Razones y argumentos

Orfandad.

En términos generales, muchos sentimos esa orfandad en la Cataluña en manos nacionalistas y ante la España oficial, que ha prescindido totalmente de nosotros y solo atiende al sector más insolidario y particularista.

Publicado en el núm. 145 de Cuadernos de Encuentro, verano de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP (un envío semanal)

Orfandad


1. Esta palabra define con bastante exactitud la sensación que tienen muchos catalanes no nacionalistas, esto es, quienes solo siendo muy catalanes pueden ser plena y holgadamente españoles, según dejó escrito Julián Marías en su genial Consideración de Cataluña. Otros catalanes, como el que suscribe –que no es ni por asomo nacionalista–, gracias a la formación recibida en la juventud, queremos sentirnos con amplia comodidad, además, europeos e hispanos, pero tampoco hemos dejado de experimentar esa orfandad en muchas ocasiones.

¿En qué momentos y lugares nos hemos sentido huérfanos? Por ejemplo, cuando al recorrer otras regiones españoles e informar de nuestra procedencia (o detectarnos un acento imperceptible en la nuestra) se nos mira con suspicacia o nos vemos obligados a discutir nuestra indudable españolidad ante el separador de turno; o cuando, en nuestra propia Cataluña, hemos de bregar continuamente con un ambiente enrarecido (y a veces ponzoñoso) creado por los separatistas.

En términos generales, muchos sentimos esa orfandad en la Cataluña en manos nacionalistas y ante la España oficial, que ha prescindido totalmente de nosotros y solo atiende al sector más insolidario y particularista, que es el que proporciona los votos en la Carrera de San Jerónimo o amaga con nuevos alborotos y actos de sedición cada día.

También sentimos la orfandad cuando, desde la otra orilla del Ebro, se generaliza el topónimo de los catalanes para designar, en puridad, al separatismo existente en Cataluña; y ya advierto que no empleo el de Cataluña porque, entre los del lazo amarillo y la estelada, hay andaluces, madrileños, extremeños, marroquíes o argentinos, como sabe cualquier persona medianamente informada.

Sentada la explicación de la orfandad, no creo ocioso repetir, si bien de forma sucinta, qué es en realidad el llamado problema catalán, partiendo de sus inmediatos antecedentes para no alargarme, hasta desembocar en la situación actual. Empiezo por afirmar que sigo defendiendo que este problema es un reflejo y una consecuencia del problema español, ese que obsesionó a tantos pensadores y que hoy parece haber desaparecido, como por ensalmo, de las preocupaciones intelectuales.

Da la impresión de que el covid-19 ha orillado el tema, delegándolo a las páginas interiores de la prensa y apeándolo de las primeras páginas; antes de que estallara el dramatismo de la pandemia, muchos ciudadanos se quejaban del presunto monopolio y atención informativa de los medios sobre Cataluña; y no pocos eran los que llegaban a proferir la barbaridad, la blasfemia política, del si no quieren ser españoles, que les den la independencia de una vez, equivalente en la historia a aquel titular de ABC en la época republicana de ¡hermanos o extranjeros!

No hay ni que decir que el sentimiento de orfandad mencionado se multiplicaba entonces ponencialmente entre los catalanes no nacionalistas; el dolor de España unamuniano se entremezclaba con un tremendo dolor de Cataluña, como no podía ser menos: era un constante dolorido sentir, unido a la preocupación por la sociedad que íbamos a legar a nuestros hijos y nietos.

El separatismo en Cataluña (y en Vascongadas, y, de forma más larvada y menos extendida y explosiva en otros territorios y grupos sociales) no es algo nuevo, ni siquiera algo que haya nacido como producto exclusivo del Estado de las autonomías, si bien esta estructura ha contribuido poderosamente a exacerbarlo y ponerlo de actualidad; la torpe política que ha presidido la estructuración territorial de España ha llevado a convertir una serie de trágicos sucesos de la historia moderna en una dramática y preocupante realidad actual de la que no se vislumbra el final; además del constante desafío al Estado y del fraccionamiento profundo de los catalanes en las esferas familiares y sociales, amenaza con cuestionar la propia existencia de España, como Nación histórica y como Estado moderno consolidado.


