No sé lo que me pasa

Cuando no sé lo que me pasa, tengo la vaga impresión de que es a otro al que le pasa eso que no sé.


Enrique de Aguinaga falleció en Madrid en abril de 2022. Este artículo se publicó en la revista Altar Mayor nº 63 (noviembre/diciembre de 1999), editada por la Hermandad del Valle de los Caídos. Recogido posteriormente por la revista El mentidero de la Villa de Madrid (2/OCT/2023), con motivo del centenario de su nacimiento. Ver portadas de Altar Mayor y El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

No sé lo que me pasa

Alguna vez lo he dicho. Alguna vez lo hemos dicho. Con indolencia o con desesperación, dominados por la situación, como justificación, gobernados por lo que no podemos gobernar: «No sé lo que me pasa».

Es una interrupción en el dominio de la normalidad o de la costumbre, por la aparición de factores misteriosos que introducen lo imprevisto y nos soliviantan: «Hoy me he levantado raro». «No he podido dormir». «No sé lo que me pasa».

Cuando digo «No sé lo que me pasa», me pasa algo que nunca me había pasado, algo que no sé reconocer como acontecimiento propio y cuya reiteración añade desconcierto: «Últimamente, no sé lo que pasa».

Cuando no sé lo que me pasa, tengo la vaga impresión de que es a otro al que le pasa eso que no sé. Pero, claro está, desde mí mismo; es decir, haciéndome ajeno a mí mismo, de modo que, cuando no sé qué me pasa, me enajeno.

Estoy, por tanto, entrando en el terreno movedizo y vertiginoso de la identidad crítica. ¿Quién soy yo? o ¿Qué soy yo? Estoy volviendo a oraciones anteriores, ya escritas con mi firma: «La resurrección de los vivos» y «Vengo a devolver mi nombre».

Si se acepta la licencia, estoy en fase presocrática. No es que sólo sepa que no sé nada. Es que sólo sé que no sé lo que soy. Es que no sé lo que me pasa. No es que sepa ignorar (la docta ignorancia de Nicolás de Cusa). Es que me ignoro a mí mismo.

Dice un periódico. «Ya está Alfredo Kraus con su esposa». ¿Sabrá Alfredo lo que le pasa? Más allá de la retórica y más allá de todo: ¿Habrá trascendido o no habrá trascendido? ¿Ha trascendido siendo el mismo Alfredo o ya ha devuelto el nombre que le dieron?

Vuelvo a empezar y voy por orden. No sé lo que me pasa. Es decir: primero, algo me pasa, algo me pasa a mí y no a otro. Pero, segundo, yo no sé qué es eso que me pasa y, por lo tanto, empiezo por la ignorancia de mí mismo.

No diré que esta sea una situación confusa. Por el contrario, digo que es una situación aclaratoria. Aclaratoria, en primer lugar, de todos nuestros litigios inmediatos, de todas nuestras ansiedades. «No os apuréis por vuestra vida» se lee en Mateo (6.25).

Viéndonos desde fuera, todo se empequeñece, como se empequeñece la Tierra vista por el astronauta, esa esfera lejana donde mi querella particular y ansiosa es un punto, dentro de otro punto, dentro de otro punto y así sucesivamente.

Después o al mismo tiempo, viéndonos desde fuera, aclaramos el misterio. Lo aclaramos por la vía de la aceptación, en cualquiera de sus metáforas. La aceptación del misterio es, así lo siento, el gran resultado de nuestra ignorancia intrínseca.

Ahora mismo, miro al mar, metáfora de lo inmenso, metáfora de lo eterno, que, naturalmente, no caben en mi comprensión. Si reducimos el agnosticismo a considerar que la noción de Dios, de lo absoluto e infinito, es inaccesible al entendimiento, al pie de la letra, todos somos agnósticos, en cuanto que literalmente agnóstico es el que no sabe.

