ARGUMENTOS

Bienestar y democracia

El Estado de bienestar, lejos de considerarse un logro histórico se percibe como un derecho natural innegociable (...) El Estado de bienestar consiste en garantizar, en virtud del omnímodo poder del Estado, dos cosas: seguridad y las ventajas y disfrute del progreso social.


Publicado en las revistas: Mástil Digital (mayo de 2012), y Cuadernos de Encuentro (otoño de 2020). Ver portadas de Cuadernos y de Mástil en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

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Bienestar y democracia

Bienestar y democracia


El Estado de bienestar ha permitidomás bien ha facilitado– que las tres o cuatro últimas generaciones de europeos se convenciesen de que eso, el bienestar, lo mismo que el progreso, lejos de ser un logro histórico que es preciso valorar en su medida, agradecer en lo que vale y utilizar debidamente para el crecimiento del ser humano, son, por el contrario, regalos que salen del aire, condiciones naturales de la sociedad, exigibles, condiciones que han existido siempre y siempre existirán; algo así como un derecho natural innegociable, del que, además, se puede hacer derroche puesto que no se acaba nunca.

Estas generaciones de europeos, y de españoles, componen una sociedad de la abundancia donde, entre otros tipos humanos, se realiza, también con abundancia y de forma muy acabada, el “hombre masa” que ya avizoraba Ortega y Gasset en la Rebelión de las masas, esa especie de niño mimado ignorante del esfuerzo que ha costado y cuesta mantener en pie, día tras día, una civilización que haga posibles esos avances; un ser al que ni por asomo se le ocurre que, el día menos pensado, todo puede desplomarse y desaparecer (hoy tal vez ya sospeche algo); un personaje a quien le importa muy poco la marcha y el rumbo de la sociedad, siempre que le suministre seguridad, comodidades y libertad (formal, claro); y por ello, y no por espíritu democrático, delega gustosamente su poder –en parte por perezosa indiferencia, en parte por impotencia– a minorías especializadas en hacer política, los partidos políticos.

Pero de esta frivolidad tan extendida y predominante en nuestro mundo de hoy no es sólo culpable el ciudadano anónimo, al fin y al cabo inevitablemente inducido por fuerzas de orden cultural y psicológico que le superan. También el Estado, como institución envolvente de toda la realidad política de una nación, lo es.

Digamos del Estado, que, históricamente, se concibió, no propiamente como una institución, sino como un procedimiento de racionalización del modo de gobierno autoritario de los príncipes del Renacimiento. Pero gobernar sin cortapisas exigía una espiral de concentración de poder (entonces aún muy disperso, al estilo medieval), y de extensión del mismo a zonas de la vida humana que por diversas razones empezarían a ser de interés del gobernante, especialmente a partir de las monarquías absolutas del siglo XVIII.

Por ello, una vez iniciado el funcionamiento de la máquina del Estado, científicamente concebida para absorber poder, ésta ya no puede dejar de hacerlo. Esa es su tendencia, por así decir, natural; y es su horizonte final la totalidad de los ámbitos humanos y el cien por cien de apropiación del poder. Y ello a costa de toda instancia social que se le vaya poniendo por delante, ya que lo que necesita el Estado ante sí son meros individuos, no organismos que le compliquen su labor de peinado igualitarista de la sociedad. Por ese motivo, uno de los vectores de la historia de los últimos quinientos años es precisamente el forcejeo de límites y de uso del poder entre Estado y sociedad.

Por lo tanto, es preciso convenir que el Estado es, por su propia dinámica, totalitario, con independencia de quién lo ocupe y del adjetivo que se le coloque: será totalitario de una u otra forma, pero no podrá dejar de serlo, está en su naturaleza. Por esa razón el problema será siempre el de quién o quiénes se hacen cargo del Estado, quiénes lo ocupan, aunque sea con la mejor intención.

El Estado, una máquina ciega, muda y sorda, adopta siempre el semblante de la ideología dominante de cada época histórica, la ideología de quienes detentan el poder y que no suelen ser aquellos que se ven a diario en los noticiarios, sino una nomenclatura más difusa, pero real, cuya presencia acaba haciéndose sentir siempre, puesto que sus miembros componen un poder más abstracto y, por abstracto, absoluto y geográficamente bien distribuido, a escala continental [1].

La ideología dominante hoy, y sobre todo desde el final de la última guerra mundial, es la socialdemocracia, combinación de socialismo revisionista (no marxista) o renegado del marxismo y de neoliberalismo, que algunos asocian expresamente al capitalismo financiero; y cuya obra histórica es el Estado de Bienestar. Éste no es sino un hito más en la marcha hacia el paraíso en la Tierra de la sociedad sin clases (sociedad igualitarista) y, si vamos a escuchar al progresismo más progresista, hacia un hombre nuevo, conseguido simple y llanamente a fuerza de biotecnología, y no de voluntad. Un panorama, cuando menos, entre absurdo e inquietante, hacia el que marchamos, quieras o no quieras, por decisión expresa de los poderes fácticos dominantes nacidos del híbrido antes señalado.

