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'Estado de malestar'.

Por contraposición al Estado de bienestar en que aspira la sociedad occidental contemporánea, se empieza a hablar hoy en día de lo que bien pudiera definirse como 'Estado de malestar'.


Publicado en Cuadernos de Encuentro (Primavera 2020). Editado por el Club de Opinión Encuentros. El autor. Gonzalo Cerezo, escritor y periodista asturiano, fue miembro de Plataforma 2003, murió en Madrid, recién cumplidos los 94 años (19/03/2020).


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'Estado de malestar' en contraposición al Estado de bienestar


Por contraposición al Estado de bienestar en que aspira la sociedad occidental contemporánea, se empieza a hablar hoy en día de lo que bien pudiera definirse como Estado de malestar. Para comprender el sentido de esta expresión conviene tener en cuenta el descontento que, desde hace años, viene ocupando plazas y calles de nuestras ciudades como escenario de su contestación.

Si nos remontamos al ágora de la Atenas de Pericles, que vio el nacimiento de la democracia, no sería este un fenómeno nuevo. Desde entonces han transcurrido muchas mudanzas bajo los puentes de la historia. Lo que separa aquella época de la nuestra no es solo el tiempo. Nada queda ya de aquel pacífico ejercicio del diálogo, en nuestras turbulencias contemporáneas. No cabe comparación con las violentas demostraciones de protesta y malestar a que asistimos hoy.

Para empezar, no nacen del sentimiento de identidad con la polis. La ciudad, incluso la nación, ya no resultan determinantes para el individuo, que deja de sentirse ciudadano. El instinto gregario de pertenencia a otros grupos o comunidades identificativas, desborda los vínculos primarios. Familia, municipio, profesión, raza, sexo, partido político… diluyen y desdibujan su perfil definidor. Tampoco, a decir verdad, podemos establecer un nexo común entre Hong Kong y Santiago de Chile, por citar ejemplos recientes de este descontento, y el 15-M de la madrileña Puerta del Sol y los «chalecos amarillos» que recorren cada fin de semana las más importantes ciudades francesas. Entre todas estas manifestaciones no parece haber otra semejanza que la protesta.

No es fácil centrar la búsqueda de sentido en la necesidad de dar cauce político a unas aspiraciones concretas que, por lo pronto, resultan de difícil identificación.


Rebeldes con causa(s)


Si abandonamos la perspectiva histórica para ceñirnos al tiempo abarcable en el promedio existencial de una vida humana, encontraremos que en las últimas siete u ocho décadas, se podría establecer como hito primerizo de esta evolución, el Mayo francés del 68. Lo que en su momento no pasó de ser un resonante acontecimiento político, ha ido cobrando en el transcurso del tiempo una mayor significación de hondo calado sociológico, antropológico e, incluso, filosófico.

En cierto modo, aunque su impacto transformador inmediato fue escaso, visto desde la perspectiva de los años transcurridos y del eco en otros movimientos populares que se han producido desde entonces, no cabe duda de que aquella movilización, ha demostrado el potencial de esa energía liberada por la simple acumulación de «la gente». Por muy desconcertante o aparentemente baladí que nos resulte, a veces, el presunto detonante de la protesta.

Examinado el fenómeno más de cerca, nos encontramos con la poderosa magia, insospechada, de palabras que, dada la circunstancia, resuenan en el oscuro instinto de insatisfacción del ser humano. Palabras que disparan pulsiones de inesperada sintonía en la conciencia colectiva.

Perdido el individuo en su indefinición, busca abrazarse al otro, formando una cadena que acaba asegurándole una ilusión de fuerza y certidumbre que, por sí solo, nunca alcanzaría.


Tiempos turbulentos


Esto suele ocurrir en encrucijadas históricas que aventan profundos cambios en el entorno social. Se resiste a nuestra comprensión el tiempo histórico, se torna movedizo el suelo que nos sustenta, se difumina nuestro horizonte vital. Y se barrunta un incierto futuro en el horizonte de nuestras perspectivas.

Es la tormenta perfecta, «la crisis de nuestro tiempo». Se presenta cuando las instituciones vertebradoras de la circunstancia personal no inspiran la confianza de adaptarse a ese incierto futuro.

El mayo francés del 68 muestra ya alguna de las características de este fenómeno: la mayoritaria edad juvenil de sus participantes, la carencia de concreto liderazgo, y la indefinición de objetivos políticos. En este sentido –y casi coincidente con la revuelta parisina– la Primavera de Praga conmovió las dos Europas de posguerra, con un romántico levantamiento contra el régimen comunista, aplastado sin rubor por los tanques soviéticos.

