Opinión | Razones y argumentos

Valores y actitudes en tiempos de catástrofes.

Estamos viviendo situaciones que no ha mucho nos parecerían insólitas y propias de una película de ciencia ficción. (...) En estas situaciones se pone de manifiesto lo peor y lo mejor de los seres humanos.

Publicado en el núm. 144 de Cuadernos de Encuentro, de primavera de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en LRP. Recibir actualizaciones de La Razón de la Proa (un envío semanal)

Valores y actitudes en tiempos de catástrofes.


Cuando llevamos ya un año sufriendo el ataque del covid-19, no nos acabamos de creer que todo esto sea verdad. Que un virus, algo apreciable sólo a través del microscopio haya podido poner a una sociedad ultradesarrollada en jaque y al borde del cataclismo. Este hecho nos sigue remitiendo a la fragilidad humana. ¿A su fragilidad o a su soberbia y prepotencia? ¿No será esto la consecuencia de querer ser más que Dios con ciertos experimentos y ciertas prácticas, queriendo decidir sobre cómo y cuándo crear vida, cómo y cuándo nacer o cómo y cuándo morir? Porque nadie nos quita de la cabeza la duda de cual habrá sido su origen e intencionalidad en aquellos laboratorios de Wuhan, en la lejana China.

Al llegar la noche nos acostamos con angustia, con incertidumbre sobre nuestro futuro inmediato y el de los nuestros. A veces nos planteamos las cosas lo mismo que Job: «Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se me hace eterna la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba. Corren mis días más que la lanzadera, se van consumiendo faltos de esperanza. Recuerdo que mi vida es un soplo, que mis ojos no verán más la dicha» [1].

Nos abruman las escenas en los hospitales y los centenares de fallecidos cada día. Y, sin embargo, hasta hace un año dormíamos «a pierna suelta» sin pensar en ello y sin que nos agobiara el hecho de que solo a pocos kilómetros, al otro lado del estrecho de Gibraltar, en África o en otros lugares del mundo, miles de niños morían cada día de hambre y de enfermedades. Como dijo alguien en aquellos primeros días de la epidemia, «antes no nos dábamos cuenta de que éramos felices».

Estamos viviendo situaciones que no ha mucho nos parecerían insólitas y propias de una película de ciencia ficción, como, por ejemplo, el caso de Portugal, que en el mes de enero demandó la ayuda internacional y se plantearon trasladar a los enfermos ¡a otros países! ante el elevado nivel de contagios y la saturación en sus hospitales.

Si ya es sobrecogedor el estar separados los enfermos de sus familias en los hospitales de la propia ciudad, ¿nos podemos imaginar lo que es estar en diferentes países sin saber si el enfermo volverá curado y vivo o, si fallece, qué destino les espera a sus restos mortales?

Alemania, demostrando un alto grado de solidaridad y un sentido cierto de determinados valores, envió a Portugal personal sanitario y material clínico, después de haber trasladado en momentos críticos a pacientes procedentes de Italia, Francia, Bélgica y los Países Bajos, para que fueran tratados en hospitales germanos, al tiempo que no se descartaba entonces que aviones medicalizados de la Luftwaffe trasladasen también a pacientes portugueses en grave estado a Alemania para descargar a los hospitales lusos. Y Austria, en la misma línea y en ese mismo mes, se ofreció a Portugal para acoger a pacientes de este país en unidades de cuidados intensivos con o sin covid como muestra de «solidaridad europea», después de haber recibido a enfermos de Italia, Francia y Montenegro para ayudarles durante picos de la pandemia.

En aquellas fechas, el Gobierno de España, país vecino y tradicionalmente reputado como hermano de Portugal, todavía no se había pronunciado al respecto. Días después manifestó que había ofrecido ayuda a Portugal «dentro de sus posibilidades». Mientras tanto, la Xunta de Galicia ofreció a Portugal ingresar pacientes en el hospital de Vigo y, según parece, también se ofrecieron Andalucía y Extremadura, aunque en aquel entonces y, al menos por el momento, el Gobierno portugués descartó derivar pacientes a la ciudad olívica.

En España, al 15 de febrero de 2021, la situación era la siguiente, según el Ministerio de Sanidad: 3.086.286 casos de coronavirus confirmados con prueba diagnóstica de infección activa y 65.449 fallecidos con test positivo siendo, con toda seguridad, más elevada esta cifra pues, según el Instituto Nacional de Estadística, la Asociación de Profesionales de Servicios Funerarios, el Instituto Carlos III, los registros civiles y las comunidades autónomas, el número de fallecidos superaba ya en el mes de mayo de 2020 en unos 25.000 a los facilitados por el mencionado Ministerio de Sanidad.

Y a nivel mundial, también al 15 de febrero del presente año, se registraban más de 108.900.000 contagios y 2.405.279 fallecimientos.

