JOSÉ ANTONIO | ARGUMENTOS

José Antonio frente a Blas Infante. Lo germánico frente a lo beréber

Lástima que el bereber no supiera dedicarle al godo una brecha de serena atención. Lástima también que en las retaguardias de todas las guerras los asesinos borren con su sello de muerte cualquier esperanza de entendimiento y reconciliación.


​​Publicado en la revista Gaceta de la Fundación José Antonio, núm. 367 (ABR/2023). Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín de LRP.​

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José Antonio frente a Blas Infante. Lo germánico frente a lo beréber

José Antonio frente a Blas Infante. Lo germánico frente a lo beréber


En la cárcel de Alicante, recién fracasado el golpe de Estado del 18 de julio, José Antonio Primo de Rivera, aparte de intentar gestionar un alto el fuego y detener la cruenta guerra civil entre españoles, escribe dos interesantes ensayos: uno es el titulado Germánicos contra bereberes; el otro –más bien un esquema de ensayo– llevaba el encabezamiento de Cuaderno de notas de un estudiante europeo. La tesis expuesta en el primer escrito ha sido bastante mal leída y peor interpretada. A dicho ensayo se le han querido buscar interpretaciones racistas y clasistas, disonantes con manifestaciones anteriores del jefe falangista. Quizá la más meritoria lectura, por ser explicada sin escatimar elogios al líder falangista en un medio nacionalista catalán y por un escritor marxista, sea la de Santiago Alba Rico en la revista Ara.

José Antonio, embargado por un fuerte pesimismo en agosto de 1936, defiende en ese ensayo un patriotismo de misión; de misión europea española, frente al primitivo patriotismo de lo espontáneo, aquel patriotismo sin tensión, pasivo e indefenso frente a cualquier invasor, al que invita el apego al terruño nativo. El primero se lo asigna retrospectivamente a la élite goda que reacciona con un proyecto europeo, romano-germánico, a la invasión dirigida por otra élite, la musulmana; y el segundo se lo endosa, también retrospectivamente, a una masa amorfa, producto del terreno; más o menos celtibérica y proclive a identificarse con los parientes bereberes norteafricanos arrastrados a nuestra península por las élites invasoras musulmanas.

¿Quién es más español, en el sentido histórico y proyectivo del concepto: el godo venido de fuera de la península –apenas mezclado con los nativos peninsulares–, quien emprende la misión de conquistar o reconquistar el territorio que ganaron sus antepasados inmediatos, o el indígena indolente al que tanto le da seguir a Cristo o a Mahoma –porque, acaso no piense seguir a ninguno–, o indiferente a quien sea el que regule su vida, con tal de que le dejen tranquilo y no le impongan cargas excesivas?

Son dos arquetipos vigentes a través de los siglos y encarnados en tipos de muy diversa genealogía; aunque por razones varias, pueda abundar cada uno de ellos, más o menos, en determinadas áreas geográficas y poblacionales. De esto, la sociología podría dar muy razonables explicaciones.

Obviamente, las relaciones entre ambos arquetipos no son siempre fáciles. Tampoco hay que pensar que la justicia y la virtud estén siempre del lado de la misma parte. Incluso, en función de las circunstancias históricas, lo que ayer era virtud y podía tener una razón de ser, hoy puede haberse transmutado en puro vicio y carecer de justificación.

Acercándonos a la segunda parte de este artículo, al contexto andaluz y andalucista, veamos la cuestión de la tierra. Señala Primo de Rivera en el controvertido escrito:

Los cristianos, germánicos traían en la sangre el sentido patrimonial de la propiedad… y que el campesinado pasaba, en el caso mejor, a ser vasallo. Tiempo adelante, cuando por la atenuación del aspecto jurisdiccional, político, los señoríos van subrayando su carácter patrimonial, los vasallos, completamente desarraigados caen en la condición terrible de jornaleros. La organización germánica, de tipo aristocrático, jerárquico, era en su base mucho más dura”.

