¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Autor: Antonio Martínez Belchí. Existe un consenso cada vez mayor sobre la necesidad de volver a formas de enseñanza de tipo tradicional, alejadas del hechizo de las pantallas y las nuevas tecnologías.
Publicado en primicia en el digital El Manifiesto (24/07/2023), recogido posteriormente por las revistas El mentidero de la Villa de Madrid (26/DIC/2023) y Cuadernos de Encuentro (Primavera 2024). Ver portadas de El Mentidero y Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
La reciente publicación del último Informe PISA ha vuelto a poner bajo el foco de la opinión pública la prolongada crisis del sistema educativo en nuestro país. Dejando aparte la distinción entre «regiones del norte» y «regiones del sur», así como el factor del alumnado de origen inmigrante, los resultados de PISA ponen ante nuestros ojos una decadencia de la educación en España que, por cierto, se inscribe dentro de una caída general de los sistemas educativos europeos –incluidos los escandinavos– frente a la pujante ética del trabajo de los sistemas asiáticos. Dada la confusión de ideas reinante en tantos ámbitos de nuestra vida pública, nos parece que no vendrá mal reunir algunas reflexiones de fondo sobre el tema, referidas ante todo a la concreta situación de nuestro país.
Parafraseando una vez más la archiconocida pregunta de Vargas Llosa, podemos preguntarnos «cuándo se jodió la educación en España». Para empezar, cabría referirse a esa popular –y certera– opinión según la cual nuestros institutos hace tiempo que se convirtieron en guarderías para adolescentes. Existe hoy un amplio consenso acerca de que, desde 1960 hasta la década de 1980, la educación pública en España cumplió eficazmente su función como ascensor social, permitiendo el progreso estrictamente meritocrático de los alumnos procedentes de las clases obreras y populares. No es que la situación existente hasta entonces hubiese sido perfecta, que no lo era; pero operaban una serie de factores positivos que compensaban de manera bastante digna otros posibles fallos del sistema.
Retrotraigámonos a la España de 1970. La sociedad todavía presenta un aspecto bastante informal, aún no fosilizado o anquilosado por las rigideces del burocratismo estatal. Tras terminar la educación básica, muchos adolescentes empiezan a trabajar y a formarse como aprendices en pequeñas empresas y talleres de todo tipo. Existe, además, una red público-privada de escuelas y academias de capacitación profesional. Las Escuelas de Comercio forman contables y peritos mercantiles. Aún no se advierten síntomas de la titulitis contemporánea. Los institutos de bachillerato conservan su prestigio. La universidad todavía no se ha masificado y devaluado. No pretendemos pintar una situación idílica, pero sí señalar que, en muchos sentidos, era bastante mejor que la que tenemos hoy.
Por otra parte, y como ha señalado entre nosotros Pérez-Reverte, el Bachillerato de 1957, vigente entre nosotros hasta principios de la década de 1970, cuando es sustituido por la Ley General de Educación o Ley Villar Palasí, sirvió para proporcionar durante más de quince años una excelente formación general a varias generaciones de estudiantes que luego fueron, durante décadas, la columna vertebral de las clases medias de nuestro país. Tampoco ahora pretendemos incurrir en una fácil idealización del pasado; pero es un hecho que, cuando echan la vista atrás, muchos brillantes profesionales españoles hoy ya más que sexagenarios comentan en sus tertulias de café lo bastante que se salía sabiendo de aquel bachillerato de seis años. Tal vez lo critiquen a la vez por motivos ideológicos, pero no dejan de reconocer –lo cortés no quita lo valiente– todo lo que le deben.
Por otra parte, y más allá del sistema educativo de enseñanzas medias stricto sensu, existía un conjunto de factores sociales y culturales que favorecía por aquel tiempo la formación de nuestros adolescentes. La entonces todavía amplia vigencia de tradiciones de todo tipo, así como de la vida rural y de vecindario. La existencia de miles de salas de cine. La influencia de Televisión Española en lo que cabe considerar su edad de oro (aproximadamente, 1966-1982). El maravilloso mundo de los tebeos. La época de las enciclopedias de papel en los muebles de salón y de los álbumes de cromos. Y todo ese universo de enciclopedias juveniles y clásicos ilustrados del que aún existen rastros en rincones olvidados de nuestras bibliotecas públicas y en las cada vez menos numerosas librerías de viejo, mina de tantos hallazgos reveladores para cualquier detective cultural.
Si a todo lo anterior le añadimos una escuela primaria donde los alumnos aprendían realmente a leer y a escribir y donde apenas necesitaban algo más que las célebres Enciclopedias Álvarez, y si añadimos también unas facultades de Filosofía y Letras de donde salían futuros profesores más que dignamente formados, resulta fácil comprender la existencia de todo un mundo que hoy, en muchos sentidos, puede antojársenos casi como un paraíso en el que, además, los maestros disfrutaban de autoridad y respeto, la estabilidad matrimonial era la regla y la presencia de la madre como ama de casa en el hogar constituían el eje vertebrador de toda la vida familiar. ¿Un mundo ideal? Pues no, en absoluto, ya que también existían muchos elementos criticables (por ejemplo, recuerdo el pavor que producía en mis compañeros de 1.º de EGB la vareta de don Ángel, con la que pegaba fuertes palmetazos de castigo en las palmas de las manos de sus aterrorizados alumnos); pero sí un pequeño universo en el que, si no existían otros factores desestabilizantes, podían desarrollarse de manera bastante razonable –también desde un punto de vista educativo– la infancia y adolescencia de los niños de aquella época.
