ARGUMENTOS

Hablemos de la soledad

El compromiso de la sociedad para evitar la pandemia de la soledad no deseada debe ser férreo, inteligente y sensible. Y pasa por potenciar y poner en valor las relaciones humanas sanas y directas y cultivar las virtudes que han adornado tradicionalmente nuestra forma de convivencia.


Publicado en el núm. 154 de Cuadernos de Encuentro, de otoño de 2023. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

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Hablemos de la soledad

Hablemos de la soledad


La soledad se ha convertido, a estas alturas de la historia, en una de las preocupaciones sociales más prevalentes y puede llegar a ser la pandemia social del siglo xxi. Me atrevería a decir que de las más preocupantes si nos referimos a la soledad no deseada y lo analizamos en dos grupos de población importantes, como son los jóvenes y los ancianos. Es en estos dos importantes segmentos de la población en los que esta variante de la soledad puede tener una repercusión más negativa, tanto desde una perspectiva personal como por su repercusión social, sanitaria y antropológica. El hombre es un ser social por naturaleza, a lo largo de la historia se ha evidenciado la dificultad que supondría su supervivencia solo y aislado. La humanidad ha conseguido sus mayores cotas de progreso fundamentándose en sociedades con conciencia de grupo y con el mutuo apoyo que le prestan sus agrupaciones naturales de convivencia, como son la familia y el pueblo, ciudad o tribu, según culturas, y las entidades nacionales que articulan esta convivencia. No somos nadie solos. Pero podemos sentirnos y estar solos rodeados de gente. Y podemos estar solos, voluntariamente, rodeados de gente. El problema viene cuando esta soledad no es una elección, sino una circunstancia vital que nos provoca una reacción negativa para nuestro bienestar emocional y material.

Hay distintas formas de soledad. El aislamiento es una forma de experiencia humana, está unida a nuestra naturaleza y en cada momento y en cada persona tiene un significado, que puede ser positivo o negativo según el sujeto y las circunstancias que lo rodean. Lo que sí quedan claros son los efectos indeseados de la soledad no deseada. No se debe confundir el hecho de estar solo con el sentimiento de soledad.

A pesar de los cambios que el progreso tecnológico está produciendo en las relaciones humanas y de las distintas formas de relacionarnos que se han gestado en los últimos tiempos, seguimos necesitando el contacto humano, el abrazo, la caricia, el afecto y la cercanía. En definitiva, el calor humano. Si esta relación estrecha se pierde estamos modificando sustancialmente nuestra forma de estar en el mundo, con las repercusiones que ello tiene en la sociedad. La incomunicación genera indefensión, melancolía y tristeza. Y esto se está generalizando. Estamos en un momento de real alarma social y sanitaria por las repercusiones de la soledad no deseada.

También es cierto que la soledad no ha sido siempre un problema, su significado ha variado a lo largo del tiempo y ha dependido mucho de variables como la edad, el sexo, la clase socioeconómica, la raza y, principalmente, la madurez psicología de la persona. No siempre ha tenido una connotación negativa. Es más, se ha concebido en otros momentos el acto deliberado de estar solo como una manifestación de espiritualidad, de meditación, de cercanía a Dios y, en otros ámbitos de estar en comunión con la naturaleza.

En los 28 años que Robinson Crusoe permaneció en la isla, Daniel Defoe, en su novela, no hace ninguna mención a que nuestro naufrago se sintiera solo o experimentara sentimientos negativos de su situación de solitario. En su época (siglos XVII-XVIII), esta forma de estar no era tan problemática. La profesora de Historia Moderna de la Universidad de York (Reino Unido) Fay Bound, ha analizado el concepto de soledad y sus distintas manifestaciones a través de la historia, así como las distintas formas en que ésta repercute en las personas. El ejemplo de Crusoe se puede extrapolar a la canción de George Moustaki Ma solitude, en la que la soledad era su compañera de viaje en sus recorridos por el mundo y hacía que el cantante no se sintiese solo.

La soledad como una aflicción social negativa, como un problema generado por las estructuras sociales y de relación, tiene su despegue de manera evidente en el siglo XX. Ya no es solo el aislamiento buscado por el creativo (escritor, pintor) por el místico o por el pastor, sino que es la soledad del desplazado, del abandonado, del marginado, bien sea en función de su condición o de su edad. Y es la soledad del rodeado de ruido y gente en la gran ciudad, del sitiado por una tecnología que presuntamente le conecta con el mundo desde su casa y el aislamiento del que vive solo su vejez en un pueblo que han abandonado los otros y que le han abandonado a él, los hijos, la familia, los vecinos. Es el reflejo de la canción de Los Beatles Eleanor Rigby, sobre ancianos que viven en soledad:

Ah, mira a todas las personas solitarias.
Eleanor Rigby recoge el arroz
en la
iglesia donde ha habido una boda.
Vive en un sueño, espera en la ventana.
Con el gesto que guarda en un frasco junto a la puerta.
¿Para quien será?
Todas las personas solitarias
¿De dónde vienen?
Todas las personas solitarias
¿A dónde pertenecen?


