OPINIÓN | RAZONES Y ARGUMENTOS

¿Quiénes son hoy los intelectuales?

La mutilación de la vida del espíritu que ha llevado a cabo la modernidad con trescientos años de pertinaz liberalismo acaba de desembocar en este fin de milenio con la anulación lisa y llana de los intelectuales de viejo cuño. Estos han sido reducidos a la conversación personal o a conferencias de cenáculo, que en una sociedad de masas como la nuestra no inciden en nada.


Autor.- Alberto Buela (Buenos Aires, 1946) es un filósofo y escritor existencialista argentino.
Publicado en el número 140 de Cuadernos de Encuentro.
Editado por el Club de Opinión Encuentros.
Ver portada de Cuadernos de Encuentro en La Razón de la Proa

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¿Quiénes son hoy los intelectuales?

¿Quiénes son hoy los intelectuales?

Cuando Julien Benda (1867-1956) escribe su famosa Traición de los intelectuales [1] logra una adecuada descripción de lo que desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX fueron los intelectuales. Su traición consistió en «dedicarse a hacerles el juego a las pasiones políticas» [2].

Hombres con una vasta cultura humanista, filósofos, literatos, historiadores y sociólogos ocupaban los carriles principales de esta autopista cultural de la producción de ideas.

Hombres con una cierta representación social que les permitía una inserción en las sociedades donde vivían sin mediaciones de tipo comercial (editoriales, grandes diarios) e incluso políticas(se presentaban más allá de los partidos) para darle mayor contundencia a su mensaje. Mensaje caracterizado por un socialismo democrático y progresista cuya vigencia llegó hasta final del siglo pasado. Un ejemplo emblemático de este tipo de intelectuales fue Raymond Aron.

Los intelectuales de otro tipo o mejor aún, no progresistas, al estilo de Erzra Pound (USA), Drieu la Rochelle (Francia), Leopoldo E. Palacios (España), Alfredo Pimenta (Portugal), Atilio Mordini (Italia), Ernst Jünger (Alemania), Vintila Horia (Rumania), Gilberto Freyre (Brasil), Arturo Jauretche (Argentina) fueron siempre considerados como marginales al sistema de producción de sentido. Condenada al silencio, el gran mecanismo de los diarios de entonces, gran parte de su producción. 

Con el desarrollo exponencial de los mass media, televisión sobre todo, el acotado y un tanto exclusivo, mundo de los intelectuales de viejo cuño, cambió profundamente. Estos fueron totalmente desalojados de sus plúmeos sitiales.

Dejaron de ser personajes para pasar a ser meros escribas absorbidos por la televisión. O en otra versión de ellos mismos, se refugiaron en las academias y las universidades para transformase en «especialistas de lo mínimo», y así desmenuzando sutilezas, se fueron desentendiendo de la vida ciudadana. Son otros los portavoces de las ideas fuerza de nuestro tiempo.

Y si rara vez se convoca a un intelectual no conformista es «cuando las papas queman» y se necesita alguna idea distinta que el pensamiento único por su propia incapacidad de crear no puede producir. Así, Chomsky, Amín, Cardini, Cacciari, Maschke, Nolte, Sánchez Dragó, Trías, Molnar y unos pocos más, alguna vez son consultados. El resto, y existen muchísimos más, niente piu.

Hoy los nuevos intelectuales son hombres de una pobre formación humanista, ya no más filósofos, literatos, sociólogos, historiadores ellos son periodistas y locutores. Comentaristas guionistas y chimenteros. Son los que conforman la «gran patria locutora y escribidora» de la que habla el escritor Abel Posse.

Gente de una irredimible ligereza que reúne en sí los tres rasgos de la existencia impropia de que habla Heidegger: a) La habladuría: hablar por hablar, b) la avidez de novedades: querer estar enterado de todo, estar al día, y, c) la ambigüedad: nada es verdadero ni nada es falso (Lo mismo un burro que un gran profesor como dice el tango Cambalache).

Estos tres rasgos se multiplican y exacerban hasta el hartazgo entre los «nuevos intelectuales», estos grandes lectores de contratapas de libros nunca abiertos.

