La puñetera condición episcopal del voto

16/02.- El voto. En sus raíces más secretas late la idea de que con él en la mano se puede determinar qué hacer en ciertos casos, dando por sentado que la solución se resolverá con solo dos palabras, un Sí o un No.

​Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol, núm 418, de 16 de febrero de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa.​

La puñetera condición episcopal del voto

Ser o no ser..., dijo el inglés. Vivir en la Verdad o vivir en la Mentira, decimos nosotros. Porque he aquí la cuestión. O se palpita bajo criterios asumidos por la verdad de las cosas o se deja para mañana, so prurito de que el devenir basta para marcar las pautas de comportamiento. En esta ocasión propongo un ejercicio de ciencia-ficción consistente en abstraer del pensamiento cualquier clase de prejuicio y situarse en medio de un llano, donde antes había arboleda, y observar de ayuso arriba, con todo detalle, el monumento que los hombres levantaron sobre un bloque de granito hace casi tres mil años. Se trata de una piedra en cuya cima colocaron no una cosa sino un concepto. Es el voto. En sus raíces más secretas late la idea de que con él en la mano se puede determinar qué hacer en ciertos casos, dando por sentado que la solución se resolverá con solo dos palabras, un Sí o un No.

En un principio esta operación se hacía levantando un dedo, o el brazo, luego a voz en grito en los espacios cerrados; más tarde se introdujeron piedras en un saco, blancas o negras, y a esto se le llamó insacular. Hubo período en la historia en que esta práctica pasó a la reserva, quiero decir se olvidó, y los asuntos se dirimieron en la mente de una persona sola, y así se supo que era su santa voluntad lo dictado, que equivalía a ejercer la tiranía. Nosotros lo llamamos dictadura. Cuando se descubrió que el papel ahorraba mucho trabajo, se utilizó a menudo y hoy, cuando ya estamos en la época teledirigida, contamos con el voto telemático, a distancia, rogado, presencial y otras cuantas zarandajas por el estilo. En todos los casos prevalece la afirmación o negación de algo, o quedarse con la boca cerrada, que es una manera de no buscarse conflictos.

Con este procedimiento los griegos de la Grecia antigua inauguraron un sistema que dieron en llamar democracia, o sea gobierno del pueblo en las cosas del Estado, invento lleno de lagunas pero que para un pueblo metido en cintura, donde por cada ciudadano libre contaban diez esclavos, o servidores, fue bien, quiero decir aceptable. El paso del tiempo complicaría mucho el trasiego de la voluntad de cada persona (durante muchos siglos hombres solos) a la de un pueblo, pero esto lo resolvió una figura del siglo XVIII, introduciendo la modalidad del sacrificio soportado por el individuo en beneficio de la comunidad, puesto que, según él, todos los hombres (y mujeres) nacían buenos por naturaleza. La idea hizo fortuna y la democracia adquirió tintes nuevos, que son los que, con retoques, prevalecen en las sociedades, sobre todo las occidentales.

Este farragoso exordio parece no tener mucho que ver con lo anunciado más arriba, pero si tienen la bondad de seguir leyendo descubrirán que el voto, el discutido voto del señor Cayo, que quiso elevar a categoría don Miguel Delibes, encerraba algo más proteínico que la adscripción o repulsa de unas propuestas políticas; que guardaba en su interior el endemoniado asunto de saber si aquello que se le ofrecía era Verdad o era Mentira. De nada le valía al buen rústico la panorámica de felicidad que la nueva sociedad le auguraba, pues él conocía la profunda raíz de los campos, el crecimiento de las espigas y la dureza de los surcos, y de eso no le hablaba nadie. Porque en sus entendederas gravitaba la idea de que en un simple sí o un oscuro no podía hallarse algo tan sutil como la Verdad de las cosas, de la vida, del ser que le hacía vibrar.

Dejemos de lado la manoseada charada de si por un voto se puede decidir si existe Dios o no, que ya fue rebatida en tiempos, pero sin llegar a tan pueril ejemplo, pensemos que la falsedad no está en el voto sino en los mecanismos creados en su entorno por los políticos, que lo contaminan. Por ejemplo, ¿dónde se deciden, quiénes los plantean, qué pintan las mayorías o las minorías? Para responder a estas preguntas bastará mirar alrededor, donde la familia que detenta los poderes está organizando un sarao que sabe Dios qué resultados tendrá. Lo que sí saben es moverse como casta ante la puñetera condición del voto, como se advierte en sus últimas iniciativas, eutanasia incluida. Ya cuidarán sus postulados, pues ¿qué pasaría si plantearan a la población si prefiere la democracia para vivir o, tal vez, elegiría la dictadura? Un solo de más diría... ¿la Verdad? Esta es la cuestión: darle al voto la facultad de establecer que en él reside el ser auténtico de las cosas. Porque el voto es episcopal, pero no tanto.