Con estos mimbres, el Estado de bienestar, pese a sus excelencias materiales que nadie puede discutir en sí mismas (aunque sean más perecederas de lo que todos ciegamente creíamos), consiste en garantizar, en virtud del omnímodo poder del Estado, dos cosas: seguridad y las ventajas y disfrute del progreso social, de forma igualitaria, a todos los ciudadanos, pero necesariamente a cambio de que estos, merced a una fraudulenta forma de participación política, no alcancen nunca su madurez política y su voluntad y libertad auténticas; a veces incluso su madurez personal a la vista del creciente infantilismo de las sociedades de la abundancia. Yo te cuido y te permito disfrutar (lo cual, además, me conviene, pues, así, no molestas), pero, a cambio, déjame hacer a mí, es el trato del Estado de bienestar con sus ciudadanos, a los que no ofrece ninguna oportunidad de crecer humanamente.

Por otra parte, la burla al pueblo soberano que decide en las urnas se consuma entregando la total posesión de facto del poder –mediante el inevitable y tonto folclore electoral– a las distintas oligarquías constituidas por los partidos políticos parlamentarios. Estos, a su vez, participan de la farsa aparentando recibir con mucha gratitud la confianza de la ciudadanía. Y, en cuanto a las subideologías de los partidos de un mismo sistema, éstas son –no pueden ser otra cosa– solamente facetas, variantes, matizaciones de la misma ideología socialdemócrata, ante la que se inclina, muy lógicamente, hasta el rey de España. La ideología de la socialdemocracia la impone la propia época que vivimos, toda vez que está impregnada de su contenido, el cual ha llegado ya a ser –y de ahí su fuerza de sometimiento– la cultura de la calle.

Sólo nos queda decir, que creemos que esta sociedad española nuestra de hoy no marcha en pos de la verdadera democracia, ni mucho menos la ejerce. La verdadera democracia, como la verdadera patria, tienen que ser peldaños colectivos, pues sociables somos, para que la especie humana pueda ir progresando (eso si es auténtico progreso) hacia el bien y la verdad, es decir alzándonos hacia Dios.

Una buena y superior democracia, donde un pueblo orgánicamente vertebrado según sus necesidades, usos y tradiciones (si aún queda algo de eso) ejerza el poder a través, si se quiere, de los mismos partidos políticos (eso lo marcará la historia, en definitiva), pero convertidos estos en canalizadores, de abajo arriba, de la voluntad de la nación organizada.

Una buena y superior democracia exige que sea el ethos del pueblo (conjunto de creencias que da unidad al pasado, al presente y al futuro de un pueblo, y cuyo restablecimiento en los pueblos europeos, y desde luego en España, es urgente), organizado en una sociedad bien vertebrada, lo que confiera semblante y espíritu al Estado, no las ideologías oficialmente dominantes.

Cuando un pueblo tiene un ideal común (en definitiva, si ese pueblo constituye una patria, según nuestra terminología), cuando ese pueblo no está dividido por ingenierías ideológicas insalvables, sino unido por un mismo principio de ley natural y búsqueda del bien común –objeto último de la política–, entonces la democracia funciona, pues trabajan todos sus elementos en una misma dirección –con todos los conflictos menores que se quiera–; la sociedad podrá controlar el grado de totalitariedad que tolera al Estado y, en todo caso, suplir esa absorción de poder, por el ejercicio repartido del mismo por parte de una sociedad estructurada orgánicamente (con arreglo a necesidades y costumbres), no artificialmente (con arreglo a esquematismos impersonales).

Pero hace falta tener un fin. De lo contrario, tendremos siempre esa sensación, tan actual, de final de la historia, en que uno ya no se sabe muy bien qué se puede hacer en los próximos siglos, y habrá siempre, inevitablemente, en nuestra sociedad un clima de guerra civil más o menos latente, más o menos expreso, pues ya se sabe que, cuando el diablo no tiene qué hacer, mata moscas con el rabo, y también que en cuanto hay trabajo que hacer, las tonterías quedan atrás.

Toda nación realmente histórica, es decir toda nación que se ha ido formando a golpes de voluntad de sus pueblos porque tenían una razón para hacerlo, como es el caso de España, tendrán siempre un fin, aunque sólo sea, como último deber, ofrecer a la comunidad humana la riqueza de su personalidad forjada por la historia.

Una buena, superior y exigente democracia, pues, que haga a los hombres sacar lo mejor de sí mismos, y nos permita a todos, como decimos, crecer hacia el bien, la belleza y la verdad, donde todo cobra sentido.


1. Estas reflexiones sobre el Estado son, en todo, deudoras del pensamiento y enseñanzas del profesor Dalmacio Negro.
 

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