El corrimiento que de los intelectuales se ha producido, es sistemático y progresivo. Hoy las ferias internacionales de libros, además de convocar siempre a los mismos, Fuentes, Habermas, Saramago, Grass, Eco, Savater, en una palabra «los policías del pensamiento correcto», no avanzan nunca sobre soluciones nuevas a los problemas contemporáneos. Claro está, nadie puede dar lo que no tiene.

No quiero nombrar argentinos para evitar el tinte local, y los enconos estériles, pero desde hace más de un año el diario La Nación tiene una columna fija «los intelectuales y el país» en donde se afirma y se niega más de lo mismo siempre. Como para muestra digamos que la lista la abrió Marcos Aguinis y lo siguió su correligionario Santiago Kovadloff. El sólo listado de los nombres muestra la decadencia en que estamos sumidos. En el mismo sentido trabajan los otros dos diarios «sedicentes progresistas», Clarín y Página 12.

No existen, de hecho, programas televisivos o radiales de debate de ideas. Y si los hay están ubicados en horarios intempestivos.

La mutilación de la vida del espíritu que ha llevado a cabo la modernidad con trescientos años de pertinaz liberalismo acaba de desembocar en este fin de milenio con la anulación lisa y llana de los intelectuales de viejo cuño. A estos «nuevos intelectuales» se les puede aplicar el verso latino: O curvae in terram animae et coelestium inanes (¡Oh! almas encorvadas hacia la tierra y vacías de cielo).

Más allá de que nos guste o no el término intelectual, prefiero el de pensador, existe una cierta hidalguía en el concepto de intelectual, habida cuenta que proviene de intellectus que a su vez proviene de intus legere que significa «leer adentro». El intelectual, al menos como hipótesis, siempre se propuso «leer adentro», en forma un  poco más profunda y detenida el sentido de las cosas y las acciones. Ver un poco más allá del hombre vulgar, del hombre común.

Hoy los intelectuales al estilo clásico han muerto, la patria locutora, que no es otra que el hombre vulgar, se ha puesto a intelectual. «El fracaso del intelectual y su decadencia, afirma un pensador no conformista como Thomas Molnar, se debe a su filosofía construida sobre errores» [3].

Algunos de estos errores los encontramos en su progresismo al que la estabilidad de la naturaleza humana se ha encargado de refutar; su humanismo unilateral en donde su ultra racionalismo no les permitió ver el quantum de misterio que hay en el hombre, la historia y el universo; su inocencia política con su solemne renuncia a la fuerza como instrumento de gobierno para sustituirlas por relaciones discursivas: exhortaciones, juramentos públicos, asambleísmo.

Nosotros que desde hace años tenemos un compromiso con nuestra realidad político-social nos damos cuenta a diario de este cambio sustantivo. Así, la voz de un periodista o de un abogado (es el que más se acerca a un intelectual clásico) tiene más peso en una reunión de gabinete o consejo de directivo que la de un sociólogo o un filósofo.

Los intelectuales de viejo cuño han sido reducidos a la conversación personal o a conferencias de cenáculo, que en una sociedad de masas como la nuestra no inciden en nada. Los más vendidos llegan con esfuerzo a 5.000 ejemplares, y rara vez sobre pasan esta cifra.

Incluso en los cargos que ofrece la gestión pública, antaño teníamos a un Borges, ese parapeto a la mediocridad, director de la Biblioteca Nacional. Hoy, hace unos días nomás, y la anécdota es cierta, ante la disyuntiva entre un filósofo y un librero, entre uno que se ocia en el libro y uno que negocia libros. Entre el que se goza en el otium (ocio) y el que niega el ocio por el negocio (nec-otium), el poder político optó por este último. Claro está, con el beneplácito de la patria locutora y escribidora. Esto es, los nuevos intelectuales.


[1La trahison des clers (1927) La traducción literal de la palabra clers es clérigos, escribientes. Pero Benda le da una amplitud que supera aquella del diccionario. Clers es el intelectual profesionalizado, burocratizado, apegado a los intereses inmediatos.

[2] Op.cit.: p.45. (Hay una versión en castellano hecha en Buenos Aires por Efece ediciones, 1974, con la traducción de L.A. Sánchez).

[3] MOLNAR, Thomas: La decadencia del intelectual, Bs.As., Eudeba, 1972, p.402.


 

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