La juventud que fuimos y la madurez que somos

El mundo ha cambiado -cambia cada día a marchas forzadas- pero persisten las constantes que obedecen.


Publicado en la revista Lucero, núm. 150, 1er trimestre de 2023. Editado por la Hermandad Doncel - Barcelona | Frente de Juventudes. Ver portada de Lucero en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín de LRP.

Aconsejo la relectura del capítulo titulado José Antonio y la juventud contenido en el libro Un pensador para un pueblo, de Adolfo Muñoz Alonso. En este ejercicio encontraremos algunas lecciones rememorativas sobre la historia que nos tocó vivir de jóvenes, cuando, por primera vez (el libro fue escrito en 1969), abrimos sus páginas, que nos ilusionaron. Claro que no es trasplantable de forma literal –como ocurre con todos los clásicos–, con exactitud de copia para el presente, pero sí contiene afirmaciones de valor permanente. Como aquella de que los jóvenes quieren ser antepasados de sí mismos. Antes, ahora y siempre.

Flaco favor haríamos a nuestro Ideal joseantoniano si nos limitáramos a repetir frases o a aconsejar, desde nuestra madurez, a los jóvenes de hoy; o si pretendiéramos que repitieran miméticamente lo que nosotros dijimos o hicimos entonces, en nuestro momento. Cada generación tiene sus palabras, sus músicas, sus ritmos, sus inquietudes.

El mundo ha cambiado –cambia cada día a marchas forzadas– pero persisten las constantes que obedecen, primero, a razones biológicas: los jóvenes siguen siendo rebeldes; pero no solo por este imperativo de edad, sino porque hoy se hallan en medio de una sociedad injusta e hipócrita: la alianza del neomarxismo con la globalización neocapitalista debe producirles asco, y no es extraño que, como siempre, recurran muchas veces a la válvula de escape de la acracia o de la violencia. Solo se escapan de esta rebeldía las dóciles juventudes de los partidos del Sistema, que repiten consignas, tópicos y gestos que les dictan sus mayores, para convencerlos de que se pro-mocionen dentro de sus estructuras parasitarias y encuentren allí, de paso, su puesto de trabajo.

Pero una inmensa mayoría –descontados los indiferentes y los pasotas– tienen motivos suficientes para ser rabiosamente rebeldes; y no importa mucho el lugar donde instalen sus acampadas intransigentes; la pregunta es si son verdaderamente revolucionarios y aceptan el desafío de recurrir al disenso, o si su rebeldía es teatral e inducida, para derivar algún día en acomodo y conformismo.

Nosotros no debemos ni podemos darles consignas, como tampoco las hubiéramos consentido cuando estábamos en su edad y situación. Mucho menos, aconsejarles cordura –esa estúpida cordura burguesa– ni indicarles el camino a seguir. Solo tenemos en nuestras manos, para ellos, el ejemplo y el testimonio: ejemplo de conductas y actitudes de quienes ellos consideran viejos prematuramente: testimonio de una serie de valores e ideales que tienen como punto de partida e otro joven, asesinado en una guerra civil, en plena juventud, por fidelidad a sí mismo y por ser consecuente con su proyecto de España.

Si nuestro ejemplo no fuera válido, si los hechos no se correspondieran con las palabras; si nuestro testimonio quedara en lo puramente anecdótico y fugaz (lo que tarda en olvidarse un wasap o una imagen en un medio electrónico), esos jóvenes de hoy nos desconocerán y puede que nosotros pasemos por la historia sin dejar un rastro válido. Por el contrario, si hablamos y, sobre todo, escribimos con un lenguaje nuevo, para dejar impreso nuestro paso por el tiempo, quizás algún día uno o varios de esos jóvenes descubran que existió un tal José Antonio, inédito para ellos, y lo incorporen a sus proyectos para cambiar el mundo.




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