Explica Primo como toda esa enorme armadura de monarquía, Iglesia y aristocracia solo podía justificar sus pesados privilegios a título de cumplidora de un gran destino. Tal fue la conquista de América y la Contrarreforma. La Contrarreforma católica resulta derrotada en Europa y, con ella, entendida como una apuesta por la unidad religiosa del mundo, cae caducada la credencial que justificaba al imperio hispano del Occidente. Fracasada la misión católico-germánica española, los privilegios económicos y políticos de sus élites rectoras, de su aristocracia, quedaban convertidos en puro abuso. Es este el momento de la revancha de la parte desposeída contra la parte que ha perdido sus títulos de señorío. Llega la hora de la rebelión de las masas descrita por Ortega y Gasset, llegan los enfrentamientos civiles; llega la guerra civil.

¿Hay que deducir de aquí una apuesta por volver a las leyes de pureza de sangre, o un designio irrevocable consustancial a determinados linajes? ¿No hay posibilidad de entendimiento entre ambas Españas, y de superación de sus conflictos por vía de un proyecto sugestivo de vida en común?

Es curioso que por las mismas fechas en que José Antonio escribe el ensayo de Germánicos contra bereberes, escribe también una carta al Presidente de las Cortes, el reputado masón Diego Martínez Barrio, proponiéndole una gestión de mediación pacificadora y un gobierno de concentración nacional para parar la guerra civil; gobierno del que habrían de quedar excluidos, por razón histórica, según Primo de Rivera, los nostálgicos de formas caducas y los reaccionarios en lo económico y lo social; y dicho gobierno habría de tener como objetivo devolver a los españoles la fe colectiva en su unidad de destino, así como una resuelta voluntad de resurgimiento.

Un hecho, prácticamente desconocido y silenciado, ocurrido año y medio antes, ilustra todo esto que hemos venido hablando. Ocurrió en Sevilla, tras el mitin del Frontón Betis el 22 de diciembre de 1935. En ese mitin, José Antonio criticó a las izquierdas insolidarias con el pasado y que dejan al azar de las urnas lo que se nos entregó por el esfuerzo difícil de tantas generaciones. También criticó a las derechas insolidarias con el hambre y la tristeza de los campesinos andaluces… que siguen viviendo como desde la creación del mundo viven algunas bestias… No se puede invitar a un pueblo a que se enardezca con el amor a la Patria si la Patria no es más que la sujeción a la tierra donde venimos padeciendo desde siglos.

Después del mitin, según Juan Álvarez-Ossorio y Barrau, José Antonio, ¡oh sorpresa!, se entrevistó con algunos miembros de la Junta Liberalista del andalucista Blas Infante en un intento de atraerlos a su movimiento. La conversación se celebró en los altos del café Hernal, y en ella se expuso la aspiración de Falange Española de sumar a su movimiento a todos los elementos disconformes con la actuación republicana, para lograr hacer una España mejor. Parece que se les explicó la idea de constituir un frente auténticamente nacional con los objetivos expuestos en el mitin. Según Alvárez-Ossorio, se les habló de un inminente levantamiento contra la República, a lo que el propio Blas Infante respondió –cuentan muy ufanos los andalucistas– en los siguientes términos:

"Los andaluces no pueden aceptar como solución al problema español ninguna guerra civil, porque ninguna guerra es civilizada. Para regenerar a España existen medios mejores y más humanos, pues solo por esa humanidad podrá ser salvada”.

Muy bonita y correctísima contestación. Solo que parece poco probable que José Antonio desvelase a gentes extrañas ningún proyecto subversivo; menos aún que se mostrase a favor de una inhumana guerra civil. La contestación parece, más bien, una elaboración posterior de Álvarez Ossorio, tras la Guerra Civil; o puede que sobre la base de lo que era manifiesto y notorio acerca de la actitud de la Falange ante los que la perseguían a tiros por las calles. Ciertamente, la Falange estaba ya inmersa en una constante lucha callejera, que no empezó ella, para defender sus derechos. Enfrente tenía a pistoleros socialistas, comunistas y anarquistas que les acechaban por las esquinas y pretendían impedirles la venta o reparto de su propaganda.

