Estoy cansado de los faraones

17/MAR.- De los ministerios existentes en estos momentos, y de las jaurías que los regentan y manipulan, puede salir cualquier cosa, fundamentalmente de Derechos Sociales (Ione Belarra) e Igualdad (Irene Montero)...


​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid núm. 729 (14/MAR/2023), continuadora de Desde la Puerta del Sol. Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP) Recibir el boletín de LRP.​

De vez en cuando uno echa mano de los libros que le contemplan desde la biblioteca y que duermen allí desde sabe Dios cuantos años. Hace unos días topé con un clásico de los años 60 del pasado siglo, debido a la pluma de un escritor finlandés que regó con sus publicaciones no pocas librerías del mundo entero. El escritor es Mika Waltari (1908-1979) y el libro Sinué el egipcio, editado en 1945 y publicado en España en 1960. Fue un autor prolífico, publicó 29 novelas, seis colecciones de poesía, produjo 26 obras de teatro, numerosos guiones de radio y cine, infinidad de artículos, etc. Al sacar el libro de entre sus compañeros de biblioteca, recordaba que tenía un principio que en su tiempo me llamó la atención, por lo que fui inmediatamente a rememorarlo. Y no me arrepiento de haberlo vuelto a leer. Dice así:

Yo, Sinuhé, [...] he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo. [...]. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad, como lo estoy de los dioses y de los reyes. [...]

Porque todo lo que se ha escrito hasta ahora lo fue para los dioses o para los hombres. Y sitúo entonces a los faraones también entre los hombres porque son nuestros semejantes en el odio y en el temor, en la pasión y en las decepciones. No se distinguen en nada de nosotros aun cuando se sitúen mil veces entre los dioses. Son hombres semejantes a los demás. Tienen el poder de satisfacer su odio y de escapar a su temor, pero este poder no los salva de la pasión ni las decepciones, y cuanto se ha escrito lo ha sido por orden de los reyes, para halagar a los dioses o para inducir fraudulentamente a los hombres a creer en lo que no ha ocurrido. O bien para pensar que todo ha ocurrido de una manera diferente de la verdad [...]

Todo vuelve a empezar y nada hay nuevo bajo el sol; el hombre no cambia aun cuando cambien sus hábitos y las palabras de su lengua. Los hombres revolotean alrededor de la mentira como las moscas alrededor de un panal de miel, y las palabras del narrador embalsaman como el incienso, pese a que esté en cuclillas sobre el estiércol en la esquina de la calle; pero los hombres rehúyen la verdad.

Yo, Sinuhé, hijo de Senmut, en mis días de vejez y de decepción estoy hastiado de la mentira. Por esto escribo para mí solo lo que he visto con mis propios ojos o comprobado como verdad. En esto me diferencio de cuantos han vivido antes que yo o vivirán después de mí.

Sin duda un poco larga la cita, pero si la trasladamos a nuestros días, y la ajustamos a nuestro diario vivir, seguro que encontraremos un símil. Y veremos a los faraones y repararemos en los hombres actuales. Y comprenderemos la razón de que escriba nuestra pluma «con la esperanza de que nuestras palabras sean leídas», que dice Sinuhé, «porque nada hay que elogiar de mis palabras, porque mi ciencia es amarga para el corazón».

Nada ha variado desde el tiempo antiguo, pues hemos visto las mismas cosas que conocieron nuestros antepasados pretéritos. Con diferentes trajes, con distintos modos, con variadas coberturas, desde distintas atalayas dado la evolución de las ciencias. Pero prácticamente igual que lo viera Sinuhé en su Egipto de los faraones.

¿Acaso leerá a este modesto escritor el faraón de La Moncloa, al que podemos considerar como el Hijo de Ra que domina sobre todo el territorio nacional? ¡Quiá! Aunque nosotros podemos ahondar en la pregunta que se hace Sinuhé: «¿puede acaso esperarse otra cosa de un hombre [...] que ha hecho borrar los nombres de los reyes en la lista de sus antecesores para sustituirlos por los de sus parientes?». Ni su visir ni sus sacerdotes y sacerdotisas, ni siquiera los altos funcionarios que merodean por los entresijos pueden cambiar sus decisiones, aunque lo parezca.

Acaso sí lo hagan algunos hombres de los que andan como perdidos en espera de que se encarrilen los destinos del país, y sientan amargura en el corazón. Entonces será posible, sin ambages, hacer la disección del personaje.




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