ARGUMENTOS

Ejemplaridad y vida privada

La ejemplaridad constituye una potencia carismática, capaz de convertirse en un ideal de oferta convincente a través de las personas ejemplares.

Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 151, de Invierno de 2022/23. Ver portada de Cuadernos de Encuentro en La Razón de la Proa (LRP).

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Ejemplaridad y vida privada

Ejemplaridad y vida privada


Acabo de leer la obra de Javier Gomá Lanzón, La ingenuidad aprendida (Galaxia Gutemberg, 2011), obra llena de sugerencias y planteamientos sobre el pensamiento, el proceso civilizatorio, con el objetivo de cómo conseguir en una sociedad democrática vivir juntos en un proceso de emancipación. Javier Gomá me ha sorprendido por su afán de indagación que plasma en lo que denomina «filosofía mundana», en un momento en que en España hay fuerzas que tratan de evitar el pensamiento propio, diverso y, menos, divergente del pensamiento único y ortodoxo de ciertos grupos políticos e incluso religiosos. Nuestro pensador es un producto de la España en proceso de desarrollo, con grandes dificultades pero con un empeño de perfección, pues nace en 1965. La infancia y primeros estudios se realizan en el momento crucial de desarrollo económico, ruptura del pensamiento tradicional y transformación de España en un Estado de derecho moderno. Los que tenemos anhelo de conocimiento pero escasa capacidad de pensamiento a la altura de grandes pensadores, en este caso como Gomá, nos cabe la posibilidad de glosar y difundir sus obras o, al menos, presentar cruciales cuestiones de sus aportaciones. Esto me sugiere hacerlo con el planteamiento final de su «ingenuidad aprendida», en el que plantea lo que, siguiendo a Ortega y Gasset, podríamos decir un tema de nuestro tiempo.

Llama la atención el título del capítulo Contra la vida privada que parece contradictorio en una sociedad occidental, de civilización avanzada, pero su desarrollo va aclarando semejante paradoja. Larga pero necesaria es la cita que se pone a continuación:

«Muchos aceptarían como diagnóstico de las sociedades occidentales la siguiente paradoja: son sociedades que, por un lado, se hallan exhaustivamente normativizadas por una selva exuberante de leyes estatales coactivas, que burocratizan el exterior de nuestras vidas hasta el último rincón y no dejan ningún espacio público sin reglamentar; y, sin embargo, por otro lado, el interior de esas mismas vidas está entregado, en cada ciudadano, a su arbitrio personal elevado a derecho sagrado e inviolable, inmanente al sentimiento de su propia dignidad. Ese ámbito sacrosanto, confiado “in toto” al arbitrio subjetivo recibe en nuestro tiempo el nombre de “vida privada”. En su vida privada, el sujeto no rinde cuentas a nadie porque no reconoce la existencia de principios comunes con fuerza suficiente para imponerse sobre su conciencia. El resultado es una ausencia de reglas en la esfera individual-moral, que se generaliza en un plano social como anomia. En suma, burocratización y anomia son los dos signos distintivos de la cultura contemporánea» (Gomá, 2011; 148).

Superado el «cosmos de privilegios», tal como llamó Max Weber a la Edad Media, la historia de los derechos humanos se va desarrollando lenta pero implacablemente, hasta su internacionalización, como derechos universales, individuales, naturales, inalienables y sagrados, a partir de la Declaración Universal de 1948. Por un lado, está el monopolio de la violencia legítima que se confía al Estado, que aprueba leyes que imponen, pero siempre con un límite que no puede traspasar lícitamente: la vida privada de las personas. Hay, pues, una dialéctica entre el poder estatal y el subjetivismo personal, en cuyo proceso se produce la «liberación subjetiva» o progresiva ampliación de la esfera de libertades individuales de manera que...

«en nuestras sociedades la vida privada se hallan brindada no sólo al Derecho sino –lo cual es distinto– también frente a la ética y de ahí que con carácter general no sean bienvenidas ni prescripciones ajenas sobre como conducirse en el espacio íntimo ni situaciones sobre la virtud cívica, que para algunos evoca el estado de servidumbre del Antiguo Régimen, cuando el Estado se permitía guillotinar la cabeza de un súbdito sólo por lo que en ella se le hubiera ocurrido pensar o creer, haciéndose culpable de albergar prohibidos estados de conciencia» (Gomá 2011; 154).

Existe una fuerte diferencia entre el hipernormativo del Estado y la falta de normas, ni siquiera simples orientaciones en la vida privada. Hipernormativa jurídica y anomia subjetiva, que trata de mantener un espacio libertario sin reglas ni coacciones. En el proceso civilizatorio se ha conseguido de forma aceptable el proceso liberatorio, con un amplio contenido de libertades frente al estado de servidumbre del pasado absolutista, lo que significa la transformación de súbdito a ciudadano. Pero la tarea civilizatoria necesita, según Gomá, completarse con la emancipación de las personas, todavía pendiente en las democracias avanzadas actuales.