2. Veamos cuál fue el diagnóstico y análisis agudo de José Ortega y Gasset en las Cortes de la Segunda República, con ocasión del debate sobre el Estatuto catalán el 13 de mayo de 1932, y recordemos algunas de sus palabras:

«El problema catalán es un caso corriente de lo que se llama nacionalismo particularista […]. Es un sentimiento de dintorno vago, de intensidad variable, pero de tendencia sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades […]. Esos pueblos sienten, por una misteriosa y fatal predisposición, el afán de quedar fuera, exentos, señeros, intactos de toda fusión, reclusos y absortos dentro de sí mismos».

Centró Ortega el debate en el concepto de soberanía:

«Es absolutamente necesario que quede deslindado de este proyecto de Estatuto todo cuanto pueda parecer amago de la soberanía unida»; y sus palabras nos llevan, irremediablemente, a la situación presente, casi 90 años después: «Por ese camino iríamos derechos y rápidos a la catástrofe nacional». Se apresuraba también a definir lo que era verdaderamente una «autonomía: cesión de poderes; en principio, no importa ni cuáles ni cuántos, con tal de que quede sentado de la manera más clara e inequívoca que ninguno de esos poderes es espontáneo, nacido de sí mismo, que en suma, soberano, sino que el Estado lo otorga y el Estado lo retrae y a él reviene».

Varias veces he leído referencias sobre este clarificador discurso de Ortega, y en todas ellas se pone énfasis en la palabra conllevancia, que pronunció a modo de paliativo o de consolación, pero suelen omitirse dos aspectos: que habló de conllevarnos dolidamente, esto es, con dolor, y que erró en cuanto a la posible solución: ampliar la autonomía a todas las comarcas y regiones de España, con el fin de crear una «nación vigorosa, para obligar a esos provinciales a que afronten por sí mismos sus inmediatos y propios problemas»; claro que lo enmarcaba en la necesidad de envolver a los nacionalismos y otras formas de particularismo «en un gran movimiento ascensional de todo el país», ya que «​un Estado en decadencia fomenta los nacionalismos: un Estado en buena ventura los desnutre y los reabsorbe».

No fue capaz la República de convertirse en ese Estado de buena ventura (no es esto, no es esto, diría el propio Ortega) y se demostró, por ejemplo, el 6 de octubre de 1934, cuando Companys llamaba a las armas, al alimón del golpe de estado perpetrado por los socialistas.

Un par de meses antes de que estallara aquella asonada, un joven orteguiano llamado José Antonio Primo de Rivera había analizado también el problema catalán (28-II-34):

«En Cataluña hay ya un separatismo rencoroso de muy difícil remedio, y creo que ha sido, en parte, culpable de ese separatismo el no haber sabido entender pronto lo que era Cataluña verdaderamente […]. A Cataluña no se la puede tratar con miras prácticas, y teniendo en cuenta que es así, por eso se ha envenenado el problema, del cual solo espero una salida si una nueva poesía española sabe suscitar en el alma de Cataluña el interés por la empresa total, de la que desvió a Cataluña un movimiento, también patriótico, nacionalista».

Y, frente al hermanos o extranjeros del ABC y frente a los cálculos electoralistas de conseguir mayorías de entonces, sentenciaba:

«España es irrevocable. Los españoles podrán decidir acerca de las cosas secundarias; pero acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir. España no es "nuestra", como objeto patrimonial; nuestra generación no es dueña absoluta de España; la ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores y ha de entregarla, como depósito sagrado, a las que la sucedan».

Nos da la impresión de que no ha pasado el tiempo, tanto sobre las palabras de Ortega, como sobre las de Primo de Rivera, a poco que atendamos a la situación de estos momentos actuales.


3. Aterricemos, ahora, en nuestros días. Decíamos que la construcción del Estado de las autonomías, aunque no ha creado el problema, sí lo ha reverdecido y lo ha llevado a extremos de paroxismo. El retornar de los nacionalismos –de todos ellos– arranca sin duda de la apresurada redacción del texto constitucional de 1978, donde, junto a la rotunda afirmación, en el artículo II del Título preliminar, de que la Constitución se fundamentaba «en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles», se introducía de rondón la dualidad de «nacionalidades y regiones», quizás por las prisas de alcanzar el ansiado consenso.

