ARGUMENTOS

La fuerza de la verdad y la mentira.

Todos somos responsables pero no reaccionamos, nos cuesta decir y defender la Verdad, y nos ata y acogota la fuerza de la Mentira

Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 151, de Invierno de 2022/23. Ver portada de Cuadernos de Encuentro en La Razón de la Proa (LRP).

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La fuerza de la verdad y la mentira.

La fuerza de la verdad y la mentira.


Dos fuerzas antagónicas y poderosas

La Verdad es una de esas palabras que así, con mayúsculas, ha sido y sigue siendo una de las más controvertidas de la humanidad. Filósofos, desde Platón o Aristóteles en los foros atenienses, teólogos, padres de la Iglesia de diferentes ramas, escritores o historiadores laicos o ateos, todos han opinado y debatido sobre ella desde distintas posiciones y perspectivas.

Ya Cristo, según las Escrituras, solía iniciar alguna de sus advertencias o admoniciones sobre el pecado de la riqueza egoísta o el delito de escandalizar a los niños, con las palabras de «en verdad, en verdad os digo…».  

Pero incluso, y como curiosidad, nos encontrarnos con que esta palabra, también se ha relacionado con otro concepto trascendente como es el de la muerte incluso de forma coloquial, o popular.

En los toros, por ejemplo, tras la faena más o menos aliñada del maestro, se le dice que ha llegado la hora de la verdad, refiriéndose a la suerte con la espada en la que el toro debe morir limpiamente y donde el torero se expone a una cornada mortal.

Así mismo, en algunos tribunales de justicia, con diferentes legislaciones, no se le pregunta al testigo o al justiciable si ha hecho, visto o conocido tal o cual cosa, sino jurar por triplicado decir la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad.

Más cercana, en una de las poesías de Antonio Machado se hace en pocas palabras toda una declaración de principios que yo he hecho míos en muchas ocasiones: «La Verdad, no tu verdad, y ven conmigo a buscarla, la tuya guárdatela».

Así podríamos seguir poniendo multitud de ejemplos para considerar a la Verdad como una poderosa y ejemplar virtud, con la que el hombre unas veces utiliza para denunciar conductas o situaciones y en otras se defiende, inspira, y recibe fuerzas y ánimo para superar las situaciones más difíciles.

Por eso, en esa eterna lucha entre el Bien y el Mal, san Juan Pablo II nos exhortaba a luchar, a no desfallecer ni rendirnos, e ir siempre con la verdad por delante, con su categórica afirmación de que «la Verdad nos haría libres».

Pero dicho todo esto sobre la Verdad, pasemos a lo contrario, para referirnos a la también poderosa fuerza de la Mentira.

Mentira que en nuestro rico vocabulario tiene multitud de acepciones, como engaño, embuste, falsedad, fraude, trile, etc. y otros tantos matices y significados, porque hay diferentes formas de mentir y muchas diferentes intenciones al hacerlo.

La mentira puede ser una costumbre, un recurso para salir de un apuro o una forma de presumir de algo. Pero esos casos, digamos que son los pecados veniales del mentiroso. 

Lo grave es la mentira o el engaño deliberado, que tiene la intención de perjudicar y denigrar a otra persona, atribuyéndola actos o comportamientos dolosos o vergonzosos, difundiéndolos a sabiendas de que no son ciertos, y que pueden acabar con la honorabilidad, el prestigio, la carrera, o la relación familiar de la víctima.

Está la mentira piadosa, la que se utiliza para atemperar o endulzar una situación violenta, penosa o desagradable.

También está la mentira remunerada: por ejemplo la de un escritor, periodista o historiador para servir los intereses o la soberbia de quien le paga. Por lo que no vale citar a un historiador o al comunicador de un medio para amparar o acreditar como cierta alguna página de la Historia o algún suceso o noticia. De hecho, la Historia está llena de esos historiadores vendidos al poder de un soberano, de un político o de un gobierno determinado para realizar campañas expresas con la intención de que las mentiras, a fuerza de oírlas o leerlas a través de todos los medios de comunicación, y de una forma continuada, sean consideradas como ciertas.

Eso ya lo tenía claro Goebbels en el régimen alemán nazi, cuando afirmaba que «una mentira repetida mil veces se convertía en verdad».

No obstante lo anterior, también es justo reconocer que si bien ha habido y sigue habiendo, historiadores o pseudo historiadores vendidos, o simplemente que presentan trabajos superficiales y chapuceros, o expresen una dudosa opinión o perspectiva de un hecho determinado que resulta parcial o erróneo, en general, el historiador o el comunicador independiente y honesto, bucea y fundamenta sus opiniones en fuentes diferentes y a veces antagónicas para conseguir un relato veraz y creíble.

O incluso existe algún caso como nos decía Aristóteles en su Poética sobre Homero, que había sido «el que más nos había enseñado el arte de forjar mentiras, pero con la idea de adornar a personajes épicos que pudieran servir de ejemplo a admirar».

En nuestra vida cotidiana y doméstica, vivimos el engaño permanente de las campañas de publicidad en donde, machaconamente, cualquier producto se difunde y se nos recomienda y a veces nos convence de sus excelentes cualidades de las que luego carece.

El mentiroso en la mayoría de los casos, o versiones, es rechazado más o menos pronto, y a veces de una forma demoledora.  

