La hora de los enanos

30/03.- Pero nosotros hemos de estar por encima de tanta miseria. ¿Combatir a los enanos? Sí, pero con nuestros hechos. Son tan insignificantes que no vale la pena emplear argumentos teóricos con ellos.

Siempre es la hora de los enanos

En esta hora de España y del mundo brillan las cualidades antropológicas de las buenas gentes del pueblo: la solidaridad, la compasión, la generosidad, el sacrificio por el bien común, la abnegación y la entrega de los profesionales, el espíritu de servicio…

Y todo el mundo, o casi todo el mundo, revestido de profeta, proclama que esta crisis gigantesca que nos acogota es como la semilla de un nuevo árbol gigantesco, que crecerá, ¡por fin!, frondoso de bienes y de virtudes. ¡Una nueva aurora nos espera! Una aurora que nos convertirá en lo que realmente somos, pero que hasta ahora lo teníamos semiescondido: seres de luz, seres de justicia, seres de paz.

Claro que muchos también decimos eso, pero sin poder sustraernos –se nos ve en el rictus de los rostros– a un miedo telúrico a que las cosas no salgan exactamente así; a que, a poco y al poco que escampe la tormenta, posiblemente surjan de nuevo los egoísmos, las codicias, las irresponsabilidades, los barridos para la propia casa. ¡Son tantas las decepciones experimentadas a través de los tiempos! Pero está bien.

Pensar en bienandanzas futuras está bien. Y asentarnos cada uno en los buenos pensamientos, en los propósitos venturosos, en las autopromesas de mejora, también está bien. Hacerlo es bueno; al menos nos reconforta mientras lo pensamos, y menos da una piedra. O sea, que me apunto. En lo personal, y como ciudadano de una patria que, a pesar de todo y de cuando en cuando, muestra al mundo la mejor cara que puede tener la humanidad cuando los vientos amenazan la barquilla.

Pero digo que así piensan casi todos, no todos. Desgraciadamente, agazapados entre la multitud, hay enanos. Enanos mentales y morales, se entiende. Los otros, los ‘bajitos’ de estatura, me merecen todo mi cariño, todo mi respeto, y toda mi ternura.

Hablo de los otros, de aquellos que en otros tiempos y en otras circunstancias merecieron la repulsa de José Antonio en su artículo publicado en ABC con el título de La hora de los enanos, el 16 de marzo de 1931: los murmuradores, los esnobs, los cobardes, los diligentes en acercarse siempre al sol que más calienta, los mezquinos, los chillones, los babosos, los pedantes…

Todavía están ahí. No hay más que ver lo que pulula en esas formas de pasquines modernos que llamamos redes sociales. ¡Cuánta mezquindad, cuánta ignorancia, cuanto odio, cuánta envidia, cuánta indignidad rezuman a veces! Son como bacterias que pululan en el tejido social. Al leer las ‘entradas’ de estos enanos, uno desearía aplastarlos, como a esos bichitos que a veces se nos cuelan por la ventana y corretean por nuestra mesa.

Todos conocemos esos pasquines. Todos los leemos con dolor y rabia, asombrándonos de que haya individuos tan repelentes y tan fuera de humanidad. Pero convengamos en que no hay una hora específica para los enanos: siempre es la hora de los enanos porque siempre hubo, hay y habrá enanos. Es una de las leyes del mundo.

Pero nosotros hemos de estar por encima de tanta miseria. ¿Combatir a los enanos? Sí, pero con nuestros hechos. Son tan insignificantes que no vale la pena emplear argumentos teóricos con ellos.

La razón no existe para quien vive de prejuicios y de mentiras; no vale la pena perder el tiempo intentando traerlos al razonamiento recto. Y si alguno de estos individuos conserva un ápice de posibilidades de salir de su idiocia, sólo nuestro buen hacer logrará conseguirlo.