Antonio Flores
11:00
24/04/24

Sine agricultura nihil

Todos los «ismos» que componen el magma ideológico que nos comprime, la han tomado con los sufridos agricultores. Los ecologistas, los animalistas, los anticaza..., todos se consideran capacitados para dar lecciones.

​​Publicado en el digital La Razón (21/MAR/2023), y posteriormente por La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.​

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Sine agricultura nihil

Sine agricultura nihil

Es el lema de los ingenieros agrónomos, una noble profesión a la que me honro en pertenecer. Y hace referencia al hecho obvio de que la agricultura es una de las actividades humanas más imprescindibles. Sin ella no habría existido la capacidad del ser humano de adquirir autonomía frente a la naturaleza, de organizarse socialmente, de construir civilizaciones. Además se trata de una actividad profundamente interrelacionada con la naturaleza y el factor humano.

Sin embargo los agricultores no suelen disfrutar de buena prensa en nuestros tiempos. Son poquitos. Apenas el dos por ciento de la masa laboral de nuestro país. No participan en los escenarios mediáticos en los que se determina de que se tiene que hablar y se intenta dictar lo que conviene pensar. Viven en lugares remotos, alejados de los centros de poder. Y según parece se quejan mucho. Son un incordio que despierta teóricas simpatías entre los que conservan una mínima simpatía romántica con el origen que compartimos. Una simpatía que suele limitarse a algún apresurado y distante elogio en cualquier cenáculo urbanita de los que frecuentamos. Un elogio que suele preceder al escándalo indiscutido de quienes critican las «inexplicables» ayudas de las que disfrutan.

Sus aportaciones a nuestra historia, a nuestra prosperidad actual, en resumen a nuestra vida, pasan desapercibidas y suelen omitirse cuando se perciben. Pero han sido siempre imprescindibles. Porque fueron agricultores los que aceptaron vivir en las arriesgadas fronteras medievales con una mano en la espada y la otra en el arado. Y aportaron su sudor en forma de diezmos y alcabalas para la construcción de las catedrales, los monasterios, las universidades y los castillos nobiliarios.

Plantaron viñedos y olivares, construyeron bodegas y almazaras, molinos y pósitos, generando un sistema socioeconómico, que, con los claroscuros y las demás aportaciones que se quieran aducir, nos ha hecho como somos. Luego suministraron la mano de obra necesaria para la revolución industrial. Por si fuera poco también fue el ahorro de los pequeños y medianos agricultores el que financió las nuevas empresas a través de un sistema financiero especializado en canalizar el dinero desde las comarcas rurales a las zonas urbanas.

Más recientemente también fueron agricultores muchos de los protagonistas de los años del desarrollismo. Primero para alimentar a precio razonable a una población en crecimiento explosivo. Pero también para compensar con la exportación de alimentos el crónico déficit de una balanza exterior impresentable. Una balanza que solo consiguió equilibrarse mediante las remesas de los emigrantes a Europa y América, la mayor parte de los cuales también eran agricultores.

La modernización de la agricultura española a partir de los años 60 también ha resultado un éxito indiscutible que debe contabilizarse en el haber de nuestro sufrido sector agrario. Una modernización que ha conseguido convertir a España en una importante y competitiva potencia exportadora de alimentos. En este momento la balanza comercial agroalimentaria presenta un superávit anual de veinte mil millones de euros, con unas exportaciones de casi setenta mil millones. Se trata del segundo sector más exportador después del automóvil. Y nuestras exportaciones de alimentos gozan por doquier de un reconocido prestigio.

Todo esto en el contexto de una reconversión silenciosa que ha expulsado del sector a cientos de miles de trabajadores, sin gran coste para el Estado. Nada que ver con las onerosísimas reconversiones industriales de los años 80. Aún quedan muchos antiguos empleados de los astilleros, los altos hornos y las minas disfrutando de las espléndidas pensiones que se les concedieron en aras de la paz social. Para los agricultores ni un duro. De los antiguos.

Todo esto tiende a ignorarse. Para demasiados españoles, la agricultura sigue siendo un sector demasiado subvencionado. Peor aún. Para determinada mentalidad progresista de carácter urbanita, la agricultura sigue constituyendo un mundo incompresible y atrasado al que hay que reconvenir y aleccionar. Un riesgo para todos. Así que todos los «ismos» que componen el magma ideológico que nos comprime, la han tomado con los sufridos agricultores. Los ecologistas, los animalistas, los anticaza..., todos se consideran capacitados para dar lecciones a los agricultores. Todos consideran negativa la actividad agraria y las connotaciones culturales de nuestro mundo rural: El regadío, los toros, la caza, la ganadería, los festejos.

Y además los agricultores perciben que la mayor parte de los detentadores del poder, sea este político, económico o mediático, respaldan directa o sibilinamente a quienes les atacan. Ante cualquier decisión pendiente, ante cualquier iniciativa discutible, sus peticiones suelen ser desatendidas y sus opiniones desdeñadas. Se trate del problema del lobo, de los caudales ecológicos, de la modernización de los regadíos o de la ocupación por placas solares de las mejores tierras de cultivo.

No estamos pues solo ante problemas puntuales que han llegado a ser insoportables, como el descontrol de las importaciones, la inaguantable complejidad administrativa de la PAC, los precios ruinosos o las excesivas limitaciones para los cultivos. También les afecta la percepción intuitiva de que quienes mandan, aquí o en Bruselas, comparten objetivos y convicciones con esos grupos ideologizados que pretenden imponerse. No es extraño que estén rebelándose. Lo extraño es que hayan tardado tanto.