«Civilizar, afirma Gomá, es establecer gravámenes y restricciones a la libertad individual; al consentir voluntariamente estas coacciones exteriores, que inhiben su espontaneidad y sus deseos este individuo se socializa, acepta unas reglas de civilizada vida en común y se hace ciudadano» (Gomá, 2011; 154).

Esta socialización necesaria es lo que representa y significa la emancipación. Para ello hay que encontrar y definir un ideal civilizatorio para las democracias contemporáneas, pues no sería injusta y desacertada la descripción del hombre actual como que...

«es libre antes de haber aprendido a serlo […] Todas las épocas han tenido su ideal –que, como tal ideal, no asegura un resultado sino solo señala una dirección– y también la civilización democrática necesita uno hacia el que direccionar sus energías» (Gomá 2011; 159).

Este ideal ha de superar el dualismo en la sociedad entre una esfera privada y otra pública que han de confluir y encarnar en cada persona. Hay que abandonar el intento y empeño tradicional de hacer virtuosos a los súbditos, que ha supuesto un radical fracaso, tanto por el Estado como por la Iglesia, ya que no basta cambiar las normas y las instituciones para mejorar la conducta de los ciudadanos, pues, jurídicamente, aunque se regule la conducta externa de los ciudadanos no se pueden reformar sus estilos personales íntimos de vida. El ideal que se busca ha de involucrar todas las dimensiones de la personalidad, sin excluir la privada.

«Cada hombre, a lo largo de su vida, atraviesa un estadio privado (estético) y otro estadio público (ético), y la virtud cívica consiste en el paso consciente y asumido del primero al segundo: esto es, en renunciar a vivir para sí mismo, desinhibido del deber y en aceptar integrarse responsablemente en la comunidad productiva a la que pertenece, con las razonables restricciones a la libertad que se siguen de ello» (Gomá 2011; 160).

Esta virtud cívica ha de encarnarse como actitud personal, con convicción y en conciencia. Se trata de una autodecisión de la persona, basada en la necesidad de conseguir una convivencia pacífica y productiva, material y sentimentalmente, en orden al desarrollo personal, como ejercicio virtuoso de la libertad, que al ser ampliamente aceptada se proyecta socialmente y se generaliza abriendo paso a las posibles reformas sociales y políticas que sin ella no serían factibles.

Nos muestra que la forma propia de generalizar una virtud es la costumbre, no la ley, ya que no se impone ni puede imponerse por coacción sino por la persuasión, que implica un hábito personal, que, en relación con los demás, ejerce una fuerza a ser imitada socialmente. Esta virtud cívica merece el nombre de «buenas costumbres». Estas buenas costumbres que son el contenido y el objetivo de la virtud cívica, requieren un camino para obtenerlas, difundirlas e interiorizarlas, mediante la persuasión y no por coacción. En este punto, Gomá señala, que el camino adecuado y efectivo ha de ser la ejemplaridad. Desde esta perspectiva considera necesario distinguir entre ejemplo y ejemplaridad.

«El ejemplo es un hecho del mundo y pertenece a la facticidad empírica de lo que ocurre en el orden de la experiencia; la ejemplaridad, en cambio, no describe los hechos del mundo sino que prescribe una regla moral, no lo que es sino lo que debe ser. Los ejemplos son positivos o negativos (en este caso, antiejemplos o contraejemplos) mientras que la ejemplaridad indica siempre un valor positivo, como el ideal moral» (Gomá, 2011; 164).

A través de su existencia, las personas, todas las personas, estamos inmersos en continuas y variadas situaciones de relación e interacción con otras personas, que implican un conjunto de ejemplos personales, con influencia mutua: yo recibo el ejemplo de los demás, y, a su vez, yo, lo quiera o no, soy ejemplo para los demás. Las conductas de los otros son estímulos para mí y mi conducta son estímulos para los otros que las perciben. Siempre, con más o menos intensidad, estos estímulos son estímulos ejemplares, que como tales influyen en mayor o menor grado. Hay una mutua influencia queramos o no influir o ser influidos. Este principio es válido en todos los ámbitos de convivencia y, por consiguiente, en el espacio familiar, vecinal, escolar, profesional, empresarial, ciudadano, político o religioso. Nadie escapa a la influencia de los ejemplos.

