La Razón de la Proa

RAZONES Y ARGUMENTOS

La pena de muerte

La vida como tal no es un valor. Ya es. No está en la situación de 'deber ser y no ser aún', que es lo que caracteriza un valor. El valor hay que buscarlo, no en la materialidad de estar vivos, sino en la actitud de 'respeto a la vida'.


Autor.- José María Méndez. Publicado en el núm. 190 de Altar Mayor, 2º trimestre de 2020. Editado por Hermandad del Valle de los Caídos. Ver portada de Altar Mayor en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP (servicio gratuito).

El autor es presidente de la Asociación Estudios de Axiología. | Axiología o filosofía de los valores

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La pena de muerte

La pena de muerte.


1.- Toda persona tiene derecho a imponer la pena de muerte

La vida como tal no es un valor. Ya es. No está en la situación de deber ser y no ser aún, que es lo que caracteriza un valor. El valor hay que buscarlo, no en la materialidad de estar vivos, sino en la actitud de Respeto a la vida. La vida será en todo caso materia o contenido del valor, pero no el valor mismo. El valor se realiza en la conducta humana de respetar; no en la cosa respetada. Esta última es un hecho, que no cabe confundir con un valor, por más que esta confusión sea muy frecuente en la práctica.

Lo comprobamos enseguida por la Regla de Oro, que dilucida si algo es o no un valor. Si todos los humanos, todos sin excepción, respetásemos la vida de los demás, todos saldríamos ganando y nadie perdiendo. En cambio, aplicar la Regla de Oro a la vida como tal lleva al absurdo. No tiene sentido suponer que todos los seres humanos actuales estemos vivos, si ya lo estamos de hecho.

El valor ético Respeto a la vida se divide en dos subvalores: Respeto a la propia vida y Respeto a la vida ajena.

El más antiguo y conocido conflicto axiológico surgió precisamente entre estos dos subvalores. Lo hemos llamado siempre legítima defensa. Si alguien no tiene otra opción que matar a quien le agrede a muerte, hace bien al poner el respeto a la propia vida por encima del respeto a la vida ajena.

Normalmente todos vimos los dos respetos cada día, y sin el menor roce entre ambos. Pero si excepcionalmente no podemos vivir los dos valores a la vez, sino que nos vemos obligados a violar uno para cumplir el otro, la precedencia corresponde al valor más fuerte, como decía Hartmann. El valor más fuerte es el Respeto a la propia vida. El valor más débil es el Respeto a la vida ajena.

La conciencia moral es la voz de Dios que nos presenta un valor aislado como lo que debe ser, sea o no sea. Pero también en los conflictos entre dos valores la misma conciencia moral nos indica sin vacilación alguna cuál es el que tiene más fuerza (die Stärke). Es lícito matar al que me va a asesinar, para salvar mi propia vida.

Si la vida como tal, o en sí misma, fuese un valor, la legítima defensa nunca estaría justificada. Si yo me atengo a este absurdo, no puedo nunca matar. Y si el agresor no se atiene a esa regla, eso es cosa suya, no depende de mí, no cae bajo mi conciencia. El absurdo llevaría a otorgar licencia para matar a quien es el más fuerte. La víctima ni siquiera podría quejarse, pues la mayor potencia de la vida del agresor sería reconocida como el único valor. La víctima tendría incluso que admitir que el poderoso tiene  derecho a matarle. Para eso es el más fuerte.

Se suele invocar la proporcionalidad entre las armas del atacante y del que se defiende. Casualmente, hemos asistido hace poco al suceso de una mujer policía en Cataluña que no ha dudado en disparar su fusil cuando el enorme cuchillo de cocina en la mano del terrorista iba a ser descargado contra ella. Sería absurdo pensar que la atacada debía dejarse acuchillar, pues la única arma a su alcance en ese preciso momento era un fusil. Nadie ha protestado porque en este caso no se diera la supuesta proporcionalidad. Estamos ante el caso en que la víctima sería irremediablemente asesinada, de no aprovechar al instante la única oportunidad de defenderse que estaba a su alcance. La falta de proporción en este caso entre el cuchillo de cocina y el fusil no invalida el principio de la legítima defensa.