No se puede comprender lo eterno desde lo temporal ni lo infinito desde lo caduco ni lo absoluto desde lo relativo. La lubina que nada en su elemento, según el ejemplo de Flammarion, no puede tener noción alguna de la Quinta Sinfonía de Bethoven.

Otra cosa es vivir el misterio. Ese yo ¿mío? que no sabe lo que le pasa, acepta y vive el misterio o, al menos, trata de aceptar y vivir el misterio en su cultura, en el cristianismo o en la cristianía, como gusta decir Raimon Panikkar.

Supongo que a nadie se le ocurrirá pedirme una receta en la que, a modo de fórmula magistral, se mezclen la inaccesibilidad de la noción de Dios a mi entendimiento, la aceptación del misterio de la accesibilidad de Dios a mi vida y la reducción de la ciencia a lo fenomenológico y relativo.

De un maestro, seductor, como todos los maestros verdaderos, aprendí una muletilla que me ha sido muy útil para pensar, sobre todo, cuando no sé qué me pasa: «Sólo un demente puede negar contenido extralógico al acontecer fenoménico».

Me ayuda en la invocación a la fe y a la providencia, como componentes del misterio. Me debería ayudar a componer el rompecabezas que encaje el dolor, la injusticia, el mal, la desgracia, la violencia y a mí mismo en el marco de una armonía universal.

Los ancianos (supongo que se ha notado la ancianidad desde los primeros párrafos) tenemos el recurso de la búsqueda de la memoria perdida, el regreso a los orígenes, la exploración de las fuentes del Nilo. Es nuestra aventura próxima y posible.

Estoy recuperando mis primeros libros: El camarada, Los sueños de Tribilin, El foco eléctrico o Nociones de Álgebra y Trigonometría de Rey Pastor y Puig Adam, con un autógrafo pueril: «Virgen Santa, Virgen Pura, haced que apruebe esta asignatura. San José, haced que me toque la que me sé».

En el examen vespertino de san Juan de la Cruz (Dichos de luz y amor), me ha tocado, evidentemente, la que no me sé. Pero, vamos a ver, oigo: «Cuando usted no sabe qué le pasa, ¿qué le pasa, qué siente?». La primera respuesta es que siento un gran vértigo, un hondo fracaso.

Físicamente es una mezcla de claustrofobia, nocturnidad (Anulación de lo peor de Jorge Guillen), depresión (hundimiento). Braceo desesperadamente, abro las ventanas, busco el ruido, para salir a la superficie, a la normalidad diurna. ¿Lo llamaremos vértigo de eternidad?

El fracaso mío, fracaso fundamental (¿quién soy yo para fracasar o no fracasar?), no es el reverso del éxito, como se suele entender pobremente. De eso ya me han curado Jaspers, Sartre, Lacroix, Ortega y yo mismo. Lo dice Saramago: «El éxito a toda costa nos hace peor que animales».

En la noche oscura hay vías de salvación y primeros auxilios. Bajo el arco de la providencia (omnia in bonum), he acuñado un lema familiar: «Mi descendencia, mi trascendencia». Por lo pronto, poco o mucho, transciendo en otros.

Se trata de una generación de mi pensamiento, de mi cerebro, que, para el neurólogo Portera, «es no sólo la parte más importante del cuerpo sino que es la estructura más importante del Universo», aunque, al decir de Laín Entralgo, nunca resolverá el enigma de la condición humana.

Enrique Tierno, declaradamente agnóstico, meses antes de su muerte, me escribe, en carta que naturalmente guardo: «Lo eterno, de un modo u otro, se manifiesta de continuo en lo grande y en lo pequeño y los hombres no han podido dejar de preguntarse por la idea básica del fundamento, ¿qué es el fundamento?».

Otra vez, por causalidad (no por mera coincidencia), me vienen todos estos pensamientos en una situación semejante, a la par que cierro las maletas del fin del verano («vestido y con equipaje») frente al mar, que hoy, nublado, es una inacabable ceniza, por supuesto, enamorada.

Comentarios