ARGUMENTOS

La unidad de España, un imperativo moral.

«Nuestra generación no es dueña absoluta de España. La ha recibido de generaciones anteriores y ha de entregarla como depósito sagrado a las que la sucedan» (José Antonio Primo de Rivera).


​Publicado en Gaceta Fund. J. A. núm. 373 (OCT/2023). Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

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La unidad de España es un imperativo moral. Decía José Antonio: «El nacionalismo es el individualismo de los pueblos»
La unidad de España, un imperativo moral.

Para el fundador de la Falange, las naciones son equiparables a las fundaciones, todo lo instrumentales que se quiera, pero con sustantividad propia y con una tradición que no está para alimentar nostalgias sino todo lo contrario. Las naciones no son un plebiscito diario, como expresaba exageradamente Ernest Renan; pero, como el pensador francés aducía, tampoco son algo absolutamente prefigurado y estático que no necesite de una adhesión actualizada por parte de los ciudadanos y cuyos límites sean inamovibles. La historia debe impulsar a que los límites se vayan abriendo, nunca cerrando. Jamás marchar en sentido contrario, fragmentando y aumentando los límites; y hay que enlazar la patria de los padres con aquella patria o tierra de los hijos que oponía Nietzsche, en un modelo que sea a la vez histórico y constructivista, proyectivo hacia el futuro.

El nacionalismo, decía José Antonio, es el individualismo de los pueblos. El nacionalismo es un vicio separador y excluyente; el patriotismo, por el contrario, es una virtud aglutinante e inclusiva.

Un problema crucial que tiene que resolver la España actual es el de su justificación como país unitario y el de su estructura territorial. Vuelve ahora la idea de la España plurinacional y del estado federal. El federalismo puede ser una fórmula política útil en algunas circunstancias, aunque debemos recordar que ya tuvimos una experiencia federal en 1873 y que terminó en el desastre del cantonalismo. No nos engañemos: a lo que aquí se llama federar comunidades históricas es justo lo contrario de la idea federal, según consideraba José Ortega y Gasset. No se trata de unir lo que estaba separado, sino de separar lo que estaba, mal que bien, unido.

Gran parte de la población sabe perfectamente, por la experiencia cotidiana, lo que significan los lazos geográficos, históricos y económicos; incluso los más materialistas no pasan por alto las ventajas de un mercado grande y de una nación grande, administrada por un Estado de cimientos sólidos. Los más obnubilados por los mitos nacionalistas, a la hora de la verdad, sólo se decantarían por la tentación separatista si existiera un Estado opresor, o los roces por cuestiones sentimentales, culturales o idiomáticas (que, en pleno siglo XXI, tienen cada vez menos peso dados los grandes movimientos de población habidos en el interior de España), o las sugestiones que les presentasen los embaucadores en momentos críticos, como una crisis económica, hicieran que la vida en común se les representara como una situación insoportable.

Mientras tanto, las tensiones entre los afectos y apegos más particulares y las exigencias de la vida en común continuarían latentes, pero serían perfectamente llevaderas. Pues todo lo que tiene vida –este es el misterio de lo orgánico– es lucha contra la tendencia espontánea al desorden y al caos entrópico. Las sociedades humanas, igual que los protozoos que se fueron organizando misteriosamente para originar seres cada vez más complejos, tienden naturalmente a enlazar con otras unidades para, asociándose, ir escalando peldaños en el camino hacia la gran unidad del género humano. Este es el destino de la Humanidad, a menos que se deje actuar a los que se conducen a modo de bacterias descomponedoras y necrófagas.

Por supuesto que la unidad de las partes no puede suponer nunca la anulación de dichas partes: los órganos se tejen con células que están y permanecen vivas; que cumplen su función precisamente a partir de su especialización y de su especial configuración individual. El centralismo de los Estados atenta contra la riqueza y las posibilidades de desenvolvimiento de la naturaleza social del hombre. ¡Y atención a las autonomías!, que no dejan de ser, en muchos casos, formas –acaso más opresivas por más cercanas– de un centralismo compartimentado.