Una vez asentado el criterio de que, para salvar su vida en un caso extremo, cualquier persona puede imponer la pena de muerte, y hasta ejecutarla sobre la marcha, podemos concebir la legítima defensa como un impecable procedimiento judicial. En un tiempo mínimo esta mujer policía llevó a cabo un impecable juicio penal en que ella fue a la vez instructor, fiscal, defensor, juez y verdugo. Ha juzgado el caso después de oír a las partes y cotejar las pruebas. Ha sentenciado la pena de muerte de modo imparcial. Y la ha ejecutado ella misma. En un instante ha cumplido escrupulosamente con todos los sucesivos trámites del más garantista proceso penal. Que el proceso dure un segundo o diez años es ahora una cuestión accidental. El juicio se ha llevado a cabo con todas las garantías para el reo que podamos concebir en el más escrupuloso Derecho penal. Todas las garantías están automáticamente dadas por el hecho de que la víctima es atacada sin estar prevenida, y en cambio todas las ventajas son para el agresor.

La reciente formalización de la lógica no sólo ha permitido que haya ordenadores y la inmensa revolución que ello ha supuesto. También nos ha aportado una información de la máxima trascendencia teórica en axiología. El deber ser de los valores éticos se formaliza lo mismo que el Ser Necesario o Dios. Por eso la voz de la conciencia es literalmente la voz de Dios, como ya vieron Sócrates y Platón.

En efecto, hay tres modi del ser: Necesario, Posible e Imposible. Y hay tres conceptos fundamentales en ética: Obligatorio, Permitido y Prohibido. En lógica formalizada, ambos tríos se relacionan entre sí de la misma manera.

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El lenguaje ordinario no posee una palabra simple en correspondencia con prohibido. Sólo dispone de la palabra compuesta imposible, o sea, no posible. Por eso hay que echar mano de la doble negación para pasar de imposible a posible. Si existiese tal palabra –pongamos equis–, entonces no equis llevaría a posible exactamente igual que no prohibido lleva a permitido.

Pero ésta es una deficiencia del lenguaje ordinario, que la lógica formalizada saca a la luz. De nuevo vemos la trascendental importancia del cálculo lógico para no extraviarse en las lagunas y ambigüedades del lenguaje ordinario. Si se ignora el cálculo lógico, hoy día no se puede decir nada serio en filosofía.

Así pues, la autoridad suprema de Dios –fuente última de todo valor o Valor Valorum– otorga a cada persona el derecho a imponer la pena de muerte en el caso extremo de legítima defensa. Es radicalmente falsa la manida frase Dios da la vida y sólo El puede quitarla. Es el mismo Dios el que establece que la legítima defensa es en verdad legítima.

La consecuencia es obvia. Ninguna autoridad de este mundo, religiosa, social o política que sea, puede despojar a la persona individual de su derecho a imponer la pena de muerte. No tiene sentido siquiera la abrogación de la pena de muerte. Nadie puede abolir la pena de muerte. Nadie puede anular un derecho otorgado por los valores. Lo más que puede hacer el titular de un derecho subjetivo es renunciar a ejercitarlo. Pero el derecho como tal seguirá siempre intacto en su poder. Incluso en el caso de que la mujer policía voluntariamente se hubiese dejado matar, por el motivo que fuese, y hubiese renunciado a disparar, no por eso habría dejado de ser cierto que tenía derecho en esas circunstancias a imponer la pena de muerte, aunque no lo hiciere. Y justo de esto hablamos ahora, de su derecho inalienable.

En ninguna otra cuestión como en la pena de muerte debemos desterrar el sentimentalismo y atenernos a la lógica y a la racionalidad. Nunca invalidaremos un razonamiento lógico correcto con nuestros sentimientos de compasión y lástima por la desgracia ajena, por muy sinceros y respetables que sean. Afortunadamente, nadie se ha atrevido a censurar a la mujer policía por lo que hizo. Pero por desgracia eso no es lo corriente, sino la excepción. Por tanto, se pide al lector que deje de lado por el momento sus muy comprensibles y delicados sentimientos, y anteponga la luz de la lógica a la ceguera del corazón.


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