Apuesta por una nueva lira

5/ENE.- No en un españolismo vacuo, sino en una españolidad fecunda; conciliando los sensibles sones de las gaitas –arrebatándolas de la bocas y fuelles de los disgregadores– con la precisión y la exactitud de las armoniosas notas de una nueva lira, capaz de llevar a cabo la tarea de renacionalizar a España y hacerla visibles a todos sus hijos.
Apuesta por una nueva lira

Apuesta por una nueva lira

Aparentemente, es ensordecedor el alboroto que forman los silbidos de llamada a la disgregación que lanzan a diario los genios que se esconden bajo los hongos de cada aldea.

Así, da la impresión postiza de que muy pocos españoles son conscientes de serlo, y que solo una exigua minoría es capaz de pensar en España como en un todo indivisible, producto del esfuerzo de muchas generaciones que nos han precedido.

Esa impresión nos invita no solo a conllevar los problemas de una Cataluña insumisa en sus dirigentes y en masas alucinadas, ni de un País Vasco basatunizado al máximo, con largos tentáculos y ramificaciones sobre la Navarra antaño españolísima, sino que, nos quiere impulsar hacia la tolerancia ante la pandemia del virus del localismo que ha infeccionado, con mayor o menos gravedad, otros territorios de los que no se podía suponer, hace poco tiempo, desafecciones con su vecinos o con el conjunto.

Claro que hay algo de cierto en todo ello: son bastantes los que ahora compiten por reivindicar la Aldea, en tono desabrido y desafiante: León frente a Castilla, y viceversa; El Bierzo renegando de su leonesismo; Andalucía embebida en la herencia venenosa de Blas Infante, como un Sabino Arana meridional…

Mucho de ello es folclore vulgar y moda, aunque sus expresiones sean aberrantes.

Desde Barcelona, con muchas de sus calles recién asfaltadas para borrar la huella de los incendios de hace pocas semanas, he tenido la triste oportunidad de ver que, en el balcón de una casa regional andaluza, ondeaban la espuria estelada –quien paga manda–, una ikurriña y una blanquiverde; de otras casas regionales se han eliminado, como por ensalmo, sus enseñas regionales y la nacional; ¿son todos sus socios los que han renegado de sus orígenes y del común denominador de lo español o acaso sus directivas están más atentas a no perder subvenciones y a sumarse a la corriente?

Sigo sosteniendo que debemos este cúmulo de despropósitos –más o menos virulentos– al desdichado invento del Estado de las Autonomías, o, por lo menos, al modo en que ha sido implantado y tratado por los diferentes gobiernos de la II Restauración, régimen que, por cierto, está a punto de ser objeto de parricidio flagrante por parte de sus propios hijos.

Pero sigo sosteniendo que este estado de cosas pertenece a la España oficial, no a la España real, la del ciudadano de a pie que se preocupa por un puesto de trabajo, por una familia y por una vivienda, pero que no ha perdido en absoluto la conciencia del ser español.

Si hacemos memoria o acudimos a las hemerotecas, podremos comprobar que, en los albores constitucionalistas del 78, numerosas voces de españoles inteligentes se elevaron para avisar del riesgo que suponía insuflar oxígeno, con el soplillo de la nueva democracia, a las cenizas de esa especie de cantonalismo que parece incrustado en el subconsciente colectivo de algunos sectores; se les acusó entonces de catastrofismo, pero el tiempo ha demostrado sus razones, del mismo modo que la necedad de las comadronas del invento.

No toca, pues, desesperarse ni enrocarse en posiciones fatalistas; ni hace falta que acudamos al tópico del pelotón espengleriano como única salvaguarda de la unidad nacional.

Seguro que, en cada Aldea, incluso en aquellas cuyos hongos albergan más duendes disgregadores, hay españoles, la mayoría jóvenes no maleados, que reafirman y se reafirman a sí mismo, con palabras y acciones, en la españolidad; que sostienen que España preexiste en la historia a sus demarcaciones, históricas o artificiales, y que terminará prevaleciendo la cordura –eso que en Cataluña llamamos seny– frente a la embriaguez pasajera de la dispersión y a sus resacas.

Confío plenamente en ese sector, sobre todo en el juvenil, acaso sin orientación ideológica previa, que es y será capaz de definirse, no en un españolismo vacuo, sino en una españolidad fecunda; porque, en su clarividencia, sabrá conciliar los sensibles sones de las gaitas –arrebatándolas de la bocas y fuelles de los disgregadores– con la precisión y la exactitud de las armoniosas notas de una nueva lira, capaz de llevar a cabo la tarea de renacionalizar a España y hacerla visibles a todos sus hijos.

El nuevo año que ha empezado será decisivo en esta tarea que incumbe a todos; no puede nadie considerarse al margen de lo que constituye una verdadera pedagogía social en favor de una España unida y del relegamiento a sus cubículos subterráneos de los enanos que tienen como única sensibilidad la que persigue fraccionar y dividir a los españoles en función de la Aldea en la que han nacido.


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