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La falta de autoridad

No se puede decir que la autoridad en España sea lo mejor de lo mejor. Las decisiones del ministro del Interior no se puede calificar como la 'crem de la crem' a juzgar por los botellones que se montan cada dos por tres.


Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 502, de 21 de septiembre de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP.​

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La falta de autoridad

La falta de autoridad


No se puede decir que la autoridad en España sea lo mejor de lo mejor. Las decisiones del ministro del Interior no se puede calificar como la crem de la crem a juzgar por los botellones que se montan cada dos por tres pues ya no se pueden justificar con las fiestas patronales o las de cualquier otra especie, toda vez que se cimientan en la ocurrencia de cualquier pringao de darle al Facebook, u otras siglas cualquiera de las denominadas redes sociales de internet, para emplazar en una campa a los troncos devotos a esta afición, con el fin de ponerse ciegos de alcohol, armar la bronca que el cuerpo les pida y destrozar todo aquello que se ponga en el camino.

Y, como decimos, al ministro del Interior, el inefable Grande-Marlaska, al que casi no se le ve aparecer salvo como figura decorativa en actos oficiales, no se lanza a proponer a los que se sientan con él en el consejo ministerial alguna idea para prevenir esa lacra. No hace nada, o no se nota, porque tomar decisiones para que el orden vuelva a las calles de España no debe ser cosa que lo preocupe en exceso, que esté dentro de su agenda diaria, a juzgar por los resultados, ya que las fuerzas del orden, que de origen tienen esa encomienda, se la tienen que arreglar como pueda, con encargo de que no hagan pupa a los revoltosos, aunque ellos sí pueden desmadrarse a discreción.

Por el contrario, el ministro se enfada profundamente cuando los responsables de esas fuerzas del orden no le han contado algún cuchicheo encomendado por los jueces, porque cuando él ha pedido dichos informes, que consideraba importantísimo para el cumplimiento de sus obligaciones, le han dado un corte diciendo que la información únicamente se la podían dar a quien la había encargado.

Y es que, a juzgar del pueblo soberano –que a pesar de ser muchos millones no pedimos nada–, de verdad de verdad, en serio, no se ocupa nadie del funcionamiento del país en este aspecto; ni siquiera las fuerzas armadas, pues no pueden, ya que aparte de ser escasas en número, están mal dotadas, y reciben órdenes de aguantar lo que puedan sin actuar. Y si actúan, pueden llegar a ser denunciadas ante los tribunales que, a tenor de lo que deben decir algunas leyes que pensamos deben ir en contra del orden, en no pocas ocasiones dan la razón a los bulliciosos revoltosos.

Hasta se da el caso de que ese pueblo soberano no llega a saber nada del resultado de lo que sucede con los detenidos, salvo que la sentencia caiga sobre las susodichas fuerzas del orden público. Nada de los que han destrozado locales comerciales. De los que han robado. De los que han herido a miembros de las fuerzas del orden público, o a civiles que andaban por la calle y los han llamado la atención por su comportamiento bárbaro, inclusive por recordarles no llevaban la mascarilla puesta como está mandado.

Esto es estar incapacitados para mantener el orden del país, o, lo que puede ser peor, no querer hacerlo, desear que todo siga revuelto, intrincado y confuso para conseguir sus aviesos fines y deseos.

Es materia más que suficiente para que, de acuerdo con lo que dice el artículo primero de la Constitución («La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»), el pueblo se manifieste en la forma que lo considere oportuno para corregir el entuerto y, si ello fuera posible, retirar la confianza depositada en los representantes que no han sabido atender sus demandas y necesidades. Ello nos inclina a sugerir a dicho pueblo soberano que haga patente en la calle sus puntos de vista respecto a la gobernanza tan decrépita que soporta, pues, en contra de lo que dice la izquierda, de palabra y de hecho, la calle no es de ella, es de todos.

Hoy traemos como despedida un botijo que nos ha enviado nuestro querido amigo y colaborador, el profesor Enrique de Aguinaga. Este botijo sin duda tiene figura sumamente original, es de San Esteban de Buño, La Coruña, y nos da pie para tomarlo como modelo de lo que las personas –y por ende las autoridades– han que hacer para que lo que tienen entre manos trascienda y fructifique.

En San Esteban de Buño, parroquia de Malpica de Bergantiños, hay la friolera de 22 alfareros y 15 talleres, unidos en una asociación, que trabajan la cerámica con amor y empeño, consiguiendo enviar sus productos a prácticamente todo el mundo. Eso es orden. Eso es entrega por un bien común, por un pueblo que consigue hacer famoso su nombre a base de trabajo. ¡Felicidades, malpicanos!

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