Opinión

La ignorante mediocridad

La mediocridad no es el derecho que exigía aquella alumna. Como lo es la ignorancia, se trata de un vacío, una lacra, un tapón para las ideas. Y desde ahí podríamos llegar a la hipocresía, al cinismo y al odio.

Publicado en primicia por el digital El Debate (2/FEB/2022).

​Recogido posteriormente, con autorización del autor, por la revista Desde la Puerta del Sol núm. 578, de 26 de enero de 2022. Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

La ignorante mediocridad


Mi admirado y querido César Antonio Molina, con el que debatí no poco en el Senado, él como ministro de Cultura –el mejor de todos los gobiernos socialistas– y yo como portavoz cultural del partido mayoritario de la oposición, contó hace tiempo que un profesor de periodismo se vio interrumpido por una alumna que le gritó «¡yo tengo derecho a la mediocridad!» cuando el docente se refería en clase a la genialidad de ciertos periodistas históricos. Reivindicar en un recinto universitario el derecho a ser mediocre ya no sorprende demasiado. A decir verdad, ya no sorprende casi nada.

La mediocridad se ha instalado en los círculos más elevados. A menudo se refleja en la ignorancia y camina hacia la envidia, antesala del odio. En nuestro país toma las decisiones más delicadas una colección de integrantes del Consejo de Ministros y altos cargos entre los que abundan los mediocres. Están encumbrados sobre un ego que no admite discusión. Sus descalificaciones a sentencias que no les gustan del Tribunal Constitucional o del Supremo, informes del Consejo General del Poder Judicial o sentencias de cualquier tribunal o juez, evidencian un autoritarismo que no respeta la división de poderes pero también mediocridad, ignorancia e ideologización preocupantes. La falta de excelencia, la escasez de talento, se ha tratado de compensar, entre otras acciones, con el aumento de un 32 por ciento en los gastos destinados a propaganda y en una turbamulta de asesores –aquél «Natalio, colócanos a tós», el conocido chascarrillo del día en que Natalio Rivas fue nombrado ministro de Alfonso XIII– que a menudo tienen menos chicha intelectual que sus asesorados–.

La mediocridad y la ignorancia son ciegas a la desmesura. Uno se pregunta de dónde viene esa seguridad de acertar siempre, se trate de lo que se trate, que esgrimen nuestros dirigentes gubernamentales y en dosis desbordadas el inquilino de Moncloa. ¿Ciencia infusa? Sánchez falsea o escamotea la realidad con una pertinacia pasmosa. No ya en asuntos de calado, como pudiera ser acudir a elecciones prometiendo lo contrario de lo que hizo unos días más tarde, sino en temas de diverso calibre, como afirmar que la sanidad pública es obra del socialismo y los avances en favor de los trabajadores también son conquistas socialistas. En un acto en el Hospital de La Paz Sánchez apuntó a Felipe González su inauguración. En sus retahílas, y lo siento por él, ignoró en el último caso al general Franco, y en los casos anteriores a gobernantes más añejos como Canalejas. ¿Ignorancia? También.

En el escaso recurso al talento que vivimos, la mediocridad ideologizada no sólo se evidencia en la incapacidad de respetar las sentencias de los tribunales que no son gratas al poder, también llevan mal nuestros dirigentes la libertad de expresión. Este concepto, sacrosanto en democracia, sólo lo respetan cuando les conviene. Se puede insultar e injuriar al Rey o al Rey padre en una curiosa interpretación de la libertad de expresión, pero Sánchez en sus escasísimas ruedas de prensa sólo admite preguntas de medios amigos o con fama de subvencionados por una u otra vía, y llega a no invitar a los periodistas que no son sus palmeros. Ha cundido el mal ejemplo en partidos de la izquierda radical o separatista. Y no veo la solidaridad profesional que estas actitudes deberían concitar. ¿Alguien recuerda aquel plante de fotógrafos y cámaras de televisión contra Aznar? ¿O las protestas por los plasmas de Rajoy? Cuando gobierna la izquierda todo vale. Que se lo digan a los bien subvencionados supuestos sindicatos de clase. Calladitos y recibiendo millones, también de los fondos europeos.

La mediocridad no es el derecho que exigía aquella alumna. Como lo es la ignorancia, se trata de un vacío, una lacra, un tapón para las ideas. Y desde ahí podríamos llegar a la hipocresía, al cinismo y al odio. Todo ello guarda una cierta relación. Por ejemplo, no es asumible, sin más, que Pablo Iglesias, que se debe aburrir, confiese que como ya no está en política puede decir la verdad. Es obvio que se mintió a sí mismo y mintió a los demás cuando aseguró que no abandonaría su pisito de Vallecas, consideró a la Guardia Civil una especie de partida de la porra de los poderosos y creyó que los escraches eran «jarabe de palo democrático». Acabó viviendo en una lujosa villa y custodiado por la Guardia Civil, que impide los escraches ante su posesión campestre. Podía haber dicho la verdad antes y así evitar su confesión de ahora. ¿Es –o fue– un mentiroso o es un cínico?

Solemos recibir en guasap curiosidades de todo tipo, entre ellas muestras de la supina ignorancia de jóvenes que no saben responder a las cuestiones más elementales que antes no ignoraban niños de diez años. Quiero creer que esos ignorantes son una minoría, pero hace poco me llegó una evidencia de ignorancia que me preocupó. Ocho colaboradores de un relevante programa televisivo (relevante, y al que respeto, por su amplísima audiencia no por sus contenidos), dos de ellos al parecer periodistas, eran preguntados por el nombre de una extensión de tierra rodeada de agua por todas partes menos por una. La respuesta repetida fue isla, pero también tuvieron opciones bahía, pantano, archipiélago y laguna. Sólo uno de los preguntados respondió península. Estas personas cobran lo suyo y son ídolos para su gran audiencia. Penoso.

¿Vamos a sorprendernos de la mediocridad de la política y de los políticos? Es triste pensarlo pero acaso es lo que la sociedad demanda. No aseguraría que no. Un amigo socialista, al que siempre tuve por serio, me defendía la gestión de Sánchez a cuento de las cifras de empleo. Le dije, entre otras cosas, que se fijase de dónde veníamos, que una gran parte del empleo es público, y que el instrumento de los ERTE figuraba en la Reforma Laboral que detesta Sánchez. Mi razonamiento no sirvió de nada. ¿Será lo que nos merecemos?




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