El billar francés

8/09.- Medio adormilado y pensativo, volví los ojos a la mesa verdecida donde un artista hacía posible la carambola de la vida, la única que me supo a gloria.

Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 496, de 7 de septiembre de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP.​

El billar francés

Deliberadamente no he dedicado ni un solo artículo a Afganistán; sospechaba que sobraban en esta revista plumas más acreditadas que la mía que se ocuparían del caso. Como así ha sido. Por eso hoy, cuando ya se ha acabado el plazo, me apetece hablar de un juego, el billar francés. Que ignoro por qué lo llaman así, cuando nuestros vecinos del norte ni siquiera lo inventaron.

Me fascina ver al jugador (ahora habría que especificar, o jugadora) armado con un palo, con los sentidos puestos en una bola, a la cual transmite su fuerza para que esta, a su vez, la transfiera a dos que esperan impacientes. Es maravilloso observar que cuando esos impulsos son convertidos en energía comienzan su breve pero geométrico itinerario sobre un tapete, hasta que la inercia las detenga. No puedo evitar ver en esta imagen la poesía de la vida. Pienso que es la expresión exacta del poder que delega en otros toda la fuerza que le ha sido dada, para que el mundo no se detenga. Si me apuran, es un misterio. Nada más.

En cambio, ¡que diferente el billar americano! Que tampoco lo inventaron ellos, pues hay que saber que los Estados Unidos de América no son América, faltaría más. Pues decía que este billar es la antítesis del francés. En cierto modo lo es del billar mismo. También en él los jugadores se dotan de un palo y con él empujan una bola, la cual va dirigida a otra que, según el reglamento, ha de rodar hasta caer en la tronera que la aniquile, la haga desaparecer, la hunda en el precipicio de la muerte. ¡Qué diferencia, Dios mío! Pero existe una maquinaria mediática, generalmente televisiva, que ha infestado el planeta de mesas forradas para que las bolas coloreadas, o numeradas, según determinen los alcaides de esos campos de exterminio, propaguen este pernicioso juego que, se quiera o no, es una muestra más de esa cultura maldita que llaman de la muerte. Un lacayo con cara seria, enguantado y silencioso, adiestrado para el caso, apenas ve en el abismo las bolas señaladas, se apresura a colocar sobre el tapete otro triángulo de condenados, cercados por una brida, que los siguientes jugadores condenarán a su aniquilación. No parece que este juego haga furor, pero sé de buena fuente que se apilan detrás de sus pistoleros unas firmas con posibles, que lo mantienen para el consumo de los corderos de este mundo.

Pero no es el único juego con bolas que contemplo. He soñado con otro que consiste también en un triángulo perverso, el cual otro servidor extraño colocaba al extremo de una calle, por ejemplo, la principal avenida de Kabul. Eran los bolos unas mujeres vestidas de negro, enhiestas y tapadas hasta los ojos en su cárcel de tela, que aprestadas en el ruin polígono de una calle larga esperaban la bola con agujeros que un tirador (aquí no debo decir tiradora) empujaba por la ancha avenida, con tan buena puntería que al llegar al fondo hacía saltar por los aires a la abracadabrante reunión de la partida. Era también un juego asesino, que los jugadores de barbas hirsutas y asquerosas, con los fusiles al hombro celebraban ruidosamente yéndose después a los coches de choque, en una primera instancia, y después a hacer músculos al palacio presidencial, previamente tomado por las armas y la revolución. No parece que me equivocase; era también un juego de muerte, de desolación y de llanto. Y cuando más imágenes se presentaban en mi imaginación, desperté. Entonces me pregunté:

¿Qué diferencia hay entre la gente que practica estos deportes, ya sea a uno y otro lado del océano? ¿Qué podían decir aquellos que sin más razón que la propia voluntad empujaban sus bolas a los abismos y los otros, criminales de las montañas asiáticas, que se apostaban en la vía para lapidar a sus hembras?

Ninguna. Eran iguales. Claro que, en un estudio programado, con moderadores y todo, hallaríamos diferencias importantes; claro que los chicos de allende los mares son distintos de los montaraces de los desiertos, pero en el fondo, ¿qué los distingue? Tal vez la demoledora capacidad para destruirse a sí mismos, tal vez una embriagadora noche de brujas, nacida de unas elecciones dudosas o de unas conquistas denostadas.

En cualquier caso, medio adormilado y pensativo, volví los ojos a la mesa verdecida donde un artista hacía posible la carambola de la vida, la única que me supo a gloria.

He decidido jugar partidas honorables. También he decidido no escribir sobre Afganistán. He decidido tantas cosas que bueno será que esta noche agarre el sueño de un tirón.

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