulga con los dogmas impuestos: así, son de abundante empleo los términos reaccionario, conservador, fascista, franquista, ultraderechista…, con todas las variantes posibles, y del mismo modo las que se derivan de la múltiples fobias que la corrección política ha inventado o inventa cada día. Basta con ser tildado de esas maneras para que cese la racionalidad y el diálogo como base de la convivencia. Un ejemplo, nada ingenioso por otra parte, es el de la ocurrencia del presidente Sánchez para atemorizar a sus posibles detractores –de fuera y de dentro– con la acusación de «la extrema derecha y la derecha extrema», que ya ha quedado como eslogan facilón para realzar los muchos méritos contraídos en su gestión.

Pues bien, en el editorial de La Vanguardia del sábado 24 de junio, su director, el señor Jordi Juan, me ha dejado en la terrible duda de si, definitivamente, un servidor queda encuadrado en la extrema derecha (obsérvese, por otra parte, que nunca se emplea el término extrema izquierda para calificar el otro polo político).

En el mencionado editorial, el señor Juan se escandaliza de que «un partido como VOX se permita colgar en una céntrica calle de Madrid una lona donde se propone tirar a la basura los símbolos del feminismo, del comunismo, de la Agenda 2030, de la comunidad LGTBI o del independentismo», y termina con la tremenda frase de que «quien vota a Vox sabe perfectamente lo que está votando. Y no le demos más vueltas». Curiosamente, encierra un cumplido para este partido y sus votantes, pues, a diferencia de muchos, se trataría de un voto consciente; pero es evidente que no es esta su intención… Lo dijo Blas y punto redondo.

Resulta que uno, que no tenía el voto decidido, discrepa en profundidad de las tesis del feminismo (del radical, pues el otro me parece bien), del comunismo (por supuesto), de la Agenda 2030 y su letra menuda, de la confusa amalgama LGTBI y, por encima de todo, del separatismo identitario (llamemos a las cosas por su nombre). Los motivos proceden de mis conocimientos políticos –que no son muchos, pero, decía alguien, los uso– y de mis creencias, ideas y valores; entiendo que la actual controversia –llamada combate cultural– va mucho más allá de la política concreta, para adentrarse en los ámbitos de la ética y de la antropología. De esta forma, soy incluido, velis nolis, en ese confuso magma de la extrema derecha, cuando estaba convencido de que mis posiciones no eran tales.

De entrada, me sigue resultando anacrónico y falso la esquizofrenia entre derecha e izquierda, pues, siguiendo a Ortega, entiendo que son formas de hemiplejía moral; igual que sus posibles extremas, que no son más que apéndices de esta vetusta clasificación. Considero que es inseparable la valoración de lo histórico, lo cultural y lo espiritual de la imperiosa necesidad de buscar caminos para una sociedad más justa y más libre, y, de paso, para autentificar la democracia, que tal mal parada la está dejando la partitocracia al uso.

Estos días he estado en Madrid, pero no he visto la pancarta o lona que dice el señor Juan; por el contrario, he asistido a unas jornadas de diálogo e inteligencia donde dialogaban personas de izquierda o de derecha (por seguir con los tópicos), y se hablaba de España, de su unidad, de los valores de la convivencia, de la historia y de la Transición; y nadie era tildado con palabras-policía por sus opiniones.

El gran maestro de periodistas que era Enrique de Aguinaga decía que La Vanguardia era un gran periódico, aunque discrepase de su línea; mejor dicho, de sus líneas, históricamente tan cambiantes (franquista, dinástico-juanista, juancarlista…), actualmente, proclive a las veleidades de la oligarquía catalanista, que es, en el fondo, la que especula con la sentimentalidad del pueblo catalán, promocionando el identitarismo nacionalista; claro que se puede disculpar por las generosas dádivas que recibe de las haciendas autonómicas, que le permiten, por ejemplo, regalar sus ejemplares en catalán por las universidades.

También decía el recordado Aguinaga que el crucigrama de Fortuny que incluye en sus páginas era el mejor de España, y en ese punto coincido plenamente con él. En consecuencia, seguiré siendo un fiel seguidor de Fortuny y de su crucigrama, pero no así de la línea del periódico y, mucho menos, de la opinión de su director que, en el editorial firmado, me ha incluido graciosamente en esa corriente difusa de la extrema derecha.




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