Semblanzas

Enrique de Aguinaga, el hombre

Era cercano, y accesible, y sobre todo un hombre bueno. Fiel a sus ideas. Firme defensor de sus convicciones y enamorado de España. En nuestra larga amistad, nunca le he escuchado ninguna ofensa o ningún deseo de mal a nadie, ni a amigos ni a adversarios.

Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 149, de Verano de 2022. Ver portada de Cuadernos de Encuentro en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

Enrique de Aguinaga, el hombre


Hace ya dieciocho años que Enrique de Aguinaga cumplió ochenta y por tal motivo, en nuestra Junta de Gobierno tramamos la idea de ofrecerle una comida sorpresa.

En silencio, casi clandestinamente, fuimos comunicando a una serie de personas nuestra idea, que tuvo tan buena acogida, que cuando la celebramos en el habitual restaurante La Montaña de El Pardo cubrimos con facilidad las simbólicas ochenta plazas del comedor.

Los comensales, variopintos. Buena gente. Hombres y mujeres, representantes de la cátedra y el profesorado, de la pluma, de la política, de la milicia y de toda clase de profesionales del estudio y el trabajo, en activo y jubilados y todos amigos y camaradas. E incluso una artista del cuplé, Olga Ramos, que no se la quiso perder, cuya madre artista como ella, en ocasiones, había subido a su tablado a Enrique que hacía gala de su gracejo habitual en las noches de la penúltima copa al salir de la redacción del periódico Arriba.

Todos mezclados sin ningún protocolo y sin más intención que compartir con él unas horas de reconocimiento, amistad y camaradería, que fue recompensada con la cara de sorpresa y emoción cuando entro en el comedor entre aplausos, en compañía de su fiel Rosa, la peruana que le ha cuidado hasta el último momento.

Tras la comida, con unas breves palabras mías, dejé claro que aquello no era la comida homenaje que un intelectual polifacético como él merecía por sus muchos méritos. Que no pensábamos hablar ni hacer elegías de sus libros, sus celebradas conferencias, sus títulos, y sus responsabilidades en la cátedra, como cronista de la Villa, o sus cargos en el Ayuntamiento de Madrid. Eso ya lo harán otros y hubiera necesitado una sala mucho mayor, una estudiada convocatoria, un estricto protocolo y un presentador de más categoría que la mía.

Nos había movido más su humanidad. La personalidad del hombre que estaba detrás de todo eso. Y que lo que pretendíamos nada más y también nada menos, con nuestra convocatoria y presencia, era compartir mesa y mantel con él, por unos u otros motivos y ninguno por interés, en aquel cumpleaños en el que, como a él le gustaba decir, recordando a san Juan de la Cruz, empezaba ya el «atardecer de la vida», y demostrarle nuestro respeto, nuestra admiración y nuestro cariño.

Porque todo eso se lo había ganado a pulso a lo largo de su vida.

Poco más podría decir ahora. Enrique era un hombre inteligente y culto, conversador infatigable, que los que hemos tenido el privilegio de escucharle a lo largo de muchos años en largas y sabrosas sobremesas, en ratos más recogidos en su casa, mientras que también disfrutábamos de las riquísimas croquetas que nos hacía Manolis su mujer, escuchando y aprendiendo, embobados con sus ideas, sus opiniones, las increíbles anécdotas que hilaba una tras otra y que ya una vez me hicieron preguntarle si eran todas ciertas o eran inventadas, y todo acompañado con su formidable y chispeantes sentido del humor que no le abandonaba nunca, incluso en sus últimos años ya con muchos achaques. Apenas unos días antes de abandonarnos, me decía: «Te llamo para decirte que me he convertido en un objeto trasportable, porque yo para estar con vosotros estoy dispuesto siempre a ir a donde sea, pero eso sí, me tenéis que venir a buscar y me tenéis que devolver a mi casa sin moverme mucho». Y de lo único que se lamentaba a veces, es de que según pasaban los años, le iban desapareciendo no solo sus amigos y coetáneos sino también sus alumnos.

Era cercano, y accesible, y sobre todo un hombre bueno. Fiel a sus ideas. Firme defensor de sus convicciones y enamorado de España. En nuestra larga amistad, nunca le he escuchado ninguna ofensa o ningún deseo de mal a nadie, ni a amigos ni a adversarios. Y eso le ha valido que en los medios de comunicación tan controvertidos e imprevisibles en esta época, su fallecimiento se haya tratado ampliamente con respeto y afecto.

Le echaremos mucho de menos, y si es cierto lo de que una persona nunca muere si sigue viviendo en el recuerdo de los demás, especialmente aquellos que con él hemos compartido tantas cosas en el caso de Enrique así será, porque le seguiremos leyendo, citando, y siguiendo su ejemplo por supuesto riendo, contando y repitiendo sus divertidas y optimistas historias con las que alegraba nuestras horas bajas cuando en nuestra patria soplaban malos vientos.

Enrique, amigo y camarada, descansa en paz.