Esto con las cifras facilitadas por las diferentes naciones y los organismos oficiales pero, ¿se llevan los registros con total precisión en muchos países de África, de Asia e, incluso, de Iberoamérica? De no ser así, como cabe suponer, llegamos a la conclusión de que el número de personas que han perdido la vida por esta causa es muy superior.

Y al igual que ante este fenómeno de la pandemia nos ocurre con la Naturaleza. Creemos que la tenemos dominada y una borrasca como la conocida como Filomena que, ininterrumpidamente, durante dos días cubrió de una espesa nevada prácticamente toda la superficie de España demostrándonos nuestra debilidad y limitaciones y poniendo a prueba nuestra capacidad de adaptación y resistencia.

Deforestamos enormes superficies de bosque o de selva, desviamos los cauces de los ríos para construir urbanizaciones de coquetos chalets, le robamos terreno al mar para disponer de más extensión de playa y edificar lo más próximo posible al mar. Y cuando se desata una tormenta las aguas vuelven a sus cauces y devastan esas urbanizaciones construidas en el lecho de los ríos o arrasan las edificaciones levantadas en las playas usurpadas al mar. Y entonces nos quejamos y queremos que los poderes públicos nos resarzan de los daños sufridos a causa de nuestra imprudencia o por nuestro afán depredador.

Nos hemos acostumbrado al bienestar, a las comodidades y nos parece inconcebible que, de la noche a la mañana, nos podamos ver privados de esos beneficios. Especialmente en las ciudades, como ha ocurrido en el caso de la nevada en Madrid.

Si la nieve, en las cantidades que cayó, cubre nuestras calles, queremos que los servicios de limpieza y las máquinas quitanieves acudan en primer lugar a nuestro barrio para despejarnos la calzada. Es como en la consulta del médico. Para nosotros demandamos una atención de, al menos, media hora y nos incomoda que a los pacientes que nos preceden les dediquen más de cinco minutos.

Parce que no siempre somos conscientes de que los recursos son limitados y que hay unas prioridades objetivas y máxime en unas latitudes como las nuestras no acostumbradas, por lo general y a diferencia de los países nórdicos, a unos fenómenos atmosféricos de esta naturaleza.

Pero, al mismo tiempo, parece que ignoramos, desconocemos o hemos olvidado que, en otros tiempos y en otros lugares de nuestra misma España estos fenómenos eran y son frecuentes. Lo que ocurre es que «nos pillan lejos». En lugares como, por ejemplo, los Pirineos, Asturias o Galicia estas nevadas no son tan extrañas. Y la gente sobrevive y se organiza, aunque ello implique renuncias y sacrificios. Hace algunos años, en parajes como Piornedo, en los Ancares, durante los duros inviernos, que sus habitantes pasaban en sus pallozas cercados por la nieve, si alguien fallecía se depositaba el cuerpo en el hórreo hasta que el deshielo permitía trasladarle al cementerio de la parroquia.

Es cierto que en situaciones no previstas o cuyos efectos no hayan sido bien calculados, puede haber habido fallos (somos humanos) e imprecisiones, pero también es cierto que no sabemos ya calibrar ni apreciar la fuerza de la naturaleza, aparte de que se hayan dado casos, denunciados por los medios de comunicación, como el de las máquinas quitanieves del aeropuerto de Barajas, que AENA mantuvo en los depósitos sin ponerlas en funcionamiento porque, al parecer, eso suponía tener que suspender, aunque fuera temporalmente, los efectos del ERTE que tenían tramitado. Comportamientos así no son fallos o imprevisiones, sino negligencias merecedoras de reprobación y, en su caso, de sanción. El problema es que existe en nuestra sociedad una notable sensación de impunidad ante acciones u omisiones, faltas y delitos, independientemente de su gravedad.

Y, por otra parte, están los hábitos y valores de las diferentes sociedades como es el caso de Alemania, en donde los ciudadanos, que también pagan sus impuestos, tienen la obligación, bajo pena de sanción, de limpiar las entradas de sus casas en casos de nevadas como ésta y no se deja toda la responsabilidad a los servicios públicos.

Quizá la comodidad, el bienestar nos hace egoístas. No todo se puede resolver por medio de la informática, la electrónica u otros elementos de las sociedades que denominamos como «desarrolladas» y «de consumo». Estamos en una sociedad, en general, poco acostumbrada a las privaciones, aunque una parte de la misma adolezca de notables carencias. En nuestros códigos de conducta han desaparecido los conceptos y la práctica de valores tales como la austeridad y el sacrificio.

En estas situaciones se pone de manifiesto lo peor y lo mejor de los seres humanos. Lo peor como el saqueo de la carga de un camión bloqueado por la nevada en el arcén de una carretera madrileña o los destrozos y desvalijamiento de los vehículos particulares reducidos a la misma situación o los intentos de estafa en las residencias de mayores. Y lo mejor con las demostraciones de entrega, sacrificio, solidaridad, generosidad, desinterés o caridad de muchos ciudadanos para con sus semejantes.