En ese sentido nos cuenta Gabriel Albiac una conversación entre el general Degaulle y el escritor Marcel Maurrac, que parece había sido dirigente destacado de la resistencia en Francia al día siguiente de la toma de París. Le pregunta un Degaulle eufórico al escritor, cuál había sido la primera sensación que había experimentado al llegar a este París reconquistado. A lo que lacónicamente responde Maurrac:

La mentira. No añade más y deja a nuestra imaginación la intencionalidad de la respuesta, pero no cabe duda de que revelaba su insatisfacción o decepción de aquella celebrada victoria en la que percibía podría estar montada sobre  aspectos inciertos poco ciertos.   

Pero volviendo a la Biblia, como antes sobre la Verdad, se comprueba que en los diez mandamientos de la Tabla de la Ley, en los que los cristianos asentamos nuestro compromiso con Dios, no aparece en ningún caso la obligación de decir la verdad, pero sí, en cambio, la de no mentir ni levantar falsos testimonios.

Escritos todos estos apuntes o reflexiones sobre la Verdad y la Mentira desde el punto de vista intelectual, coloquial, anecdótico y religioso, hay que pasar también al político donde tal vez se refleja con mayor intensidad la fuerza de la mentira.

Es corriente achacar a los políticos la utilización de la mentira para sus fines en los que hay casos perfectamente conocidos y cercanos que lo avalan, como por ejemplo la famosa frase de Tierno Galván al contestaba si cuando se le achaca incumplimientos en las cosas que había prometido en su campaña electoral, que «esas cosas que se prometen estaban para no cumplirlas».

Sin embargo, en los países serios de principios democráticos firmes y consolidados, la mentira manifiesta, especialmente la de aquellos mentirosos que más alta posición ostentan o detentan, se considera incluso más grave que la corrupción y no se perdona.

Y no tanto las promesas incumplidas, sino en los casos en los que, cogido el mentiroso en falta, niega lo probado, es obligado a dimitir. Ahí tenemos como ejemplo el de Nixon tras el caso Watergate, o el de aquella ministra alemana que tras probarse que había trufado su tesis doctoral, tuvo que hacer lo mismo, y ya  el caso más reciente de Johnson ex primer ministro inglés.  

Ni qué decir tiene, que en España y con este gobierno y este presidente, no hay cuidado que estos comportamientos tengan las mismas consecuencias.

En España vivimos desde hace unos años en una copiosa y pertinaz mentira. Se miente descaradamente en las encuestas oficiales, en las solemnes y firmes declaraciones del presidente o de sus respectivos ministros, afirmando o negando según convenga lo que han dicho o prometido, apenas pasadas unos días o incluso unas horas antes.

Pero lo que realmente es grave por su enorme trascendencia, actual y futura, es la permanente mentira sobre la que se ha montado la campaña para tergiversar y falsificar nuestra Historia reciente o pasada, con unos planes educativos que ignoran deliberadamente, o que falsifican flagrantemente, trozos enteros de la misma, por lo que las nuevas generaciones nacen ya condenadas a ser ignaras, porque solo pueden acceder a lo se les enseña. O sea, privándoles del derecho a conocer lo que somos y lo que han sido nuestros antepasados. Algo así como si en una familia a los nietos no se les permitiera saber quiénes fueron o son sus abuelos o bisabuelos y lo que hicieron, y lo poco que se les enseñara, fuera una versión sesgada y manipulada de buenos y malos.

Eso es también lo que pretende la llamada Ley de la Memoria Democrática, como la anterior Histórica, que no solo nace ya fundamentada en una mentira, ya que, como dice Trapiello, «no hay memoria individual sino colectiva, porque el recordar es cosa de cada persona, y la verdad es cosa de todas» y que para colmo, estará escrita por los enemigos de España ya sean separatistas o de Unidas Podemos.

Pero hay algo todavía mucho más grave, y que nunca hubiéramos pensado los españoles que un gobierno nos lo pudiera presentar como beneficioso para nuestra sociedad. Es el intento basado en la mentira o falacia de unos supuestos e inexistentes derechos de los niños, sin contar con los padres ni con los médicos expertos en el tema, una increíble ley llamada Trans, que será pronto aprobada, y que permitirá que nuestros hijos y nuestros y nietos, de ambos sexos, se ahormen desde la infancia en unos seres neutros, ni hombres ni mujeres, y en donde pocos años más tarde, puedan elegir cambiar de género cuando se les antoje, sin contar con ningún tipo de autorización, e iniciarse sin límites en prácticas sexistas con quien les plazca, para satisfacción y euforia de los pedófilos. Todo será válido para erradicar cuanto antes la inocencia de los más pequeños, y degradar con esas prácticas en un desenfreno repugnante y antinatural a los un poco más mayores.

Y todo esto sin ningún tipo de reacción, o al menos muy tibia y cobarde, de aquellos que tienen la obligación moral, educacional o religiosa de denunciarlo con todas sus consecuencias, y oponerse frontalmente a ello, empezando por los padres. Pero no hay cuidado, por medio hay muchos privilegios, muchas subvenciones, y muchas situaciones personales e institucionales que pueden peligrar. ¿Dónde están los profetas que denuncien abusos y mentiras, o los mártires, o los católicos capaces, no de morir en este empeño, que eso sería excesivo, sino de arriesgar un puesto de trabajo, una cátedra, un cargo o una situación difícil en su profesión?

Todos somos responsables pero no reaccionamos, nos cuesta decir y defender la Verdad, y nos ata y acogota la fuerza de la Mentira.