Por otro lado, el gobierno débil del bienio estúpido, incapaz de acometer ninguna reforma de las estructuras injustas, así como la amenaza del regreso de los golpistas de octubre. La situación era delicada, apremiante y exigente. No era momento para una actitud pasiva ni condescendiente: una actitud bereber, podríamos decir. Tampoco era momento para ensoñaciones de un idílico Al Ándalus. El espíritu godo de quienes hicieron Castilla y los demás reinos cristianos, era mucho más apto para no dejarse avasallar y para conquistar un futuro mejor. José Antonio lo encarnaba a las mil maravillas; Blas Infante, en cambio, se vistió, muy a gusto, la túnica bereber.

Blas Infante admiraba a Joaquín Costa y al organicismo krausista. Concebía a la sociedad como a un compuesto orgánico, resultante de la convergencia de fuerzas afines que destacan su unidad enfrente de las demás fuerzas. Creía en la solidaridad de los municipios comarcas y regiones y aspiraba, siguiendo a Pi y Margall, a unos Estados Unidos de España. Su nacionalismo andaluz se pergeñó por Andalucía libre, por España y la Humanidad. Con Costa, critica el sistema político existente y su expresión, las Cortes, por ser una "herramienta de la oligarquía", proponiendo la organización en juntas o diputaciones regionales. También plantea una política municipal plenamente autónoma. Repudiaba el centralismo y defendía el federalismo. Proponía una reforma económica que incluía: confiscar los bienes a los dueños de capitales emigrados; la fusión de todos los bancos en instituciones nacionales que atendiesen al crédito industrial, comercial y agrario; sustituir las importaciones por producción local; acabar con los monopolios; reforma tributaria; participación obrera en la gestión empresarial; la reforma agraria por decreto, sin indemnizar; y el cultivo colectivo de algunas tierras.

Blas Infante y los andalucistas toman conciencia desde muy pronto de que la realidad socioeconómica de Andalucía es una realidad deprimida y plagada de tensiones, pese al presumido potencial de riqueza que se le atribuye. Como causa fundamental de ello, encuentra que está la desposesión de la tierra de que fue objeto el campesinado a través del proceso de desamortización y la consiguiente aparición de un proletariado rural. De aquí el constante ataque de los andalucistas al expolio que para los municipios significó la desamortización civil, y su planteamiento de una autonomía desde los municipios, exigiendo la devolución del patrimonio sustraído para conseguir una hacienda municipal saneada. La solución al problema de la tierra apuntada por Blas Infante y el andalucismo se alinea en la directriz colectivista del publicista americano Henry George, más que en la del español Flórez Estrada o su epígono Joaquín Costa. Pero era muy coincidente, en cualquier caso, con la que desde La Conquista del Estado había propugnado Bermúdez Cañete: La propiedad de la tierra pertenece al Estado, quien la cede al trabajador siempre que la laboree de acuerdo con las exigencias sociales y técnicas. Propiedad pública con posesión particular –bajo condiciones– de acuerdo con las consignas de Proudhon.

La tierra para quien la trabaja, fin del concepto romano de propiedad, eficacia económica, eficacia política, autonomía plena municipal, recuperación de los patrimonios comunales, organización racional de la agricultura, españolísimas Juntas (de juntar) frente a partidos (de partir) vendidos a otros intereses… Todos estos podían ser objetivos comunes de este andalucismo que había perdido el norte –mirando al sur bereber, al África de Al Mutamid– con la Falange, que aspiraba a conquistar a España, con un proyecto europeo de catolicidad.

Lástima que el bereber no supiera dedicarle al godo una brecha de serena atención. Lástima también que en las retaguardias de todas las guerras los asesinos borren con su sello de muerte cualquier esperanza de entendimiento y reconciliación.