En un número del periódico Arriba de antes de la Guerra Civil, se explicaba cómo “la superioridad orgánica de lo humano estriba en el íntimo y continuo intercambio de fuerzas y fluencias, en el principio activo de lo que circula, corre y retorna a sí mismo, del centro a la periferia y de la periferia al centro. España es para nosotros una unidad orgánica superior, tan diversa de la uniformidad centralista del siglo pasado, como de la uniformidad autonomista que escinde las mismas facultades en diversos compartimentos. Ni autonomismo viejo, ni viejo centralismo. Nuestro sistema de unidad y variedad –que iremos exponiendo– se funda en la organicidad y reciprocidad de centro y periferia, en la universalidad y distinción de miembros y tejidos en lo territorial, en lo social, en lo histórico. Nuestra unidad es más radical y más viva que la de los centralistas. Nuestra variedad más ordenada y fructífera que la de los autonomistas anticuados. Nada nos es común con las tesis de una y otra banda…

Porque creemos en la unidad del género humano, como armónica conciliación de las grandes unidades civilizadas de la historia donde España es una e indivisible. A lo largo de siglos, el lado bueno de España –el lado civil, heroico, religioso, original y limpio– es el que ha mirado hacia la unidad de destino, imponiendo en el mayor apogeo de su historia, la tesis católica de la unidad del género humano”.

Los pueblos diversos que constituyen España no son realidades culturales contrapuestas, sino que están llamados a la coexistencia. La patria común mantiene el común “patrimonio” en el que se encuentran los valores aportados a la cultura por cada pueblo. La vocación universal supone ir uniendo desde distintas direcciones hacia un centro común, y esto no supone uniformidad sino coexistencia y convivencia. Pertenecen al siglo XIX los nacionalismos románticos sustentados en el idioma, la raza o los usos y costumbres. Pertenece al siglo XX el nacionalismo burgués que buscaba desviar la lucha proletaria hacia mitos nacionales y a buscarse enemigos externos. En el siglo XXI ha cobrado valor el concepto de ciudadanía. La ciudadanía exige respeto a derechos fundamentales y posibilidad de ejercerlos en igualdad de condiciones. No seremos nosotros quienes neguemos las exageraciones individualistas de tal concepción, que en muchas ocasiones se olvida de la vinculación de las personas, de esos ciudadanos, a realidades sociales más inmediatas y vitales que el Estado; pero, hoy día, en todas las regiones españolas –como en cualquier otro país occidental– la población está compuesta por gentes de orígenes geográficos, culturales y sociales de lo más variopintos, y lo que cobra interés real son principios tales como la igualdad ante la ley, la justicia distributiva o la posibilidad de entenderse en una lengua común que se va haciendo, por su común uso. También un patrimonio a cuidar y respetar por todos. Mucho más que mirar a un pasado mitificado o inventado y pretender destruir la tarea de siglos para intentar reiniciar caminos que la Historia abortó. Por algo sería.

En el nacionalsindicalismo original pronto se comprendió que sólo un destino ad extra podía dar plenitud a la personalidad de los distintos pueblos peninsulares. Era la antigua idea imperial de la Alta Edad Media trasladada a nuestros días: una amplia unidad donde cabían todas las peculiaridades, tradiciones y autonomías administrativas. Por supuesto que, en su traslación a la actualidad, la idea imperial no puede equivaler a lanzar ejércitos a las fronteras ni a invadir territorios. Bien lo advertía Ramiro Ledesma: “Hay espíritus débiles y enclenques para los que esto del Imperio equivale a lanzar ejércitos a las fronteras. No merece la pena pararse a desmentir una tontería así”. Lo que fuera el imperio, hoy es una propuesta cultural integradora; un vórtice cuyo radio se agranda y que se alimenta con la idea hispánica del siglo XVII de la unidad del género humano, la igualdad esencial de los hombres y la exigencia de encontrar un pensamiento de unidad basado en la complementariedad entre los designios individuales y los designios colectivos.

