Pueblo y sociedad: pluralismo y multiculturalismo

Artículo recuperado de 2004. Intervención de Dalmacio Negro Pavón en las X Conversaciones en el Valle, organizadas por la Hermandad del Valle de los Caídos entre los días 30 de mayo y 1 de junio de 2003.


Publicado en la revista Altar Mayor, en su número 90, de enero de 2004.
Ver portada de Altar Mayor en La Razón de la Proa.

Pueblo y sociedad: pluralismo y multiculturalismo

Pueblo y sociedad: pluralismo y multiculturalismo.


1.- El multiculturalismo propende a confundirse con el pluralismo; inconscientemente la mayoría de las veces, algunas intencionadamente. No obstante, lo primero que se advierte, en esta como en tantas cuestiones, es precisamente un gran confusionismo, debido en buena medida a la mezcla del pensamiento abstracto con el humanitarismo, espoleado por los derechos humanos. Los europeos, quizá más aún los españoles, están muy perplejos ante bastantes cosas, quizá en la mayoría de ellas, y no sólo en las minúsculas, sino en las más importantes para la vida, en las que casi todo el mundo, aunque se siente autorizado a opinar, no sabe empero a qué atenerse.

Como ejemplo, según las encuestas, sin perjuicio de las reservas respecto a estos métodos de investigar el pensamiento, una mayoría reconoce no tener ideas claras sobre el bien y el mal, lo que indica hasta qué punto se ha desterrado el sentido común –conviene subrayar lo de común–, al haberse convertido la conciencia en una especie de cajón de sastre o lecho de Procusto, según los casos. Esto se pone de relieve sin ir más lejos, en el conocido reduccionismo del lenguaje, del vocabulario, sustituido muchas veces por la interjección, y en su creciente imprecisión, no ya por cuestiones de sintaxis sino por la confusión en la significación de las palabras. La gente corriente tiene hoy un vocabulario más rico y mejor en Hispanoamérica que en España, donde el desastre es aparentemente mayor que en resto de Europa.

Pluralismo y multiculturalismo son para mucha gente semejantes, palabras sinónimas, introduciéndose así de matute el multiculturalismo –una ideología muy tosca– en el campo del pluralismo. A pesar de la gran escasez de ideas claras, los intelectuales han abandonado su tarea de elaborarlas, formalizarlas y transmitirlas. Prefieren dedicarse a lo neutro, al no decir nada y a los tópicos, aunque también es verdad que el intelectual, sustituido como figura pública por el periodista –la muchedumbre de periodistas sin cultura–, está en decadencia.

Por una parte, al renunciar a su función abdicándola en gentes que no lo son; por otra, porque la gente corriente, que suele servirse de tópicos, se ha distanciado de ellos, de manera que si quisieran transmitir la verdad, no se les dejaría fácilmente, porque la verdad no sería neutral, indiferente. La política correcta, que se podría definir como la politización de la inteligencia en orden a neutralizarla, es muy poderosa. En sociedades en que de hecho el poder y el dinero son las fuentes de legitimación, el intelectual auténtico poco tiene que hacer.

El pluralismo es una situación que, en principio, es la normal de las sociedades. Estas son pluralistas en sí mismas, si bien las hay que o son hostiles al pluralismo o están tan integradas, son tan monolíticas, que en ellas la unidad ahoga de tal manera la variedad, que apenas pueden reconocerse como tales. Comenzando por las familias, las culturas y civilizaciones así como las épocas son pluralistas en diferentes grados. Y en este aspecto, no cabe duda que la más pluralista, sin comparación, de todas las conocidas es o ha sido la europea y, hay que decirlo, en gran parte porque la condición de la Iglesia por la que ha sido formada, es pluralista en tanto complexio oppositorum y signo de contradicción con su crítica permanente a lo mundanal.

No obstante, al hablar de pluralismo cabría preguntarse con von Balthasar, «si ha habido una época menos pluralista que la que estamos viviendo». La tendencia a la homogeneidad totalitaria es visible hasta en la moda.


2.- Dejando de lado el tema científicamente insolubley banal– del adanismo, el hombre coexiste desde el primer momento con otros hombres: todo ser humano nace en un grupo más amplio o más reducido y de un tipo o de otro, pero al fin y al cabo en lo que puede llamarse una sociedad, antes un pueblo. Pero la doctrina contra natura, como decía Javier de Maistre, del estado de naturaleza, ha embrollado todo esto. Sin embargo, desde un punto de vista puramente analítico, constituye un hecho indiscutible que la vida social es, como decía Hume, lo primero que existe, lo que se encuentra el hombre al nacer; lo cual, dicho sea de paso para evitar equívocos, no supone ningún colectivismo, pues si la sociedad existe es porque hay individuos que viven en ella; si no existiesen los individuos no habría sociedad.