Ya hubo voces que se levantaron para denunciar el dislate, como la de Julián Marías –nada sospechoso de veleidades franquistas– que, en enero de 1978, decía en La Vanguardia: «No hay nacionalidades –ni en España ni en parte alguna–, porque nacionalidad no es el nombre de ninguna unidad social o política, sino un nombre abstracto, que significa una propiedad, afección o condición», y advertía que, con este término, se quería decir algo así como una sub-nación; en el mismo medio, insistía en mayo del mismo año: reconocía que con la palabra nacionalidad se había introducido una «equiparable al significado de nación para sostener que la idea de España era una nación de naciones, como una realidad plurinacional». Y otros pensadores insistieron entonces y después en el tema, como Antonio Álvarez Osés, que, en la revista de Enseñanzas Medias en 1982, diagnosticaba: «Se tiene la impresión de estar inmenso en un tremendo diálogo de sordos que únicamente puede conducir a una grave crisis de identidad». Ya tenemos, en el siglo xxi, el diálogo de sordos y la crisis de identidad en todo su apogeo.

De nacionalidad a nación, palabra ya introducida en algunos estatutos; y todo nacionalismo deviene, por lógica, en separatismo, al considerar que el Estado ahoga a esas pretendidas naciones y conviene alejarse de él, mediante el derecho a decidir de los pueblos oprimidos. Y por sí mismo, todo sentimiento nacionalista, como romántico que es ideológicamente, tiende a enardecer a las masas, léanse votantes o manifestantes; si examinamos el número de catalanes que votaban a los partidos separatistas al principio de la Transición y lo comparamos con los seguidores de ahora, veremos claramente como la sentimentalidad de un pueblo ha sido objeto de especulación por parte de las oligarquías instaladas en poder autonómico y más o menos aliadas con las del poder central.

Junto a las celadas conceptuales (Estado plurinacional, nación de naciones, derecho a decidir), se impuso también la lógica partidista para asegurarse apoyos parlamentarios, y, así, los diferentes gobiernos de UCD, del PSOE, del PP, compitieron en una política de concesiones a los separatismos, de silencios y omisiones ante fragrantes incumplimientos de sentencias judiciales, cuando no de complicidades con los nacionalismos, que se fueron aupando en sus diferentes demarcaciones al modo y manera de un neocaciquismo; como dice Javier Barraycoa en La Constitución incumplida, existió un pacto tácito entre los gobiernos nacionales y las fuerzas nacionalistas.

Ahorremos al lector el detalle bien conocido de las ambigüedades y contradicciones contenidas en el Título VIII de la Constitución, especialmente en sus artículos 148, 149 y 150.2; todo ello llevó a la aplicación meliflua del artículo 155 en Cataluña hace un par de años, que no remedió absolutamente nada al dejar todos los resortes e instrumentos de penetración social a los separatistas. El Estado actual es más débil que el de la Segunda República. Vayamos a las evidencias, y estas nos demuestran que, cada día, aun distraídos por la crisis de la pandemia, se pone en entredicho la integridad de España, en el Parlamento de Cataluña y en el Parlamento nacional, y que la política de concesiones del actual gobierno de Pedro Sánchez parece no tener fin.


4. Pero, ¿qué opinan muchos españoles de a pie no nacionalistas, esos que, sin quererlo, nos acrecientan la sensación de orfandad? Aunque sea triste reconocerlo, priva la indiferencia, como si se tratara de un problema ajeno; esto es producto de la constante tarea que ha venido llevando a cabo el Régimen de la primera Transición, anulando o enfriando cualquier referencia al patriotismo. Otros se limitan a considerarlo en su superficialidad, sea achacándolo a intereses económicos de los catalanes (y no de la oligarquía nacionalista) o reputándolo de artificial.

