Civilización de la ciudad o de la tribu

22/ENE.- En Cataluña existe una radical y virulenta pugna entre quienes luchamos por la civilización de la ciudad y el Estado: orden, legalidad, universalidad, y quienes lo hacen por la civilización de la tribu: diferencia, exclusión, unilateralidad. En esta lucha no puede haber equidistancias, a no ser las meramente humanitarias.
Civilización de la ciudad o de la tribu

Civilización de la ciudad y del Estado o civilización de la tribu

El gran historiador Daniel Rops (1901-1965) escribe en su magna obra ‘Historia de la Iglesia de Cristo(volumen III, capítulo II ‘El huracán de los bárbaros y los diques de la Iglesia’):

‘Hacía ya mucho tiempo que el Mundo Romano tenía que habérselas con aquellas temibles masas (los bárbaros), cuya presión, a veces, había hendido sus fronteras… El término de ‘bárbaros’ con el que los designaba, y que los griegos le habían enseñado, tenía un matiz de desprecio: el desprecio que la civilización de la ciudad y del Estado sentía hacia la civilización de la tribu’.

Pues bien, creo que esta frase –la que está puesta en negrita– viene a ser algo así como el epítome del punto concreto en que se encuentra la historia de España a día de hoy.

Y por extensión la del mundo, porque, ¿cómo enjuiciaríamos, por ejemplo, actitudes como la de un Trump que amenaza y pone en peligro el desarrollo de la economía a nivel mundial con su guerra de aranceles a escala planetaria? ¿No es esa una acción radicalmente tribal?.

Ese punto concreto al que aludo no es otro que el de una confrontación entre civilizaciones: como dice Rops, entre la civilización de la ciudad y del Estado y la civilización de la tribu.

La primera está compuesta de ciudadanos libres e iguales en derechos y obligaciones, regidos por leyes universales que abominan de toda discriminación entre personas por razón de raza, sexo, lengua, ideología o credo

La segunda, compuesta por individuos que sólo se reconocen derechos entre sí, negándoselos a los demás en razón precisamente de su ‘diferencia’ con ellos por esas mismas adscripciones de pertenencia a una raza, una lengua, una ideología o un credo ‘diferente’.

El famoso fet diferencial de que tanto alardean los nacionalistas no es, en esencia, más que un ‘fet’ de exclusión del ‘otro’.

Antes de seguir adelante, quiero deslizar un matiz sobre la atribución del carácter de civilización a la tribu que hace Rops.

Semánticamente, la palabra ‘civilización’ deriva de ‘civis’ –ciudadano– y de ‘civitas’ –la  ciudad o lugar en que habita el ciudadano–; por tanto, entendemos muy bien la locución ‘civilización de la ciudad (y del Estado)’, pero podría sorprender lo de ‘civilización de la tribu’, porque si ciudad y Estado son conceptos antitéticos al de tribu, es difícil admitir que se pueda adjudicar a ambas categorías el igualatorio concepto de ‘civilización’.

La razón se rebela ante esta equiparación, por lo que hemos de pensar que Rops emplea dicho término en un sentido puramente descriptivo, como ‘grupo humano que se encuadra, filosófica y políticamente, en una u otra de esas categorías). Pero sigamos…

En este momento histórico en que vivimos, asistimos, pues, a una lucha en que no se debaten únicamente concretas formas políticas de gobierno, económicas, sociales o jurídicas, sino  también a una confrontación global mucho más importante y amplia que versa sobre la igualdad intrínseca de los seres humanos entre sí, que se ve amenazada por reduccionismos como el representado por la ideología nacionalista.

No es ésta sólo una lucha entre conceptos sociales o políticos, sino una forma de ver el mundo, y una forma de pugnar porque el mundo sea de esta o de aquella manera.

Los conceptos moldean el pensamiento y la moral del ser humano, y los conceptos ‘nación’ o ‘Estado’ están siendo utilizados por algunos de forma reduccionista, como si apuntaran a realidades inmutables, lo que esos algunos utilizan en provecho propio.

Pero ninguna nación, ningún Estado, son eternos: lo eterno es la Humanidad.

Cierto es que el desarrollo histórico de ésta ha producido una compartimentación de la misma en circunscripciones más o menos cerradas, pero la misma evolución de ese proceso de separación entre unos seres humanos y otros mediante fronteras, muestra su íntima esencia de no permanencia y de cambio.

Finalmente, otra cosa.

La apuesta por la civilización de la ciudad y del Estado en su lucha contra la ‘civilización’ de la tribu, no significa en modo alguno una renuncia o una abdicación para con la propia Patria.

Ésta, la Patria, es un asentamiento íntimo de lo próximo a nosotros, de lo que nos rodea, de lo que nos influye sentimentalmente. Pero ese sentimiento es expansivo, y nos induce a compartir con otros la alegría y la afirmación que nos produce.

Nada que ver con quienes rechazan a los demás como extraños, como extranjeros, como invasores de su yo, poniendo en el frontispicio de su casa un oprobioso lema: ‘Yo soy diferente a ti. Yo no te reconozco como igual’.

En todo caso, digo:

Hoy, en Cataluña, ese campo de batalla entre una ‘civilización verdadera y justa’ y otra ‘civilización espúrea e injusta’, existe.

Existe y es virulento. Radical y virulento. Y en él están nítidas las dos porciones: quienes luchamos por la civilización de la ciudad y el Estado: orden, legalidad, universalidad, y quienes lo hacen por la civilización de la tribu: diferencia, exclusión, unilateralidad, estamos en la cara o en la cruz del destino humano.

En esta lucha no puede haber equidistancias, a no ser las meramente humanitarias.


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