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La soledad no deseada es un sentimiento doloroso e incómodo que se experimenta y que se refiere a la sensación de estar solo y no tener la compañía o la conexión emocional que se desea. Este tipo de soledad puede surgir por diversas razones, como son la pérdida de un ser querido, la falta de amistades cercanas, la desconexión con la comunidad o el aislamiento social. Esta es la soledad que se acrecienta en nuestra época, es la soledad del desamparo y del abandono.

No es la soledad física, es la soledad que se refleja en la mente, la que nos hace sufrir, la que nos enferma de melancolía y la que establece el círculo de enfermedad y tristeza. Este desamparo está muy relacionado con la salud mental. Hay muchas enfermedades mentales que cursan con sentimientos compatibles con los que genera la soledad no deseada, tales como aislamiento, abandono, desamparo, bloqueo, incomunicación o indefensión.

La angustia de la soledad es un sentimiento profundo de tristeza, ansiedad y desesperanza que surge cuando nos sentimos solos y nos falta la compañía y la empatía de los demás.

La soledad es una experiencia humana común, pero cuando se convierte en una constante y se experimenta de manera intensa, puede afectar negativamente a nuestra salud mental y emocional. Genera pensamientos negativos, sentimientos de abandono y sensación de vacío y desesperanza. También puede provocar una disminución en la autoestima y una tendencia a aislarse aún más.

Es importante destacar que la angustia de la soledad no necesariamente está relacionada con la cantidad de personas con las que nos rodeamos, sino más bien con la calidad de las relaciones que tenemos. Una persona puede sentirse profundamente sola incluso estando rodeada de otras personas si no se siente comprendida o conectada emocionalmente con ellas.

La repercusión social de todo esto es incuestionable. Pero cabe preguntarse qué ha sido lo que nos ha llevado a la situación actual, en la que, según los estudios más serios, sobre el 70% de la población considera que la soledad no deseada es un problema social importante. Estos mismos estudios nos dicen que aproximadamente hay un 15% de la población española que sufre esta situación con datos del Observatorio Estatal de la soledad no deseada de la Fundación Once. Uno de los puntos más significativos de este informe es que el sentimiento de soledad es más frecuente en los jóvenes de 16 a 24 años (21,9%) que en otros segmentos de la sociedad, lo que nos habla con claridad del cambio de patrones de comportamiento social y de la magnitud a futuro del problema.

Las cifras porcentuales se mantienen estables alrededor del 14% en los siguientes grupos de edades, para aumentar de nuevo de forma significativa a partir de los 75 años, dándose en este grupo más en mujeres que en hombres. Evidentemente, éste no es un fenómeno exclusivamente español, es más, no estamos a la cabeza del problema respecto al resto de países. Hay países que han tenido que tomar medidas más drásticas y de mayor repercusión social, hasta llegar al extremo de Japón, que ha creado un Ministerio que se ocupa en exclusiva de este problema; o el Reino Unido, que le ha dado categoría de Secretaría de Estado. Otro fenómeno a tener en cuenta en este recuento de cifras es la cantidad de hogares en los que vive una sola persona: sobre el 24% ya en España. Cierto es que aún estamos lejos de las cifras del Suecia (más del 50%) o de Alemania (sobre el 40%).

Otro dato a considerar es que alrededor del 70% de estos hogares unipersonales están habitados por mujeres. En Japón se reportan casos de ancianos que cometen un delito para ingresar en prisión y huir de la soledad. Como ya hemos visto, los hogares españoles también encogen: en los años 70 eran de media de casi cuatro personas. La disminución de la natalidad, el aumento de divorcios, separaciones y relaciones poco estables y el aumento de la esperanza de vida, entre otros factores mensurables, hacen que las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística apunten a que, en 2037, uno de cada tres hogares albergará a alguien solo.

Esta tendencia al aislamiento, a vivir en soledad, muchas de las veces no deseada, es, partiendo de un análisis convencional, un reflejo del cambio de las condiciones de vida y, si lo afrontamos con mayor profundidad, podría estar más relacionado con un cambio de la estructura social, con la desaparición de las estructuras familiares fuertes y la eclosión y consolidación del individualismo como patrón de comportamiento colectivo. Es cierto que la movilidad laboral, los estudios fuera de la ciudad de origen y la emancipación de los hijos del hogar paterno favorecen el aislamiento y los hogares unipersonales. Pero es más cierto que el abandono de los patrones de conducta de la familia tradicional, con sus redes de apoyo y convivencia intergeneracional y la salida por motivos laborales de todos los miembros del núcleo familiar llevan aparejada la falta de tiempo para dedicar al cuidado de mayores y pequeños.

