No condeno lo que hicieron

25/07.- Enaltezco y enalteceré siempre la memoria de mi padre y de mi abuelo, quienes se sublevaron contra la Segunda República y eran magníficas personas.

Publicado en la revista Desde la Puerta del Sol núm. 481, de 23 de julio de 2021. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP.​

No condeno lo que hicieron

Sr. ministro:

Yo me siento orgulloso de ser descendiente de unos alzados contra el gobierno del Frente Popular de la Segunda República. Y, lo que es más comprometido, admiro a estos alzados de mi familia, los respeto, los comprendo y los quiero. Y si alguien me pide posicionamientos retrospectivos, yo me sitúo a su lado y, desde luego, no condeno lo que hicieron.

Mi padre, José Moreno González de Anleo, tenía 21 años el 18 de julio de 1936, había acabado la carrera de Derecho en Granada y residía en Málaga, en el carril de Gamarra, en vivienda aneja a la ocupada por Soledad Lamothe, presidenta de Acción Católica. De personalidad pacífica, mi padre, como estudiante, había padecido la violencia desatada por los de la FUE (Federación Universitaria Escolar) contra los estudiantes católicos y, en Málaga, fue testigo de las luchas entre sindicalistas y comunistas. A él y a sus hermanos, milicianos de las JSU que los tenían fichados como derechistas y católicos, les tarareaban una inquietante cancioncilla cuya letra amenazaba: «les cortaremos la cabeza a estos fascistas de Graná».

El 18 de julio por la noche ardía la calle Larios, y patrullas de milicianos armados aterrorizaban a las gentes consideradas «de orden». Ante el temor de que lo anunciado en la letra de la siniestra cancioncilla se llevara a cabo, los hermanos Moreno intentaron refugiarse en el consulado de Bélgica, pero el cónsul les pidió que no le comprometieran. Pronto, una patrulla de siniestros patibularios se presentó en su casa a hacer un registro, pues la familia era considerada sospechosa. Al parecer una persona del servicio doméstico había denunciado a sus señoritos. Intentaron huir y esconderse por los tejados, pero fueron cazados y conducidos a la prisión provincial.

Las descargas de fusiles que ajusticiaban a fascistas no paraban de oírse. El hecho de que mi tío Rafael ya fuera fiscal por entonces, y amigo del fiscal de Málaga, quizá les salvó de ese procedimiento mucho más expeditivo y alternativo a la cárcel. Hay que decirlo, la violencia del Frente Popular no era totalmente incontrolada; la ficción de la legalidad republicana interesaba mantenerla como fachada y, a veces, las autoridades de la República sabían cómo hacer para frenar los impulsos criminales de los referidos patibularios.

La estancia en la cárcel de mis familiares, y de otros coetáneos, es referida por el padre Francisco García Alonso en su libro sobre la cárcel de Málaga y, más recientemente, por el profesor Elías de Mateo en su obra Las víctimas del Frente Popular en Málaga. Las vejaciones fueron muchas, y mi padre, afeitándose el bigote (signo inequívoco para aquella gente de proclividad al fascismo), pudo eludir estar entre los elegidos para una una saca tras un bombardeo nacional a Málaga. Soledad Lamothe, su vecina de la Acción Católica, no tuvo esa suerte y fue asesinada el 24 de agosto.

Tomada la ciudad por Queipo, mi padre y sus hermanos pudieron respirar algo de tranquilidad, no exenta de tristeza al saber cómo dos tíos suyos (uno anciano y ciego) y varios primos (algunos menores de edad) habían sido asesinados en las calles de Antequera por los sicarios del alcalde socialista García Prieto. Entiendo, pues, señor ministro, su alistamiento fervoroso en el Ejército Nacional y su paso por Dar Riffien para formarse como alférez provisional y combatir Pozoblanco y en la sierra de Espadán hasta el final de la contienda. Entiendo, también, su lealtad a Franco hasta el último día de su vida.

Mi abuelo materno, Carlos Gómez de Retana, era comandante de ingenieros con destino en Ávila en julio de 1936. Había participado en diversas campañas en África, donde fue condecorado por retirar a un soldado herido del campo de batalla poniendo en riesgo su propia vida. Era un valiente, nada bravucón, y una magnífica persona. Mi madre contaba que, cuando se enteró del asesinato de Calvo Sotelo, dijo en casa con semblante muy sombrío: «esto ya no tiene remedio». La Segunda República había fracasado, y él se comprometió con el golpe militar. Su misión primera fue tomar la oficina de Correos y Telégrafos de Ávila. Y lo hizo sin pistola.

¿Pero no te llevas la pistola? –Le dijo mi abuela.

No, llevo la llave del portal (que era enorme y simulaba el cañón de un arma) porque no pienso disparar contra ninguno de estos desgraciados.

Y así se hizo con la oficina de Correos de Ávila. Luego marchó al frente del Guadarrama y detestaba las barbaridades que los exaltados nacionales de retaguardia cometían con algunos de los considerados desafectos o «rojos». Mi abuelo, señor ministro, siempre fue coherente con su condición de cristiano sincero y con su conducta de 1936.

Yo, señor ministro, no abjuro de José Moreno ni de Carlos Gómez. Yo, señor ministro, enaltezco y enalteceré siempre la memoria de mi padre y de mi abuelo, quienes se sublevaron contra la Segunda República y eran magníficas personas. No odio a nadie y respeto y comprendo a quienes tomaron otras opciones. Sobre todo, señor ministro, quédele claro, que en relación con todo lo anterior, ¡me importa un carajo lo que digan las leyes de Memoria, llámese esta Histórica o Democrática!