Las protestas universitarias del 64 en Berkeley, y las que en aquellos años se multiplicaron por campus y ciudades norteamericanas, ya habían anticipado este rostro difuso. Su clamor reflejaba el descontento popular por la guerra de Vietnam. Su pacifismo se mezclaba confusamente a otras demandas que agitaban los campus entre rosas, hippies, y rock and roll.

En la década de los 70, en pleno fragor de la guerra fría, la crisis de los misiles puso en las calles a decenas de miles de jóvenes airados protestando por el amenazador despliegue de misiles SS-20, de alcance intermedio.

La iniciativa soviética fue contestada de inmediato por la OTAN. Las calles y plazas de las más importantes ciudades de la República Federal Alemana fueron escenario de multitudinarias manifestaciones de jóvenes enardecidos ante la perspectiva de ver cruzar sobre sus cabezas oleadas de misiles con ojivas nucleares.

A finales ya de los 80 (1989), el gigante chino se vio sacudido por las inesperadas olas de protesta que culminaron en la plaza de Tiananmen, en Beijing, capital de la república maoísta. La cruenta represión del régimen, fue ampliamente divulgada por las cadenas internacionales de televisión, pero apenas hizo mella en la correosa epidermis de la entonces incipiente potencia asiática. Aun así, no dejó de perturbar al imperio soviético, ya malherido por las últimas tensiones de la guerra fría, insoportables para la rigidez de su precaria economía.

Si la primavera de Praga se adelantó a su tiempo, Gorbachov llegó demasiado tarde. Nada podía frenar ya la descomposición de la Rusia soviética y sus satélites europeos. Pocos meses después sucedió la caída del Muro de Berlín (10 de noviembre de 1989) ante el estupefacto regocijo occidental. En los meses siguientes, al inicio de los 90, el infranqueable «telón de acero» que partía en dos a Europa desde el final de la II GM, se desmoronó de forma inapelable.


Protesta, que algo queda


No fue el fin de la historia como pensara Fukuyama, pero sí la alteró más de lo que sus detractores y él mismo pensaban. Solo dos décadas después el mundo sería ya prácticamente incompatible con su prometedora visión. Contrariamente al optimismo futurista del pensador japoamericano, Samuel Huntington veía ya, en el descontento occidental, el fruto indeseado de la sociedad opulenta.

«Cuanto mejor, peor», vendría a decir el autor de Choque de civilizaciones, dando la vuelta al secular aforismo. Lo corroboraría otra referencia de González Martín: la «ley de Wagner» (Así lo cree, al menos, el analista Andrés González Martín, que oportunamente lo cita en su trabajo «El año del joker»).

El cambio al que asistimos puede someterse a muy diversos enfoques. Uno de ellos –y no el menos importante– es el protagonismo de la simbiosis jóvenes-espacio público-malestar, objeto de estas líneas. En el trabajo antes mencionado, González Martín lleva a cabo un profundo estudio sobre lo que él mismo denomina «protesta global».

En un benemérito esfuerzo por materializar el espacio público como nuevo teatro en el que exponer el descontento para deslegitimar a las instituciones y, a un tiempo, entender su sentido, el autor explora de un vistazo la generalización de este fenómeno. A partir de la crisis francesa de los chalecos amarillos, extiende su vista a otros países que acogen el malestar bajo formas y expresiones diferentes.

Comenzando por la Primavera Árabe (2010) toda esta última década ha conocido un reguero de violentas explosiones callejeras enmarcando motivos diversos que, en estos dos años precedentes (2018-2020) han alcanzado su cenit.

Hong Kong y Chile son sólo los extremos del cordón incendiario que ha pasado por la India, Irán, Líbano, Egipto, Turquía, Israel, Líbano, Túnez, Argelia, Guinea, Sudán, Italia, Gran Bretaña, Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, México, EE. UU., sin incluir Venezuela, cuya situación ha alcanzado caracteres endémicos y singulares que merecen por sí solos una referencia aparte.

Si en cada uno de estos movimientos se pueden identificar causas locales que han podido servir de detonante, no es menos cierto que en todas ellas encontramos explicaciones de mayor calado. Es ahí donde adquiere su pleno sentido el Estado de malestar al que nos hemos referido al comienzo de estas líneas.


«Ley de Wagner del incremento de la actividad estatal», enunciada por el economista alemán Adolph Wagner, figura central de la escuela económica del socialismo de Estado. «...la protesta y la violencia son una búsqueda desesperada de los invisibles de sus propios mecanismos de representación». González Martí, Andrés. Boletín del IEEE, 02/2020 «El año del Joker. Cuando la protesta se hizo global».