EDITORIAL

Falseamiento y autenticidad de la democracia.

No es extraño que, en todo el marco europeo, cunda la desafección hacia el Sistema supuestamente democrático, y el ciudadano medio se incline hacia posiciones demagógicas o populistas.


Editorial de La Razón de la Proa (LRP) de octubre de 2021, recuperado para ser nuevamente publicado en marzo de 2024. Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

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Falseamiento y autenticidad de la democracia.

Falseamiento y autenticidad de la democracia


Los moralistas suelen lamentar el feroz individualismo que caracteriza a estos tiempos posmodernos, y es fácilmente comprobable si observamos las conductas y las opiniones. Los sociólogos dejan a menudo constancia de la escasez de un tejido asociativo espontáneo, nacido de la habitual convivencia entre los ciudadanos, cosa que también es demostrable a primera vista, una vez descartado el tejido creado artificialmente desde los poderes interesados. Los educadores constatan que, en el ámbito del tiempo libre infantil y juvenil, el asociacionismo juvenil está a la baja y queda reducido a la asistencia inconstante a actividades de esplais.

No se suele plantear, sin embargo, que esta carencia social y ética es producto de una mentalidad inculcada, de una ideología determinada y de un sistema político que ha sido elevado a categoría de dogma universal indiscutible.

Nos referimos a la democracia liberal ⎼oxímoron de una verdadera democracia⎼, marco global (que se cree, además, exportable a otras culturas) donde se menosprecia cualquier cuerpo intermedio entre la sociedad y el Estado, y se relega una pretendida participación política al voto individual, para elegir unos candidatos, habitualmente desconocidos, que presentan los partidos políticos.

Hablamos, pues, de una democracia individualista y controlada, cuyo único objetivo parece ser mantener dividida la sociedad en grupos antagónicos; esta división es útil para quienes constituyen una clase dirigente y hacen de una teórica función de servicio al bien común un rentable modo de vida; algunos le llamaron casta… hasta que formaron parte de ella a bombo y plantillo.

No es extraño que, en todo el marco europeo, cunda la desafección hacia el Sistema supuestamente democrático, y el ciudadano medio se incline hacia posiciones demagógicas o populistas.

Esta situación, antidemocrática de hecho, fue denunciada en el pasado por numerosos intelectuales y pensadores, curiosamente pertenecientes a diferentes ideologías; así, los krausistas ⎼partidarios de un liberalismo reformado⎼, los tradicionalistas ⎼que buscaban en los cuerpos sociales naturales una vía de representación⎼, republicanos como Salvador de Madariaga, promotor de una democracia orgánica integral en su propuesta de una Tercera República, socialistas, como Fernando de los Ríos, y, por supuesto, José Antonio Primo de Rivera.

También en nuestros días, corrientes verdaderamente progresistas (y no de membrete) han clamado por una autentificación de la democracia, pero, hasta ahora, sus predicamentos se han estrellado contra los dogmas de la democracia liberal.

Cabría debatir si son necesarios o no los partidos políticos, y en qué medida pueden ser representativos de corrientes legítimas de opinión. Lo que está fuera de toda duda es:

  1. Que los intereses de los ciudadanos van por otro camino.
  2. Que la sociedad no está formada por individuos aislados, sino por un entramado de asociaciones naturales y voluntarias.
  3. Que solo desde la consideración de esta composición de la sociedad es posible una verdadera representación y participación en las tareas del Estado.

Estas unidades intermedias entre la sociedad y el Estado son, por ejemplo, las agrupaciones de familias y entidades vecinales o de barrio, los municipios y comarcas, las cooperativas y empresas con enfoque social, las asociaciones culturales o deportivas, las instituciones educativas, los colegios profesionales, las uniones sindicales de campesinos, ganaderos o pescadores, las organizaciones de juventud, etc. Estas realidades no pueden ser supeditadas a los intereses partidistas, que nunca suelen coincidir con las verdaderas necesidades de los ciudadanos.

Tenerlas en cuenta sería una excelente forma de empezar a autentificar la democracia, esa que nos puede proporcionar a todos una vida digna y apacible.

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