HUELLAS DE NUESTRO PASO

La O.J.E., un estilo de vida.

La O.J.E. fue para mí, la mejor escuela de vida. En ella, además de forjar mi carácter, aprendí a no arredrarme, a dar la cara, a que para saber mandar hay que saber obedecer, a vencer el miedo y las dificultades, a que lo difícil es lo que hacemos hoy y lo imposible, un poco más tarde.


Autor.- Eugenio Fernández Barallobre. Artículo publicado en el núm. 232 de Trocha, de enero de 2022, editado por Veteranos OJE - Cataluña. Ver portada de Trocha en La Razón de la Proa. Para recibir actualizaciones de Trocha.

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La O.J.E., un estilo de vida.

La O.J.E., un estilo de vida


Mi primer campamento, allá por el inicio de la década de los 60, fue, supongo, como el del cualquier otro flechilla de poco más de diez años, mitad ilusión, mitad temor.

Y digo esto debido a la contraposición entre el deseo de vivir una nueva aventura, vestir orgulloso el uniforme de la O.J.E., encontrarme con otros niños, incluso compañeros de colegio, de mi edad y, por el contrario, el temor al tener que dar de lado, por un puñado de días, a la comodidad de mi casa paterna, donde, a Dios gracias, no me faltaba de nada y encima me lo hacían todo, para encontrarme, casi de repente, con un universo de dificultades y de responsabilidades que iba a tener que asumir para salir airoso del trance.

No voy a negar que fueron días complicados para mi y que, en más de una ocasión maldije que mis padres me hubiesen “alistado” a la Organización. Sin embargo, pronto aquella perspectiva cambió radicalmente. De repente, comencé a sentir la necesidad de ser responsable de mis actos a sabiendas de que, tanto en lo bueno como en lo malo, lo que yo hiciese iba a reflejarse en aquel pequeño universo que constituía la escuadra en la que me habían encuadrado y esa percepción me obligó a mejorar cada día.

Poco a poco, día a día, venciendo las dificultades, comprendí que mis acciones trascendían de mi mismo y tenían repercusión en otros que me rodeaban. Así, procuraba mantener un impecable estado de policía en mi uniformidad; ser puntual en la formación; mantener en buen orden mi taquilla; aprenderme la máxima y la consigna diarias y así, aportar mi granito de arena para que, en alguna ocasión, a mi escuadra le correspondiese el honor de sacar el guion del Campamento a la plaza de José Antonio, a la hora de izar y arriar banderas.

Con el paso de los días fui aprendiendo aquellas maravillosas canciones que hablaban de patria, de justicia, de pan; de lealtad; de honor; de orgullo de ser joven; de cisnes plateados en el pecho; de héroes legendarios que, con generosidad, entregaron su vida por una España mejor y más grande. Aquellas que hablaban de eternas primaveras florecidas en las que el Cid volvía a cabalgar; las que hablaban de banderas al viento, de haces florecidos; de trabajo, de sacrificio, de humildad, del deber, de la exigencia para con nosotros mismos; las que nos enseñaron que servir a lo difícil no entrañaba otra dificultad que la de saber superarnos cada día y que las penas había que guardarlas en el fondo del morral.

Y así, día a día, fui aprendiendo aquellos puntos de la Promesa que hablaban de amar a Dios; a la patria; de hacer de mi vida un acto permanente de servicio; de sentir la responsabilidad de ser español, una de las pocas cosas serias que se puede ser en este mundo; de que el estudio y el trabajo constituyen mi aportación a la empresa común; de la hermandad con mis camaradas; de la defensa de la justicia y la libertad; de respetar a mis superiores; de mantener con dignidad mi condición de joven y conservar fresco en la memoria el recuerdo de los que dieron su vida por España.

También supe imbuirme de aquellos mensajes de gran calado que enseñaban la consigna y la máxima diarias. Aprendí a que nunca hay descanso; que la polar, el norte de nuestra vida, es lo que importa; que solo vale aquel que está dispuesto a servir; el valor de la camaradería y del sacrificio y tantas y tantas cosas más que fueron forjando mi espíritu.

Y así, con aquella grandiosa lección aprendida, comencé, poco a poco, a convertirme en un hombre, en un español orgulloso de mi patria a la que sirvo y amo, por encima de todo, aunque no me guste.

Fueron años intensos, inolvidables, en los que lemas como Vale quien sirve o aquel otro de sic vos non vobis comenzaron a tener sentido para mí y pasaron a convertirse en referentes de mi vida que me han acompañado, como sendas consignas, a lo largo de los años.  

Recuerdo que muchos años después de haber abandonado la Organización, tras haber ocupado puestos intermedios de responsabilidad, alguien me dijo que se notaba, incluso al caminar, que era un “chico Oje”; me dijo que a los que habíamos estado integrados en la Organización se nos notaba un estilo peculiar y, sin duda, tenía razón ya que en mi caso, además de forjar mi carácter inasequible al desaliento, me imbuyó de unos principios inmutables que han marcado mi vida y que me han permitido salir airoso en muchas situaciones, algunas especialmente complicadas, en las que todo aquello que aprendí durante aquellos años constituyó mi polar, mi norte por el que caminar hacia ese destino que un día me marcó la Providencia.

La O.J.E. fue para mí, la mejor escuela de vida. En ella, además de forjar mi carácter, aprendí a no arredrarme, a dar la cara, a que para saber mandar hay que saber obedecer, a vencer el miedo y las dificultades, a que lo difícil es lo que hacemos hoy y lo imposible, un poco más tarde.

Durante estos años, aquel aprendizaje lo puse al servicio en todas las vicisitudes de mi vida, en mi profesión, en mi vocación, en mi servicio a España, en todos aquellos proyectos en los que me embarqué y creo que, en todas las ocasiones, el éxito me acompañó, siempre poniendo aquel estilo, aquella forma de afrontar la vida, que aprendí durante mis años de pertenencia a la O.J.E., al servicio de la causa, de España, que es, realmente, lo único que vale la pena y debe prevalecer por encima de todo.

¡Vale quien sirve!




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