«A esta extraordinaria influencia del ejemplo se añade una característica especialísima que atañe a la verdad moral y que hace del ejemplo un poder más extraordinario. Cuando quiero definir la esencia de un objeto físico, matemático o lógico, verbigracia, una mesa, es frecuente servirse de un ejemplo para facilitar la comprensión del concepto, pero, una vez que este ha sido captado, el ejemplo es prescindible porque solo en el concepto reside la verdad […] nada añade mi visión de una multiplicidad de mesas fenoménicas en la experiencia sensible cuando ya he comprendido exactamente la verdad lógica del concepto de mesa. Muy otra cosa sucede con la verdad moral […] la verdad moral, en toda su plenitud, se revela exclusivamente a través de la concreción empírica del ejemplo percibido por los sentidos: lo que la valentía sea se percibe solo mediante la intuición y solo el ejemplo de valentía –este o aquel acto de valentía– propone a la intuición, con evidencia sensible, la esencia de la valentía. El hombre aprende los conceptos morales mediante el ejemplo […] solo el ejemplo predica, solo él encierra la verdad, no los tratados ni los discursos, los cuales, sin la alianza del ejemplo, pierden veracidad y son como “campana que suena o címbolo que retiñe”, en expresión evangélica» (Gomá, 2011; 165-166).

El ser ejemplo para los demás lleva consigo que, nos guste o no, tenemos una responsabilidad sobre el ejemplo de nuestra vida privada y sobre el..

«efecto, bárbaro o civilizatorio, que produce en nuestro círculo de influencia […] es entonces cuando nace en lo íntimo de mi conciencia un imperativo categórico que dice: Sé ejemplar, reforma tu vida privada, conviértete en ejemplo de aceptación consciente y voluntaria de los gravámenes civilizatorios, ejerce sobre tu círculo de influencia un impacto emancipatorio» (Gomá 2011; 167).

Como el poder del ejemplo es permanente e influye socialmente, todo ejemplo es público porque siempre es para alguien, por lo que su círculo de influencia será, más o menos amplio, pero siempre público. De aquí surge un paso más de carácter cualitativo del ejemplo, mediante el cual se transforma en la ejemplaridad. «Por ejemplaridad cabe entender aquel ejemplo que, si se generaliza socialmente, produce en la comunidad un efecto fecundo, cívico, emancipatorio» (Goma 2011; 168).

La vida privada se convierte así, con su sentido individual de la vida, en participe de lo público, mediante su incidencia en el proceso de socialización.

«Hay una estrecha relación entre lo público y lo privado, aunque las personas reales, en su hacer cotidiano, se hallan divididas y partícipes en una pluralidad de funciones. Las personas ejemplares inspiran confianza, por su forma de actuar, son fiables y llegan a ser «un ejemplo de vida, que en conjunto, cabe calificar de emancipada, digna de generalización y de imitación colectiva» (Gomá 2011; 169).

Su influencia pública es evidente porque contribuyen a la formación de las costumbres, por lo que si bien las democracias, por su significado, han renunciado al intento tradicional de Estado perfeccionista buscando la virtud de sus ciudadanos, no pueden ni deben renunciar a perfeccionar las costumbres, en las condiciones que se han señalado. Así lo atestigua Gomá:

«La comunidad democrática, si quiere responder convincentemente a la cuestión de cómo vivir juntos hoy, está abocada a encontrar la manera de producir buenas costumbres […] las costumbres son imitaciones colectivas de una ejemplaridad de origen, primaria, persuasiva, contagiosa, innovadora; en suma, carismática» (Gomá 2011; 170).

La ejemplaridad constituye una potencia carismática, capaz de convertirse en un ideal de oferta convincente a través de las personas ejemplares, y con capacidad de prescribir normas para la vida privada y generalizarlas por medio de «buenas costumbres». De esta forma la vida privada adquiere una dimensión pública, respetando la libertad y dejando amplio espacio íntimo que ha de ser ponderado.

La idea de ejemplaridad como base de su pensamiento en su llamada «filosofía mundana» está presente en todas las obras de Javier Gomá, como el mismo nos dice al comienzo de esta su Ingenuidad aprendida:

«Otros tienen muchas ideas, yo solo he tenido una […] desde mi adolescencia, no recuerdo un solo día de mi vida en que, envuelta tras mil caretas, la noción de la ejemplaridad no se haya presentado a mi conciencia como una necesidad apremiante, con una evidencia insoslayable, que hacia inútil cualquier intento de elegir otro tema» (Gomá, 2011; 7).

Efectivamente, en sus anteriores libros, la trilogía Imitación y experiencia, Aquiles en el Gineceo y Ejemplaridad pública, ha venido desarrollando la idea de ejemplaridad que ha completado con un cuarto Necesario pero Imposible, que como idea central abarca e influye en todos los ámbitos de la vida real. Como virtud moral que se presenta mediante propuesta y ha de interiorizarse con convicción y en conciencia, nos ofrece un amplio panorama de reflexión sobre la conciencia y las normas morales que ha de exigirse a las personas liberadas y emancipadas. Que estos y otros temas de rabiosa actualidad permiten futuras glosas y cavilaciones que las profundas y originales obras de Javier Gomá nos inducen.