Con relación a estas posturas, podemos volver a un texto clásico del orteguiano José Antonio (30-XI-34):

Yo no conozco manera más candorosa y aun más estúpida de ocultar la cabeza bajo el ala, que la de sostener, como hay quienes sostienen, que ni Cataluña tiene lengua propia, ni tiene costumbres propias, ni tiene historia propia, ni tiene nada […]. Cataluña existe con toda su individualidad, y muchas regiones de España existen con su individualidad, y si queremos conocer cómo es España y si queremos dar una estructura a España, tenemos que arrancar de lo que España en realidad nos ofrece, y precisamente el negarlo, además de la torpeza que antes os decía, envuelve la de plantear el problema en el terreno más desfavorable para quienes pretenden defender la unidad de España, porque si nos obstinamos en negar que Cataluña y otras regiones tienen características propias, es porque tácitamente reconocen que esas características justifican la nacionalidad […]. La justificación de España es cosa distinta, España no se justifica por tener una lengua, ni por ser una raza, ni por ser un acervo de costumbres, sino que España se justifica por una vocación imperial para unir lenguas, para unir razas, para unir pueblos y para unir costumbres en un destino universal.

También advirtió del peligro de conceder estatutos de autonomía cuando no estaba bien arraigado el sentido de la unidad española en esos territorios; si, por el contrario, estaba arraigado, podían existir cuantas autonomías fueran necesarias. Y en este punto fue donde empezó a fallar el planteamiento nacido en el 78: además del agravio contenido en la idea de los derechos históricos y de la división entre nacionalidades y regiones, el Régimen, carente también de ese movimiento ascensional que pedía Ortega, priorizó lo localista sobre lo general, fue vaciando de contenido al Estado y entregó las nuevas administraciones territoriales a las oligarquías de signo separatista; estas fueron creando, a su vez, una red de clientelismo (la España subvencionada), usaron los hechos diferenciales como ariete político y, en definitiva, especularon con la sentimentalidad del pueblo, del que ha "picado" en estos momentos un 52% de los votantes.


5. No busquemos, pues, las razones de insolidaridad y apartismo (Ortega de nuevo) en las características propias de cada territorio español; no son culpables ni la lengua catalana, ni el euskera, ni los restos venerables de la fabla o del bable, ni los usos y costumbres de cada lugar. Por el contrario, las hallaremos fácilmente en la irresponsabilidad de los partidos del Régimen y en la ausencia en este de un proyecto ilusionante de vida en común; estos partidos, además, se han ido encargando de decapitar a aquellas cabezas que mostraban firmeza en caminos de rectificación y denunciaban los abusos separatistas.

Podemos nosotros tener claros los medios que deberían emplearse: redefinición de las competencias otorgadas a las comunidades autónomas, revisión a fondo del Título VIII de la Constitución, firmeza ante los excesos de las oligarquías gobernantes, aplicación de las leyes y comprensión ante los hechos diferenciales…: aquel ni secar las fuentes ni dejarse arrastrar por los torrentes, del catalán Eugenio d'Ors.

También podemos nosotros tener claros los objetivos o ideales: que las autonomías no se opongan a la unidad de España, que lo nacional prevalezca sobre lo localista, que se instale la solidaridad entre las regiones, que se respete íntegramente la igualdad de derechos y deberes ante la ley de todos los españoles, que no existan privilegios para ninguna comunidad autónoma, que se disuelva el nuevo centralismo burocrático de las regiones en favor de verdaderas autonomías de las comarcas y municipios… No obstante, vista la situación, todo esto no deja de ser un brindis al sol, máxime cuando estamos inmersos en el proceso imparable de una segunda (o tercera) transición, que pone en entredicho al propio Estado y a sus instituciones.

Debemos –eso sí está en nuestras manos– profundizar en las causas del problema y llevar a cabo una paciente tarea de educación en nuestros entornos más próximos, tanto si estamos inmersos en territorios donde predomina el sentimiento nacionalista como si consideramos que el nuestro está limpio de esas formas de abducción.

El objetivo de esta paciente y laboriosa misión es que vaya desapareciendo el sentimiento de orfandad, no solo de nosotros los catalanes, sino de todos los españoles que van advirtiendo como en sus respectivos lugares se extiende la desafección por la patria común, aumentan los síntomas de indiferencia y de dejadez, crecen los genios de la disgregación, que se esconden bajo los hongos de cada aldea y, en suma, se deja de pensar y de sentir esa realidad irrevocable que se llama España.

Quizás no podamos cambiar con nuestras fuerzas la orientación de un Régimen, pero sí la de una sociedad.