Pero la conciencia nacional no aparece sólo como fruto de una consideración del pasado; también lo hace como resultante de una actitud ante el porvenir. Buen ejemplo de ello son los Estados Unidos de Norteamérica, paradigma de nación surgida de la revolución liberal. Los U.S.A nacieron como una federación de Estados constituidos bajo una llamada ley de “Unión Perpetua”. Era un proyecto de futuro –y sin marcha atrás prevista– de unos estados que se comprometían a vivir juntos sin que se contemplase el derecho futuro a la secesión. En España, nuestra común nación, llevamos muchos siglos de convivencia. Plantear un estado federal, o confederal como proponen algunos, sería emprender un proceso a la inversa; sería el primer paso para reconocer distintas naciones soberanas en nuestra patria, una soberanía fragmentada, a lo que seguiría el reconocimiento al derecho de autodeterminación de los entes federados y, final y consecuentemente, el derecho de esas “naciones” a proclamar su independencia. Y, una vez escindidas de España, ¿construirían una confederación de sujetos comprometidos, pero sólo a medias?, ¿reinventarían a España?, ¿se acomodarían a vivir como pequeñas repúblicas a merced de las naciones grandes, renunciando a todo protagonismo en los tiempos que se avecinan? Es muy peligroso y nocivo el juego indigno de los actuales felones y traidores de PSOE, Sumar, etc, que están dispuestos a romper España con tal de que los enemigos de la Patria les permitan gobernar siguiendo las reglas de una legislación absurda.

El problema ontológico de nuestro ser constitutivo es si una nación hecha por la Historia es como una simple sociedad mercantil, cuyo contrato pueda rescindirse a instancia de una parte, o de las dos; o es, más bien, como un cuerpo del que no podemos arrancar ningún órgano sin poner en riesgo la vida del organismo entero.

Pero es que, ni siquiera la “voluntad” de la nación entera expresada en las urnas, supuesto de que se consiguiera una eventual y provisional mayoría cualificada en todo el territorio de la actual España a favor de permitir la separación –previo cambio de la Constitución Española– podría ser considerado como un oráculo inapelable ante el cual postrarnos resignada y humildemente: “Aunque España quiera suicidarse, nosotros se lo impediremos”(José Antonio).

Por el contrario, la misión histórica de los dirigentes políticos auténticamente nacionales deberá consistir, sobre todo, en dar la vuelta a la situación actual en Cataluña y Vascongadas, o en cualquier otra parte de España; y ayudar a modelar la voluntad de los ciudadanos de esas regiones exactamente igual, pero con más derecho, a como hacen los que, con ventaja y atropellando derechos reconocidos en la Constitución (como el derecho a recibir educación en español), utilizan recursos del Estado de todos para llevar a la conciencia de las gentes ideas y sentimientos hostiles al ideal de unidad.

Con eso de la «verdadera» voluntad de la nación sucede que parece casi imposible encontrarla, aunque no falten ventrílocuos que hablen por ella, ni tampoco distinguir en esa supuesta voluntad lo verdadero de lo falso. Y es que, seguramente, el problema sea más hondo que una simple cuestión de voluntades. En apariencia, el principio de democracia proporciona un medio para distinguir la auténtica voluntad popular, determinada por la “opinión” de la mayoría. Pero hay que desenmascarar sin complejos a este cliché metafísico: la democracia es un ideal a alcanzar, que debe, para hacerse más auténtica, diferenciarse de la idolatría bobalicona por sufragios y urnas. A veces el plebiscito de un pueblo se expresa lentamente a través de los siglos y de la Historia con hechos reiterados, y no con votos. Y lo hace de un modo mucho más auténtico y profundo que cuando el espacio que media entre los problemas cuya solución se someten al dictamen popular y la decisión que finalmente adopta el pueblo, convocado a dar su voto, es rellenado con la machacona propaganda de los económicamente poderosos y con las artes manipuladoras en las que nuestra caterva de trileros muestra tan altos grados de profesionalidad. En ocasiones, se hace necesario torcer la voluntad primera y primaria de los hombres para que el alma abrace y se adhiera a designios más profundos, constantes y fructíferos. Hay categorías permanentes de razón independientes del número de votos que las acepten o rechacen.

