OPINIÓN

Libertad de expresión

Publicado el número 189 de 'Altar Mayor', 1er trimestre de 2020
Editado por Hermandad del Valle de los Caídos.
Ver portada de Altar Mayor en La Razón de la Proa.

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Libertad de expresión

Libertad de expresión.

Este es uno de los puntos, de los que se ocupa la Constitución de 1978, que más se vulneran, fundamentalmente por aquellos que con más ánimo lo exigen cuando les conviene. Y no es porque aparezca confuso en su redacción y dé lugar a interpretaciones más o menos acertadas. No. Y, sin embargo, debería ser uno de los que se respetarán con mayor ahinco por ir ínsito en el hombre desde su nacimiento. Dice el artículo 19 de la Constitución:

Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Para su redacción no tuvieron que cavilar mucho los padres de la patria que se ocuparon del primer artículo del principal de los cuerpos legales por los que hemos de regirnos para una buena convivencia entre los españoles. ¡Qué va! Les bastó echar mano de la «Declaración de los Derechos Humanos» aprobada por unanimidad de los 56 miembros de la ONU durante la tercera Asamblea General celebrada en París el 10 de diciembre de 1948.

No tocaron ni una coma, y para no pensar demasiado, incluso hicieron coincidir el número del artículo con el de aquella. Tampoco se rompieron la cabeza los ilustres legisladores de las Naciones Unidas cuando redactaron su «Declaración», pues pidieron prestado todo el contenido de este artículo a la «Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789», salida de la Revolución Francesa, por cuya razón, quizás, los de la ONU decidieron aprobar su Declaración en París.

Este es un tema que de una forma u otra toca todo aquél que se precie –sin que ello suponga el firme propósito de cumplirlo en el futuro– sobre todo cuando los enervados defensores acceden a puestos de gobierno y pretenden imponer sus principios, su ideología, sus caprichos, sus gustos, es decir, volcar su personalidad sobre los asuntos que pretende cambiar para ajustarlos a sus postulados en la materia.

El ánimo de romper lo establecido sobre la libertad de los hombres no es preciso buscarlo en lugares recónditos, en encuentros difusos, en presunciones complejas. Está al cabo de la calle que sentencia la castiza expresión. Por ejemplo:

Si alguien enarbola una bandera con el escudo del águila de San Juan, con cuyo emblema se aprobó la Constitución de 1978, la izquierda empedernida grita con desafuero insultando y condenando al ciudadano que tiene esa ocurrencia, pero él, el izquierdista, saca a relucir cuando le place la bandera de la II República, e incluso el presidente del Gobierno rinde homenaje a las «13 rosas» en presencia de una 6 bandera de dicho tiempo;

O cuando un grupo de españoles canta en un partido de fútbol u otro evento, el himno nacional con la letra de José María Pemán, también se encocoran esos izquierdistas que exigen derechos de cualquier cosa en las manifestaciones ciudadanas, con el acompañamiento de violencia; y no digamos si los mismos u otros españoles cantan el Cara al Sol, sin recordar esos ansiosos de la libertad que pocos días antes cantaron La Internacional en un mitin en el que intervenía su jefe de partido.

Digamos que son ejemplos casi pedestres para demostrar que los ciudadanos de la nomenclatura izquierdista, defensores «a matar» –como dicen los futbolistas antes de salir al campo– de los derechos de los individuos que pertenecen a su condición, pero se lo niegan a otros ciudadanos que muestran su júbilo con el mismo énfasis, limpia trayectoria, sana intención, alegría por los éxitos conseguidos o entrega generosa a una idea que consideran mejor que la que se está llevando a la práctica.

Nos movemos sin ningún impedimento en esa vulneración de los derechos humanos, del individuo, del ciudadano, del hombre en suma. Bien hacen en España los que deberían «jurar –o prometer los que carecen de gallardía para jurar– la promesa de acatar la Constitución» y sueltan cualquier sandez –en contra de lo que dice la Constitución– dado que no están dispuestos a cumplirla, con el placen de la presidencia de la Cámara, quien lo considera dentro del derecho de expresión.

Si empiezan el primer día incumpliendo la Constitución quienes han de hacérnosla cumplir, ¿qué les vamos a pedir en el futuro? Y si eso hacen quienes tienen la obligación de defenderla y hacerla cumplir, ¿qué vamos a pedir a los demás ciudadanos?

Ello lleva a que, luego, cualquier descerebrado, desde la presidencia del Gobierno por ejemplo, promueva una Ley de Memoria Histórica que no hay por dónde cogerla en cuanto a cumplir los preceptos constitucionales relacionados con los derechos de los españoles, ya que se los carga de un plumazo de artículo en artículo; cosa que después vienen a querer enmendar a peor los que en las plazas públicas de España montan acampadas pidiendo derechos a porrillo.

A lo que se suma de hecho otro presidente del Gobierno, hoy en funciones, pues le parece poco lo establecido y, además de querer restringir más todavía los derechos de los españoles mediante la modificación de la Ley de Memoria Histórica, quiebra lo acordado en el artículo 19 de la Constitución, los acuerdos con un país extranjero como los establecidos con la Santa Sede, y fuerza a retorcer las sentencias del Tribunal Supremo para sacar adelante su promesa de individuo malintencionado, malsano, preñado de odio no justificado, embustero por demás, ansioso de poder y que aparenta desear hundir en la miseria a su país y hacerlo desaparecer cuando tiene una historia inigualable que lo avala en el mundo entero.

Este es un tema prácticamente inagotable, pues en él está la base de la humanidad, del hombre, de la familia, de las leyes, de la convivencia, del buen gobierno que busca el bienestar de los ciudadanos, de los hombres. Insistiremos al respecto.


 

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