Como consecuencia se deben poner estos cuidados en manos de organizaciones estatales o privadas, probablemente eficaces en cuidados materiales pero frías y exentas del calor humano que, sin duda, seres cercanos y dispuestos a ello podrían proporcionarles. Todos estos condicionantes, unidos a un orden social que cada vez favorece más el egoísmo y el hedonismo, eclosiona con la falta de compromiso con los más vulnerables y en la satisfacción inmediata de los deseos, sean estos sofisticados o primarios, y propician unas relaciones humanas a veces efímeras y con un miedo cerval al compromiso y a mirar al futuro.

«La revolución neoliberal generó individuos aislados, disminuyó el compromiso con las personas y adelgazó la arquitectura comunitaria». El siglo de la soledad (Ed. Paidós) Noreena Hertz.

Esto se ve reflejado, como ejemplo paradigmático, en la sustitución de los hijos por mascotas o la convivencia y el cuidado ad absurdum de animales de compañía, que ya está presente en nuestra sociedad y que adquiere caracteres de triste fenómeno sociológico. Bien se de este fenómeno en parejas que no quieren compromisos y cargas de descendientes o bien en personas que viven y están solas, dice mucho de lo que está pasando pero, fundamentalmente, de lo que nos depara el futuro si estas tendencias siguen consolidándose. No sabremos qué fue antes, la soledad que propicia estos fenómenos o el adscribirse a estos comportamientos que, tarde o temprano, llevan a la soledad al no propiciar y valorar los lazos de afectividad humana.

Otra derivada de la soledad y más en la sobrevenida y no querida, es su repercusión en la salud y por tanto en los sistemas sanitarios y de protección social. El consumo de recursos y la tendencia a enfermar, física y psicológicamente, aumenta de manera casi exponencial en las personas solas y si son ancianas en un grado mayor, como es lógico, aumentando el riesgo de mortalidad. La repercusión en la calidad de vida de las personas abarca síntomas y enfermedades tan variadas como: la tendencia a la obesidad y sus trastornos metabólicos asociados, la ansiedad y los trastornos depresivos, determinadas cardiopatías, la demencia y muchos más. Se está barajando incluso la posibilidad de su repercusión en las enfermedades autoinmunes. Sin olvidar que la tasa de suicidios es mucho mayor en personas que padecen una soledad patológica, en cualquier grupo de edad y de estrato social. Todo ello tensa y estresa el sistema de protección social y sanitario, que puede llegar a colapsarse con más facilidad en el futuro si continúa la tendencia a la mayor demanda e hiperfrecuentación por parte de estos pacientes.

El peso que tiene la pérdida del sentido trascendente de la vida, la esperanza en el Mas Allá, en resumen, de la presencia de la religiosidad en las relaciones humanas, merece también un comentario, por su repercusión en la vivencia de la soledad y lo que condiciona nuevas relaciones humanas. La práctica de la misericordia, el acompañamiento a los que están solos y necesitados, también a los enfermos y a las personas mayores, se está olvidando y marginando en nuestra sociedad en la misma medida que la religión que trasmite esos valores.

Incluso un hecho que pudiera parecer marginal, como es la asistencia en los pueblos a la misa dominical, a las novenas o a los rosarios, que juntaban a la gente, compartían estos eventos y al finalizar se socializaban y estrechaban lazos de amistad, se está perdiendo con la bajada de frecuentación a los actos religiosos unido, en las zonas rurales, a la falta de sacerdotes que oficien estas ceremonias y a la despoblación.

De cualquier manera el hecho más preocupante socialmente relacionado con la soledad no deseada, sabiendo lo importante que es en las personas mayores, es su repercusión e incidencia en los jóvenes. Por lo que ya está sucediendo, me remito a las cifras citadas con anterioridad, pero sobre todo por lo que pueda afectar al futuro de la sociedad y las relaciones humanas. Y aquí de nuevo juegan un papel de gran importancia las nuevas tecnologías y las redes sociales. El exceso de tiempo que se dedica al uso de dispositivos electrónicos y a la conexión a estas plataformas contribuyen al aislamiento. Aunque estas plataformas y herramientas digitales tienen la capacidad de conectar a las personas, también pueden fomentar la comparación constante, la sensación de exclusión y la falta de interacción real y significativa. La falsa sensación de comunidad, en la que no existe el contacto humano y la vivencia de grupo, tan importante en estas etapas de desarrollo y afianzamiento vital, ejerce una influencia en bastantes ocasiones negativas, que se reflejan en la inseguridad, facilidad para la manipulación y desesperanza de los jóvenes que se ven enredados en ellas. Y cada vez son más.