Simplemente significa que a nativitate el hombre co-existe con otros hombres, es forzosamente un ser muy social debido a sus carencias, a las que se ha referido recientemente MacIntyre en un libro interesante. El problema de la cultura consiste empero en convertir el co-existir, propio del animal, en con-vivir.

En suma, hay vida social, colectiva, pueblo, porque hay pluralidad de individuos, de intereses, de sentimientos, de opiniones, de posibilidades de vida, de coexistir y de convivir, etc. En este sentido, una sociedad monolítica, en la que puramente se coexiste, no existe en ninguna parte, ni siquiera en las consideradas primitivas o segmentarias. Basta pensar que el ser humano es constitutivamente, ontológicamente, un ser libre y que la libertad implica de suyo variedad y por ende el hombre tiene historia e incluso se puede decir que, como hombre concreto es histórico. Por eso decía Ortega que, empíricamente, el hombre es un ser u-tópico, futurizo, porque aún sin quererlo se proyecta imaginativamente hacia el futuro y piensa en cosas distintas y hace cosas distintas: innova entre otras cosas, formas de con-vivir.

En este sentido no es, pues, mera naturaleza, un animal natural, meramente social, que coexiste como los miembros de cada una de las demás especies entre sí, sino histórico; los griegos decían que es un animal político, pero es político porque es histórico, porque introduce variaciones en el modo de coexistir. Lo histórico, que se refiere al tiempo, incluye así lo político, que se refiere al modo de con-vivir en un espacio, y la historicidad del ser humano se plasma en la diversidad de los pueblos, desde la época moderna, de las sociedades.  

En su historicidad, en la temporalidad de la vida humana se muestra el carácter específico de la acción humana: en cuanto humana es siempre personal, por muy parecidos que puedan ser los modos de actuar de los diversos individuos humanos; la acción social, puramente reiterativa, no deja de ser, cuando se acentúa demasiado, un mito cientificista. El hombre individual siempre se mueve y actúa para conseguir pasar, dicho en sentido formal, sin calificativos morales, de la situación en la que está a otra que considera mejor según sus preferencias.

La moral viene después, del hecho de con-vivir; y esto vale tanto para la acción egoísta, centrada en uno mismo, como para la altruísta, que tiene en cuenta a los demás, al otro; vale también para la acción del que busca sólo su propio bien a toda costa y para el que prefiere llevar una vida ascética o de sacrificio como el monje.

Los seres humanos no son idénticos: la memoria, la voluntad, la inteligencia, la imaginación, incluso los deseos y las actitudes y las infinitas combinaciones que pueden hacerse con estas facultades y capacidades, son diferentes en cada uno: los hombres, pueden asemejarse pero no son homogéneos. Y como descubrió el romanticismo frente al racionalismo, los sentimientos, que son en cierto modo el resultado de las combinaciones con esas facultades, son propios de cada individuo, son personales. Aunque parezca que Rousseau, frecuentemente mal interpretado, sugirió otra cosa, tampoco pueden ser iguales por la misma razón.

Los hombres sólo pueden ser iguales mediante la solución, a fin de cuentas artificiosa, humana, de la igualdad jurídica y, por añadidura, de la igualdad política: la igualdad social es una falacia. Pues la igualdad, un término cuantitativo, no es lo mismo que la identidad, término cualitativo, y como los hombres no son idénticos, tampoco pueden ser cualitativamente iguales. Una cosa es decir que los hombres son iguales entre sí como hombres, en tanto miembros del género humano frente a otras especies y otra que son iguales entre sí como dos piedras, si es que las piedras también pueden ser idénticas aunque su forma sea la misma. Ser idéntico no es lo mismo que ser igual: la identidad implica diferencia.

Es cierto que el racionalismo europeo creyó que dando primacía a la razón, que, decía Descartes al comenzar su famoso Discurso del método, es la cosa mejor repartida del mundo, se podría llegar a una cierta igualación universal, incluso casi natural. Pero ya advirtió Pascal en el mismo siglo de Descartes la insuficiencia del racionalismo: hay razones del corazón que la razón pura desconoce. Iguales y quizá idénticos sólo pueden ser los hombres clónicos con cuya producción se amenaza.


3.- Justamente esta condición humana hace necesaria la política, una forma de acción consistente en aunar esfuerzos, individualidades, libertades, para actuar conjuntamente persiguiendo algo común, un bien común o colectivo que beneficia a todos: se trata de una forma de acción colectiva que contrapesa la tendencia a la excesiva dispersión de las acciones individuales.

Hannah Arendt, uno de los raros pensadores políticos del siglo XX, consideraba por eso la natalidad el presupuesto de la política: puesto que cada ser humano que nace es distinto de todos los demás, lo que confirma la genética, para poder con-vivir, para llevar una vida en común, puesto que el ser humano es a nativitate un ser social, sociable, a pesar de lo que digan algunas teorías contractualistas pesimistas y constructivistas –por ejemplo la de Hobbes, en la que descansa la teoría del Estado–, para poder con-vivir a pesar de la libertad, es preciso instituir lo que se conviene en llamar un gobierno, por muy primitivo o elemental que este sea.