Tampoco está de más recordar, una vez más, como el Derecho Internacional no reconoce un derecho a la secesión unilateral en favor de los pueblos con carácter general. Y que una excesiva fragmentación de los estados podría ir en detrimento de la protección de los derechos humanos y la preservación de la paz y la seguridad. El sujeto del derecho de libre determinación, según esta tesis, se define de acuerdo con las fronteras preestablecidas que configuran un Estado. Según la llamada teoría de la infinita divisibilidad, el reconocimiento del derecho con carácter general puede llevar a una progresiva fragmentación del territorio mediante la aplicación de criterios nacionalistas cada vez más estrictos, produciéndose tras cada secesión una nueva secesión, nos llevaría a una especie de "tribalismo postmoderno” ¡menudo avance!. Sería algo absolutamente irracional.

D. Claudio Sánchez Albornoz, historiador eminentísimo, ministro y presidente del gobierno republicano en el exilio, exponía en las Cortes de la II República:

“La unidad española radica en algo sustantivo; pese a algunos amigos catalanes que se sientan enfrente, hay una unidad geográfica, racial, cultural, de temperamento y de destino, que nos ata a perpetuidad; pese a las pesadillas de los cerebros torturados de uno y otro bando, no corre peligro la unidad española, primero, porque sólo desean la ruptura de esa unidad una docena de insensatos, y que defienden la libertad de las regiones; después, porque si algún día la pasión cegara de tal manera las mentes de todas las gentes que integran una cualquiera de las regiones españolas que les llevara a un suicidio colectivo, a pensar en una separación de España, las otras regiones no lo consentirían, y, por último, porque si España tendiera algún día puente de plata a la región hostil que no se comportara fraternalmente con otras, todos lo sabéis, la región que atravesara el Rubicón de la ruptura, antes de medio siglo o tendría que pedir sin condiciones su reingreso en la comunidad española o sería un montón de harapos y de ruinas.”

Cierto que las cosas han cambiado hoy día en algunos aspectos. Los independentistas sueñan con estar en Europa, en el gran mercado, sin ser tributarios de España; otra cosa es que al mercado le interese una fragmentación excesiva. Pero llevan algo de razón si la única perspectiva para España es la Europa individualista, materialista y capitalista. Si España dimite de su auténtica e interrumpida vocación Hispana, espiritual; si estamos dispuestos a ser mera colonia de otras empresas, el viaje hacia Europa no precisa de ninguna alforja española: ni para Cataluña, ni para ninguna otra región de España. Y esta es la gran cuestión, anterior y causa de muchas de las que subyacen al problema del separatismo. En nuestra política internacional es donde de veras se está jugando y, acaso, perdiendo ya irremisiblemente, la idea de España.

¿Existe hoy un proyecto sugestivo de vida en común para los pueblos de España? ¿Existe una baza que jugar a la española en el tablero internacional? Casi ya olvidado y traicionado nuestro anterior designio de unidad sólo nos cabe la esperanza de otear algún día naves venidas del otro lado del Atlántico, para hacernos descubrir y recordar cuál es nuestro lugar en el mundo.

La Unidad de Destino en lo Universal de José Antonio es un proyecto de catolicidad (universalidad) secularizada, que no admite dar pasos hacia atrás en la Historia, y que no se deja engañar por trampantojos como los guetos de la multiculturalidad ni aquellos otros amparados por los “hechos diferenciales”. Respetar dichos guetos solo sirve de coartada para renunciar a la posibilidad de entenderse en un lenguaje común metalingüístico. Asumir ese Destino nos permitirá avanzar juntos por el camino correcto y retornar al momento del castigo bíblico de Babel. Hay que demostrar al Yahveh del Antiguo Testamento, con méritos patentes, que la humanidad dispersa y multiforme merece el don de la Unidad. La Gaceta- 6 España –esta es su marca histórica– representa, como ninguna otra nación, una apuesta por unir lo disperso y lo heterogéneo. La Patria, la misión, nos lo demanda: ¡España es irrevocable! Y es un imperativo moral.

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