Además, la falta de actividad, el sedentarismo y el aislamiento en la etapa juvenil puede llevar a una disminución en las oportunidades de socialización. La falta de lugares de encuentro, de asociacionismo y de relación, el exceso de responsabilidad y carga académica y las demandas de la vida cotidiana pueden llegar a crear también un sentimiento de aislamiento y soledad. Estas vivencias en la etapa juvenil puede tener consecuencias negativas para el bienestar emocional y el desarrollo personal. Puede aumentar el estrés, la ansiedad y la depresión, disminuyen al tiempo la autoestima, la seguridad en uno mismo y las habilidades de relación social.

La formación en valores, el potenciar los espacios seguros (asociaciones, clubes, etc.) y el voluntariado, donde interactuar y conectarse, esta vez sí, físicamente, son algunas de las alternativas a ofrecer para desconectar del uso masivo de estas redes sociales en las que circula tanta mercancía averiada. Es necesario promover la educación sobre el uso saludable de la tecnología y fomentar el equilibrio entre la vida virtual y la vida real. Los jóvenes deben aprender a establecer límites en su tiempo de pantalla y a buscar conexiones humanas significativas fuera del ámbito digital.

Es fundamental crear conciencia sobre la importancia del apoyo emocional y la comunicación abierta entre los jóvenes y sus familias, amigos y maestros. Estos vínculos cercanos pueden brindar un sentido de pertenencia y seguridad emocional, ayudando a prevenir la soledad y el aislamiento. Es importante recordar que la soledad no tiene por qué ser algo negativo, ni en estas edades ni en cualquier otra. Puede ser una oportunidad para el autoconocimiento, la reflexión y el desarrollo personal. A veces, podemos encontrar satisfacción y plenitud en nuestra propia compañía, siempre que lo deseemos y lo busquemos.

Por último no podemos olvidarnos de dos colectivos que padecen con frecuencia las consecuencias negativas de la soledad dadas sus características especiales: las personas con discapacidad física, psíquica o sensorial y los enfermos mentales. Estas condiciones dificultan enormemente el establecimiento de relaciones interpersonal es sólidas y en no pocas ocasiones se ven sometidas al rechazo e incluso el acoso inmisericorde individual o colectivo por parte de individuos con escasa o ninguna conciencia social, lo que deriva en su soledad y el aislamiento.

Todas las propuestas de ayudas y posibles soluciones que se proponen en los párrafos siguientes deben redoblarse en estos colectivos más vulnerables y debe ser la sociedad en su conjunto la que tome conciencia del bienestar, no solo físico y material sino también psicológico, de un mundo tan vulnerable como el de la discapacidad y el de la enfermedad mental crónica y excluyente.

El compromiso de la sociedad para evitar la pandemia de la soledad no deseada debe ser férreo, inteligente y sensible. Y pasa por potenciar y poner en valor las relaciones humanas sanas y directas y cultivar las virtudes que han adornado tradicionalmente nuestra forma de convivencia.

Hay que educar en la importancia de las relaciones sociales, de las relaciones de familia, de la comunicación intergeneracional. Hay que ayudar a aprender a unos y a que otros y que no olviden los valores de la misericordia y la camaradería. Tenemos que poner en valor los beneficios de la amabilidad, la convivencia sana, la empatía, promover una cultura de apoyo mutuo en la sociedad donde las personas estén dispuestas a ayudar a otros y se sientan cómodas al pedir ayuda cuando lo necesiten.

Tenemos que saber darle la vuelta a la tortilla al uso de la tecnología, utilizarla para conectar a las personas; aprovechar las redes sociales, las aplicaciones de mensajería y otras plataformas digitales para facilitar la comunicación y el contacto entre las personas. Esto puede ser especialmente útil para quienes tienen dificultades para asistir a eventos o actividades presenciales.

Hay que luchar contra la desaparición de lugares de convivencia y de intercambio, de diversión y de aprendizaje, hay que salir a la calle, no vivir y potenciar la vida intra muros de las casas, hay que hacer las ciudades habitables y seguras. Hay que pensar en los ancianos y también en los jóvenes y en el diálogo entre estos dos grupos humanos.

Y hay que pensar en quién está inmerso en la amargura de la soledad no deseada y ayudarle con los medios que tenga cada uno para salir de ese pozo que le ahoga, al que no llega la luz y del que no ve la salida.

«Sentirse solo es no tener a nadie a quien agarrarse cuando tienes algún problema; nadie que te quiera cuando necesitas cariño; nadie cuando necesitas ayuda».

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