Por eso se dice desde la antigüedad, que, a diferencia de otros seres, el hombre es un animal político, al ser capaz de actuar colectivamente; siendo esta acción colectiva, decía también Arendt, la forma más humana de actuar, la forma más alta de acción por lo que conlleva de abdicación voluntaria de lo individual. La política presupone así el humanismo, la consideración de que el hombre es libre y puede organizar su vida colectiva, aunque no de cualquier manera como imagina el humanitarismo, una perversión del humanismo, sino racionalmente, políticamente.

La misión del gobierno consiste, pues, en combinar los impulsos a la acción de las distintas individualidades en orden a una forma de vida «pública» o común. Este es el fin primario de la política: organizar acciones colectivas en el sentido de comunes, públicas; y el del gobierno, dirigirlas. Hegel decía por eso muy atinadamente die Regierung ist Bewegung, 'el gobierno es movimiento'. Aparte de garantizar la seguridad, su papel elemental consiste en coordinar las infinitas preferencias humanas –la variedad humana– para conseguir una acción común ordenada, orientada a conseguir un bien común, una situación colectiva mejor y más satisfactoria si es posible.

El hombre es, pues, al mismo tiempo un ser social y un ser político, lo que prueba que es un ser libre; aunque también se puede decir al revés, que por ser un ser libre es un ser social y político. Pero lo verdaderamente humano es su dimensión política (que no es la única; lo es sólo desde un punto de vista natural). Y la sociedad, en rigor lo social, la sociedad es un artificio, es, como pensaba Burke, una especie de artefacto más o menos convencional según sea la intensidad del consenso que surge con el transcurso del tiempo de las relaciones sociales de coexistencia y las políticas de convivencia.

Ahora bien, si dejamos a un lado la vida política, en donde se da la acción colectiva más englobante o abarcadora, resulta que los hombres se asocian entre sí para una infinidad de cosas, en primer término, para constituir familias. Y según es la naturaleza humana, única e irrepetible en cada individuo, tampoco ninguna familia será idéntica a otra. En este nivel elemental tenemos ya el pluralismo, la pluralidad de familias, sin contar el pluralismo, aunque sea mínimo, en el seno de cada familia. Pero a su vez, tanto las familias como sus miembros individuales forman grupos más amplios, pueblos, que tampoco son idénticos entre sí por la misma razón constitutiva de que las familias que los integran no son idénticas.

La convivencia de un conjunto de familias, originariamente tal vez de muy distinta índole, hace que surjan relaciones de reciprocidad con el paso del tiempo, con la duración, la durée bergsoniana; relaciones, desde el punto de vista analítico, generalmente espontáneas, pero mantenidas y en algunos casos reforzadas o debidas a la acción del poder por razón de conveniencia o de utilidad, lo que da lugar a un pueblo, el grupo que puebla un espacio. Este último existe con carácter permanente, de continuidad, de duración mediante las costumbres y los usos, uno de los cuáles y más importantes es el Derecho, que hoy se confunde con la Legislación que es cosa del Estado, mientras el Derecho pertenece al pueblo. Usos y costumbres van formando un carácter colectivo, sin perjuicio del carácter particular de cada individuo: el carácter colectivo es lo que los griegos llamaban êthos, Montesquieu el espíritu general que surge de las relaciones entre los hombres o Hegel la Sittlichkeit, la eticidad o civilidad.

Todo grupo humano constituido en pueblo tiene, pues, un modo de civilidad o civilización específico según su cultura, que se revela en la manera de relacionarse y tratarse entre sí los individuos y los grupos que la componen distinguiéndola de otras; cultura o civilización a la que se acomodan los individuos y grupos que la integran por muy diversos que sean entre sí. Por supuesto, el grado de integración de esa sociedad dependerá de la presión, lo que llamaba Durkheim la contrainte, del conglomerado de esos usos y esas costumbres, que constituyen lo social.

Porque la sociedad como tal, en abstracto, como presupone el racionalismo, no existe; lo real es esa forma de vida colectiva que imponen los usos y las costumbres, a los que se pueden añadir introduciendo una visión temporal, generacional, las tradiciones. Por eso decía Ortega que lo social no tiene alma, siendo la sociedad –como derivada de social–, la gran desalmada: es lo humano, los usos y las costumbres sin el hombre.

Tras los usos, las costumbres y las tradiciones se esconden lo que los franceses del siglo XIX llamaban la idées méres y el propio Ortega las ideas creencia: las ideas en que, sin saberlo se está, que son como la atmósfera que permite vivir humanamente, que da sentido a la vida; entre ellas, por ejemplo pero no sólo, el lenguaje; son creencias que configuran al grupo como pueblo, como sociedad. En este sentido una sociedad, un pueblo consciente de su unidad deviene nación. Javier de Maistre decía que la nación es la unidad de creencias y costumbres. 


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