Las telecos y el maná

Tendemos a pensar que las telecomunicaciones, como el agua doméstica, forman parte de un maná de derechos cuya prestación es gratuita. En absoluto es así.


​​Publicado en primicia en la sección opinión del digital El Debate (27/SEP/2023), y posteriormente recogido por La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.​

Las telecos y el maná

El acceso al agua doméstica, a las prestaciones del sistema de la Seguridad Social o el acceso a la «World Wide Web» o 'red informática mundial' son realidades en el mundo Occidental a las que nos creemos con derecho por la mera ostentación de la condición de ciudadanos de algunas de sus naciones. Pocos se preocupan de lo que cuesta garantizar su acceso generalizado. Antes al contrario tendemos a pensar que forman parte de un maná de derechos cuya prestación es gratuita por el mero hecho de incluirlos en alguna ley fundamental o en la propia constitución de cada país. En absoluto es así.

Prueba de que no es así es el desafío que debe resolver el mercado de las telecomunicaciones europeo tras la aprobación el año pasado de la Digital Markets Act o Ley de los mercados digitales. Esta normativa deja abierta a cada país la difícil cuestión de resolver si las compañías generadoras de contenidos deben o no pagar a las empresas propietarias de la red por utilizarla para así prestar sus servicios –de comunicación y ocio– a sus clientes finales.

La cuestión no es técnicamente fácil de resolver. En España, el operador de red en su origen fue únicamente Telefónica. Su red de infraestructuras de telecomunicaciones, inicialmente de cable de cobre, fue progresivamente compartida con otros nuevos aunque pocos operadores, hasta desarrollar hoy una gran red de fibra óptica. La decisión de compartir su red de infraestructuras no fue un acto voluntario de Telefónica sino una imposición de las autoridades reguladoras. Hoy hay más de diecisiete millones de líneas en España, principalmente de fibra y de banda ancha. Nuestra Nación es el tercer país europeo en número de líneas y un buen ejemplo de competencia en ese mercado.

La otra parte de ese mercado está dominada por las grandes compañías generadoras de contenidos. Son las denominadas Gafam –acrónimo por el que se suele designar a Google (ahora Alphabet), Amazon, Facebook (ahora Meta), Apple y Microsoft–. Estas compañías generan más del 60% del tráfico de la red pero se niegan a pagar por su uso.

Es evidente que la solución a este problema no es fácil de imaginar. En ambos lados del mercado existe un fuerte poder oligopólico y los acuerdos voluntarios se imaginan lejanos. Las empresas generadoras de contenidos argumentan que ya asumen inversiones importantes. Hasta hace poco el ejemplo típico de estas inversiones lo eran en el despliegue de cables submarinos para desarrollar la red. Más recientemente hay que sumar las inversiones en el despliegue de constelaciones de satélites. Por ejemplo Amazon desarrolla la constelación de satélites Kuiper que espera tener en órbita 7.700 satélites en los próximos años si bien principalmente orientados a la logística y a la distribución pero también a su filial de contenidos televisivos Amazon Prime. Con todo está a gran distancia del principal desarrollador de satélites –SpaceX– propietario de la constelación Starlink con un parque de satélites que se espera alcance los 12.000 de un total de 44.000. Igual que ocurre con Amazon, la mayor parte de ellos no se pueden considerar parte de las infraestructuras de red de telecomunicación pero la empresa propietaria de Twitter-X sí lo es de una empresa llamada a buscar un sitio en el acrónimo Gafam.

Al razonamiento anterior las empresas de contenidos suman que son precisamente los contenidos y prestaciones que generan los que motivan interés en el público para usar los servicios de las empresas que operan las infraestructuras de transporte. Estos servicios son los siguientes; motores de búsqueda en línea (por ejemplo, Google Search), servicios de intermediación en línea (por ejemplo, Google Play Store o App Store), redes sociales (como Instagram), plataformas para compartir vídeos (como YouTube), plataformas de comunicación (por ejemplo, WhatsApp), servicios de publicidad (como Google Ads), sistemas operativos (por ejemplo, Android o iOS) y servicios en la nube (por ejemplo, Amazon Web Services, Microsoft Azure).

Los beneficios de estas empresas han venido aumentando un 20 % en media anual acumulativa mientras que los de las empresas que operan la red apenas un 0,7 %. Parece razonable que quienes generen contenidos paguen por el uso de la red que los conecta con los usuarios o consumidores finales.

La Brújula Digital de la Unión Europea cuyo horizonte –como tantos otros– está puesto en el año 2030 requiere de unas inversiones que los operadores cifran en unos 140.000 millones de euros; una cantidad inasumible si no contribuyen a su financiación las empresas generadoras de contenidos.

Sobre la mesa hay varias fórmulas sobre las que vertebrar los acuerdos de manera voluntaria sin forzar a la intervención de los reguladores nacionales. Una de ellas es –de manera similar al funcionamiento del sistema eléctrico– que los generadores de contenidos paguen unos peajes por el uso de la red. Es fácil imaginar que los mismos serán trasladados a los precios pagados por los consumidores finales pero, aunque no se nos diga, ni el acceso al agua doméstica, ni a las prestaciones de la Seguridad Social ni a la www, acaba siendo gratis.

Naturalmente hay fórmulas alternativas y de entre ellas debe destacarse la exigencia de una mayor contribución de quienes están obteniendo mayores e importantes beneficios. Esta vía tiene lógica y recorrido pero la amenaza de la competencia fiscal incluso entre naciones de la misma Unión Europea está ahí. Finalmente y puestos a recurrir al argumento del maná caído del cielo, siempre habrá quien argumente que el acceso a la red de forma neutral -esto es, sin privilegios entre usuarios- toda la mejora de la infraestructura la acaben financiando los estados. Para ello siempre habrá teclados dispuestos a construir la narrativa de que se trata de un bien público a pagar con dinero público que, en definitiva, no es de nadie (permítaseme la ironía).




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