Cultura del bienestar

10/MAY.- Se han sucedido los años y todavía sigo preguntándome qué es eso del bienestar.

​Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 622, de 9 de mayo de 2022. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

Cultura del bienestar
A los años sesenta del siglo pasado se ha convenido en llamar prodigiosos. Entonces yo era un jovencito con mi mochila a cuestas, mi pandilla, mis guateques y mis paseos por el parque y la calle de Larios, claro es en busca de emociones nuevas y todo eso. Puedo recordar que no fueron malos tiempos. Abrirse a la vida, la que siempre nos espera, es plato de gusto que devoramos con placer. Fue en ese ambiente sureño, brisado por las olas, donde por primera vez, creo, mis sentidos comenzaron a recibir emociones ilusionantes. Sobre todo, nuevas. Sonaban a mi alrededor las palabras como penetradas de tonos desconocidos, que asumía feliz, de la misma manera que las raciones de pescado frito que me llegaban ensartadas en cañas preparadas. Fueron mis primeras experiencias, es la verdad, pero entonces no me daba cuenta. Mi cultura no llegaba a tanto.

Pero poco a poco en el alambique de mi pensamiento fue destilando el torrente recibido y así, con el paso de los años, medité sobre las extrañas nociones que me rodeaban. Eran como frases cortas, recetas, consignas y en todo caso nacidas de una nada que llevaba tiempo dominada por fuerzas ocultas, aunque muy efectivas. «El precio de la libertad», «La religión es cosa íntima y personal», «El trabajo es la lotería de los ricos», «La verdadera cultura es la del bienestar» y otras cuantas del mismo estilo. El revoltijo era impresionante, capaz de enloquecerme. Hasta que caí en la cuenta de que aquel caudal aparentemente tan lozano contenía residuos radiactivos. Fue entonces cuando comprendí que las aguas sucias estaban invadiendo España. Ya se habían cumplido quince o veinte años desde el final de la Segunda Guerra y en el mundo se hablaba de guerra fría, gelidez que, por decirlo sin tapujos, entre nosotros apenas se notaba. Pero el «nuevo lenguaje» estaba ahí y, tras él, la colectiva pretensión de unas fuerzas que si no se llamaban de izquierda actuaban como tales. Nos lo decían en la Facultad, incluso venidos de fuera, como un cantor de Cúcuta, que despotricaba contra las imperiales ínfulas suramericanas. En fin, que mientras tanto las ideologizadas vanguardias operaban por su cuenta en un país aún sin cicatrizar de sus heridas, las derechas, quiero decir las derechas de entonces, con sus planes para avanzar en paz, que quería decir traer el bienestar a todos los españoles, promovían las juergas y las verbenas cantando el «Dónde vas con mantón de Manila». Lamento decirlo, pero a mí se me había quedado aquello de la cultura del bienestar. Qué le voy a hacer.

Y se han sucedido los años y todavía sigo preguntándome qué es eso del bienestar. ¿Lo que tenemos? Si se trata de darle heno a un animal acéfalo para que siga viviendo sin más emblema que entretener un Estado de miseria, donde los únicos que viven bien son los que están enganchados al carro político y social, hemos equivocado el camino. Hemos construido un carro con llantas de hierro que solo avanza cuando los partidos de turno empujan en la dirección que más les conviene. Lo mismo que hacen oídos sordos a una sociedad pasmada, y atribulada, que clama como san Juan en un desierto lejano. ¿Es este el Estado de bienestar que se nos ofrece, la mayor parte de las veces sobre una mesa con tablero de ébano, para que los papeles pasen de mano en mano sin el menor obstáculo? ¡Pero el Estado ese tan bien urdido lleva a la cultura, y ahí nos hieren con sus dardos envenenados! Porque ese Estado que llaman protector (de ellos) adolece de la patética razón de la mentira, que, proveniente de fuerzas nunca imaginadas en este país, después de haber sufrido el horror de una guerra civil, llega un advenedizo con andares de película, cuando no con vuelos supersónicos, y se va conociendo el mundo a cachitos, para que cuando le jubilen pueda dedicarse a recordar que en otras partes ya cuecen habas. Sí, ya suenan trompetas que anuncian la nueva cultura del bienestar y esas sí que las oyen, si se quiere en la radio pequeñita que reposa en la almohada antes de que les llegue el sueño.

Pero todas las pamemas caen, más pronto o más tarde. Todo el andamiaje carmesí que levantaron los rojos infiltrados durante más de ochenta años presenta enormes grietas, tantas que ya no es posible oír el agua de la lluvia sin sentir que las goteras vayan haciéndose con el palacete que habitan. No puede un país resistir la presión de los plebeyos por tiempo indefinido: un día caen. Entonces urge buscar, y encontrar, un sótano en el que esconderse. Se ve de venir. ¡Cultura del bienestar! ¿Inflación? ¿Paro? ¿Robo enmascarado en un papelote que llaman factura de la luz? ¿Subida de impuestos? ¿Sahara, la traicionada? ¿Ver si queda algo en pie en Kiev, para salir en la tele? ¿Mover otra vez la tragicomedia de las mascarillas, a ver si cuela de nuevo? ¿Reunirse con Feijoo, para dar el pego? A buen seguro que este sujeto (de la oración) no vivió los años prodigiosos de hace más de medio siglo, pero da lo mismo: el sentido del bienestar permanece a su pesar, está en el corazón de las nobles personas, las que un día se pararon a pensar lo que un argentino (por cierto, cantor comunista pero desencantado) lanzó al mundo, la única receta viable para hacer de la cultura algo propio, resistente a todos los programas maniqueos, pensados por sicarios pringados. Era la voz de Atahualpa Yupanqui, y sonaba así:

«Porque no engraso los ejes / me llaman abandonao / si a mí me gusta que suenen / pa qué los quiero engrasaos».




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