Hoy todo lo anterior sólo es ya un lejano recuerdo. La LOGSE de 1990 supuso el final de todo un mundo. Se creó la malhadada ESO, se expulsó a los niños prematuramente de los colegios tras 6º de Primaria, desapareció en su mayor parte el mundo de la caligrafía, el dibujo, los diccionarios, los copiados y los dictados. La ideología y la falta de sentido común entró en los libros de texto. Es entonces cuando los institutos se convierten en guarderías de adolescentes y los profesores de la pública empiezan a enviar a sus propios hijos a la privada (siguiendo el ejemplo de los ministros socialistas de Felipe González). Y después todo ha ido cuesta abajo, sumándose factores como el de los móviles y las pantallas (Catherine L’Ecuyer ya es completamente un tópico mainstream), el de un alumnado autóctono que llega a la escuela, cada vez más, desde un ambiente familiar enrarecido y el de una masa de alumnado de origen inmigrante que, en gran parte, está bastante poco interesado en aprender y va al instituto a pasar la mañana y a socializar.
Y bien: ¿qué hacer a partir de ahora? Existe un consenso cada vez mayor sobre la necesidad de volver a formas de enseñanza de tipo tradicional, alejadas del hechizo de las pantallas y las nuevas tecnologías. Escribir a mano, dibujar, hacer cálculo mental, tomar apuntes, buscar en el diccionario, leer cuentos y relatos de aventuras, hacer rotulaciones o trabajos manuales. Con años y años de gota a gota, haciendo este tipo de cosas en el aula y jugando a juegos de toda la vida en el patio, parece que no es posible equivocarse demasiado. Sin embargo, existen poderosas fuerzas que operan en contra de este retorno a la tradición y el sentido común anhelado hoy por tantos padres.
En primer lugar, la omnipresencia de los móviles, las pantallas y las nuevas tecnologías en la vida de unos niños y adolescentes que ya han crecido en el universo de las redes sociales. Todo este conglomerado tecnológico dispersa la capacidad de atención de las nuevas generaciones, así como de los adultos en general. Y como, además, mueve miles y miles de millones de euros, cualquier intento de revertir nuestra lamentable situación educativa debe contar con la hostilidad de unas multinacionales tecnológicas que viven de vampirizar la atención de las nuevas generaciones, dentro de lo que se ha llamado precisamente una «economía de la atención».
En segundo lugar, la ruina del antiguo estilo de vida comunitario. La vida del barrio, del vecindario, con un nutrido grupo de niños que se bajan todas las tardes a jugar a la calle, en un entorno no copado por los coches y el negocio urbanístico. Todo esto se encuentra hoy en día en proceso de extinción. La bajísima natalidad en Occidente, el ocio electrónico en casa, la desaparición de los vecindarios y de los lugares semiurbanizados donde poder jugar en la calle, la desaparición del tipo de televisiones públicas que existían en Europa en la década de 1970. Cualquier intento de reversión de la hecatombe educativa ha de chocar con un entorno social de familias de hijo único, parejas divorciadas, vecindarios vacíos de niños y espacios públicos donde ya no quedan espacios informales para jugar. El ocio electrónico online del hijo único en casa o las actividades extraescolares, así como unos deberes y tareas escolares muchas veces excesivos y donde también se ha perdido el sentido común. Todo esto opera también en contra de cualquier intento de dar un golpe de timón para cambiar el rumbo de la educación.
Y, finalmente, las campañas de ingeniería social que llevan décadas en marcha dentro del sistema educativo. Si se quiere –como se quiere– implantar un verdadero Nuevo Orden Mundial en el mundo, es necesario crear un nuevo tipo humano, más dócil y moldeable que nunca. Y la escuela constituye un lugar privilegiado para esta nueva clase de ingeniería social y cultural. Crear jóvenes individuos sin más horizonte vital que una existencia solipsista y encapsulada, ya sin perspectivas reales de crear una familia y desarrollar una vida independiente propia. Unas nuevas generaciones prefiguradas en Japón por los hikikomoris encerrados en sus dormitorios y que ya sólo se relacionan con el mundo a través de internet. Sin futuro, sin ideales, sin proyectos, sin ilusión de vivir. Adaptados a la idea de vivir en un mundo-colmena donde sólo aspiran a una renta básica de supervivencia proporcionada por el Estado y a una conexión estable a la Red. Sin amor, sin familias, sin hijos. Con una oferta pornográfica infinita, con sexo virtual, en un próximo futuro con avatares y robots sexuales. Una masa humana a la que se pretende robar toda su energía espiritual y toda su alegría de vivir en beneficio de un Tecno-Estado Mundial de súbditos tecnológicos completamente dependientes.
Tales son, muy en resumen, los grandes enemigos con los que debe enfrentarse cualquier intento de crear un nuevo universo educativo para nuestros hijos. Y no olvidemos tampoco los propios intereses del establishment educativo en sí, cuya fortísima inercia y apego a las rutinas opera como un formidable factor de resistencia a cualquier cambio de verdadero calado dentro de la educación.
Así las cosas, creemos que sólo una situación de absoluta emergencia a nivel mundial puede sacudir los cimientos de un sistema podrido y que no va a regenerarse por sí mismo. Condición, sin embargo, necesaria pero no suficiente. Hace falta, además, una nueva mirada sobre el mundo, la voluntad de construir un nuevo mundo. Una nueva metafísica, una nueva mirada asombrada e ingenua ante el universo, ese enigma de belleza extraordinaria que nos interroga como la vieja Esfinge. Y es que, sin una verdadera voluntad de penetrar metafísicamente en el significado de las cosas –una estrella, la luz de la mañana, una ola del mar–, ¿qué tipo de educación puede haber después para unos niños que quieren saber precisamente eso: qué significa la estrella, la luz de la mañana, la ola del mar?
El futuro del mundo es de los niños, los locos y los poetas. Y tal vez lo sea también el futuro de nuestras escuelas y el de nuestro propio corazón.