Reivindicando la democracia orgánica

Si ya no hay verdad en la política, ni, en consecuencia, no hay confianza, si nos gobiernan políticos débiles y carentes de fortalezas, el daño que se hace a la democracia, y por ende a la ciudadanía, es de calado.

Publicado en Gaceta Fund. J. A. núm. 367 (ABR/2023). Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

Reivindicando la democracia orgánica

Uno de los mayores problemas de la política hoy es el absoluto desprecio por la verdad. Hay otros problemas, pero probablemente vengan todos ellos de ese que menciono.

Y no hay cosa peor en política que faltar a la verdad. Pero como estamos acostumbrados a lo contrario, lo tomamos como normal. Y no debe serlo. Es, desde luego, habitual porque es un hecho, pero no debe ser normal, es decir, no debemos tomarlo como dentro de la norma, porque la norma sin verdad no es norma. De modo que lo habitual no tiene por qué convertirse en normal, al menos necesariamente y por nuestro bien.

Los constantes errores legislativos a los que nos tienen acostumbrados los políticos (recordemos los decretos nefastos dictados durante la pandemia) están teniendo repercusiones muy graves, como es el caso de la ley del sólo sí es sí o de la ley trans.

Ahora bien, no sólo es que no se reconocen los errores, sino que se traslada la culpa al poder judicial, insultando a los jueces; se hacen chanzas e ironías que no tienen ninguna gracia por el tema que es: la puesta en libertad y la rebaja de condenas de casi mil violadores.

Lo importante no es, pues, la verdad que, en palabas de Zubiri es la que está conectada con la realidad. Los políticos, entonces, en lugar de mirar y reconocer la realidad, en tanto que verdad, pedir perdón y reformar, hacen razonamientos falaces (el consentimiento siempre ha sido la base de los delitos contra la libertad sexual, en contra de los que dice Podemos), hasta forzados, para no reconocer la propia responsabilidad.

Tenemos un Gobierno que encarna a la perfección la teoría de la tentación de la inocencia de Pascal Brückner, un Gobierno de adolescentes, que no reconocen responsabilidad alguna.

La consecuencia de no construir sobre la verdad es el descreimiento y la falta de confianza. Y cuando no hay confianza, no hay libertad. Que es lo que está ocurriendo, aunque no queramos verlo.

Añádase a ello el lanzamiento de diatribas en sede parlamentaria, en lugar de dialogar, argumentar, deliberar y llegar a acuerdos. Porque hoy no hay acuerdos, hay negocio. Cuando falta la verdad y el argumento, el insulto es el arma de los débiles. Carece, pues, la clase política de altura democrática, altura que deberían tener, porque nos la deben a los ciudadanos.

Es por tanto pertinente recordar las siguientes palabras de José Antonio (1971, pp. 191 y 610, respectivamente):

«Los partidos políticos nacen el día en que se pierde el sentido de que existe sobre los hombres una verdad, bajo cuyo signo los pueblos y los hombres cumplen su misión en la vida».

«La verdad es la verdad (aunque tenga cien votos), y la mentira es mentira (aunque tenga cien millones). Lo que hace falta es buscar con ahínco la verdad, creer en ella e imponerla, contra los menos y contra los más».

Para ser político se requieren capacidades, competencias, habilidades. Y es evidente, queda fuera de toda duda, que nuestros políticos carecen de ellas. Pero nos gobiernan.

Todos esos son los motivos por los que últimamente me estoy acordando de la democracia orgánica. Porque, si ya no hay verdad en la política, ni, en consecuencia, no hay confianza, si nos gobiernan políticos débiles y carentes de fortalezas, el daño que se hace a la democracia, y por ende a la ciudadanía, es de calado. Manuel Parra (2017, p. 17), alaba en José Antonio su «humanismo de base cristiana (…), sus propuestas sociales, de base sindicalista y políticas, mediante la participación en esquema organicista, de inspiración krausista y tradicionalista a la vez, (…)».

Es que, continúa diciendo Manolo (p. 23), una democracia auténtica o de contenido, parafraseando a Jefferson, es «aquel sistema que permite elegir a los mejores». Y en España, lamentablemente, no es el caso.




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