Durante la pandemia, los sanitarios entregados en cuerpo y alma hasta la extenuación para atender a los enfermos en condiciones muy penosas, el Ejército, la Policía y la Guardia Civil respondiendo a unos valores que forman parte de su credo y que desde determinados sectores quieren extirpárselos; los farmacéuticos, los camioneros, los empleados de los supermercados, etc. que han trabajado para que a esta sociedad del bienestar y las comodidades no le faltara lo necesario y, a veces, hasta lo superfluo. Y quienes han estado a pie de obra en los bancos de alimentos para los más necesitados.

Con la borrasca Filomena, nuevamente han actuado esos mismos profesionales y otros muchos, cuya tarea no siempre es adecuadamente reconocida y valorada por quienes desean priorizar sus intereses particulares ante las necesidades ajenas y colectivas.

En estas circunstancias hay que valorar en su justa medida y sin que en nada desmerezca, la labor, la entrega, los sacrificios de estas personas como, por ejemplo, los sanitarios que se han reenganchado en sus turnos porque sus compañeros no podían relevarles, los empleados de la limpieza con su duro trabajo, los voluntarios que con sus vehículos todo-terreno se dedicaron, desinteresadamente, a trasladar a personal sanitario y otros profesionales que debían acudir a sus puestos en trabajos esenciales o a los enfermos que necesitaban hospitalización o tratamientos y que no podían acudir debido a la incomunicación provocada por la nevada. O quienes, por diferentes procedimientos han suministrado alimento al ganado que había quedado aislado. En esta tarea ¿se habrán empeñado también colectivos animalistas o antitaurinos?

A estas personas, insistimos en ello, hay que reconocerles y valorarles su entrega, su abnegación, su generosidad, su solidaridad y, hasta si se quiere, su caridad, a veces mucho más allá de lo que les exige el estricto cumplimiento de su deber. Pero, repetirnos, sin quitarles ni un ápice de sus méritos, que son muchos, quizá se esté desvirtuando el concepto de heroísmo al emplearlo con una cierta imprecisión y adjudicarlo profusamente. Como sostiene Sartori, si un concepto se ensancha hasta abarcarlo todo, no abarca nada. No hay que confundir el cumplimiento del deber, aun en circunstancias adversas e, incluso, la abnegación, con el heroísmo.

Heroínas han sido María Pita, Agustina de Aragón y Manuela Malasaña, que lucharon contra los ingleses y franceses, respectivamente arriesgando sus vidas y perdiéndola la última de las tres. Y más cerca en el tiempo, héroes son, por ejemplo, Eloy Gonzalo el «Héroe de Cascorro» en Cuba en 1896; el cabo Luis Noval, en Marruecos en 1909; Juan Maderal Oleaga y el brigada Francisco Fadrique Castromonte, legionarios que el 13 de enero de 1958 se quedaron cubriendo el repliegue de sus compañeros en la batalla de Edchera sabiendo que morirían combatiendo; el cabo Antonio Ponte Anido, que en la batalla de Krasny Bor, el 10 de febrero de 1943, dio su vida por sus compañeros heridos haciendo explotar una mina antitanque en el T-34, ruso que avanzaba disparando contra el hospital de campaña; Álvaro Iglesias Sánchez, joven de 20 años que salvó a tres personas entrando en el edificio en llamas del nº 7 de la calle de Carranza en Madrid el 6 de abril de 1982, no pudiendo salir y pereciendo cuando volvió a entrar para intentar salvar a más personas; los policías nacionales José Antonio Villamor, Rodrigo Maseda y Javier López que perecieron ahogados en la playa del Orzán, en La Coruña, el 27 de enero de 2012, al tratar de salvar al estudiante de Erasmus de nacionalidad eslovaca; Tomas Velicky, de 23 años, cuando a las 5:30 de la madrugada se metió imprudentemente en el agua en medio de un fuerte oleaje o Ignacio Echeverría que con un monopatín se enfrentó a los terroristas en Londres el 3 de junio de 2017 para evitar que asesinaran a una mujer y a un policía, siendo acuchillado y muerto él mismo.

Héroes son el agente fuera de servicio que baja a las vías del Metro, cuando está llegando un tren para rescatar a una persona que se ha caído, quien, como los policías anteriormente mencionados, se arroja a las aguas para salvar de morir ahogado a quien no sabe nadar bien o pierde la consciencia por algún motivo, el sanitario que, sabiendo que va a ser contagiado y que probablemente morirá, no abandona a sus enfermos, el piloto que, habiendo perdido el control de su avión, lo lleva fuera del área de una población para evitar la muerte de sus habitantes ante el impacto, pereciendo en la empresa, siendo consciente de ello. Y otros muchos más, anónimos, que, de alguna forma y por uno u otro motivo, ponen en riesgo o dan su vida para salvar la de sus semejantes. Otros, como el fraile franciscano Maksymilian Maria Kolbe, reúnen la doble condición de héroe y mártir al ofrecerse, en el campo de Auschwitz en 1941, para morir en lugar de otro prisionero.


[1] Job 7, 1-4.6-7