Argumentos montañeros

La ciencia descubrió la montaña en España

Fueron científicos ilustrados los que descubrieron nuestras más altas cumbres y nuestros más profundos valles, lo que por supuesto no es óbice para que los pioneros se conmovieran en la búsqueda y en la difícil conquista de la excelsa naturaleza de la montaña que a todos nos permite la elevación de los espíritus.

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Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento.
(M. de Unamuno).

La ciencia descubrió la montaña en España


Sostiene una corriente de opinión, con muchos matices pero posiblemente mayoritaria, que «el movimiento social del alpinismo tiene una determinada configuración ideológica con origen en la Revolución francesa, llegando a identificarse con las ideas del irracionalismo romántico».

En algunas publicaciones vengo manteniendo que no estoy de acuerdo (1). Antes bien estimo que las ideas clásicas, ya enraizadas desde Jonia, Atenas o Delfos que recogieron los romanos (resaltaba por ejemplo Aristóteles la ambición, el valor, la combatividad, la rebelión, la afirmación de sí o el deseo de dominar, a las que denominaba “excitaciones del alma sensitiva”), se mantuvieron vigentes por encima de posteriores etapas históricas o escuelas filosóficas, especialmente en el contexto del deporte y por tanto del más recóndito de todos, el alpinismo; y esto quiero recalcarlo, para que no se generalice mi tesis: salvo para individualidades excelsas, el movimiento social del romanticismo no alteró de forma sustancial la conciencia de la gente común montañera.

Es inevitable la influencia entre épocas porque las mareas de la historia extrañamente se regulan con esclusas herméticas, y quizás también por eso mismo no es aceptable la suplantación radical. Sería otorgar la paternidad o la exclusividad al romanticismo de conceptos como la amistad, el sacrificio, la voluntad, la comprensión de la inutilidad de la cima, de la exaltación espiritual o del conocimiento de uno mismo. Son todas ellas pulsiones que siguen llevando al hombre a conquistar los retos, y hoy mismo, difuminadas ya las ideologías, siguen en plena vigencia cuando se mueve uno fuera del interés comercial, y aún inmerso en él, cada poco nos llega el inequívoco eco del Citius, altius, fortius.

En nuestra querida y aherrojada España fuimos saliendo a lo largo del siglo XIX, poco a poco, de la niebla que envolvía al Pirineo y sus valles a través de lo que algunos personajes célebres contaban por sus estancias en los balnearios, y además casi siempre en la vertiente norte francesa. Ejemplos de ello fueron las visitas realizadas  por George Sand en 1825 y por Víctor Hugo en 1843, ambos al balneario de Cauterets. Lo mismo va a ocurrir cuando se penetra en el corazón de las montañas y se van ascendiendo sus cumbres. Son nombres de extranjeros, casi siempre franceses, los que aparecen en la historia del pirineísmo: Ramond, Rusell, Schrader, Beraldi, Reclus, Tchihatcheff o Franqueville, con un enorme retraso respecto de la historia acontecida en la conquista de los Alpes: el Mont Blanc, con sus 4.808 metros, fue ascendido  por Balmat y Paccard por primera vez en 1786 y sin embargo el Aneto, cima más alta del Pirineo (3.404 m.) y mucho más fácil en todos los aspectos a pesar de su fama de inaccesible (2), lo fue en 1842, es decir, más de medio siglo después. C´est la verité.

De montañeros españoles escaso rastro hay. Con algunas excepciones ocurridas en América o en el Pico Teide de Tenerife, techo de España con sus 3.715 m., y cuya primera ascensión documentada es la de un grupo de ingleses a mediados del siglo XVII (Humboldt subió en 1799), si obviamos a la pléyade de geodestas y militares (con frecuencia ambas cosas) que hacían internadas en cumplimiento de su oficio, propiamente como ascensionistas alpinos de mérito sólo cabe resaltar a muy contados: los más destacados sin duda alguna fueron Casiano del Prado en los Picos de Europa, los hermanos de Harreta, ya que ambos subieron al Aneto en 1855, y uno de ellos (3) al Mont Blanc en 1864, el capitán geógrafo español Vicente de Heredia que ascendió a varias cumbres del Pirineo como el Taillon, Argualas y Monte Perdido a finales de siglo, para dar luego ya paso en los comienzos del s. XX a la saga de catalanes que comienza con el más insigne, Juli Soler y Santaló, apodado “el Rusell español”. La otra montaña fetiche de España, el Naranjo de Bulnes o Pico Urriellu, (2519 m.) en los Picos de Europa cantábricos, fue escalado por primera vez por Pedro Pidal (marqués de Villaviciosa) y Gregorio Pérez “el Cainejo” en 1904. En este apartado en que menciono a españoles, no se puede olvidar el meritorio trabajo presentado en 1878 por el aragonés Lucas Mallada, ingeniero de minas, geólogo y paleontólogo, consistente en un estudio geológico de la provincia de Huesca y de su montaña, que recorrió hasta sus cumbres más altas.

Vamos ahora a fijarnos un poco en algunos de los personajes extranjeros citados, que históricamente son los aperturistas:

  • Louis Ramond de Carboniéres, que subió en 1802 al  Monte Perdido era naturalista.
  • Los conquistadores del Aneto en 1842, Tchihatcheff y Franqueville, eran respectivamente uno geógrafo y el otro botánico.
  • Henry Russell, que mantuvo una larga y preciosa relación con el Vignemale, tocando su cumbre y que escribió una guía de montaña en 1862, también ostentaba el título de naturalista.
  • Franz Schrader, famoso por los mapas que publicó en 1874 después de su ascensión al Gran Bachimala (o Punta Schrader) era geógrafo.
  • Henri Beraldi, editor y autor de la monumental obra Cents ans aux Pyrénées, salió publicada desde 1898 a 1904, y por sus conocimientos fue considerado el mayor erudito de la cordillera y por supuesto asiduo de sus cimas.
  • El geógrafo Elisée Reclus recorrió en 1861 gran parte del Pirineo con el fin de editar una guía de montaña que vio la luz al año siguiente.

Con los apuntes anteriores en la mano, y en consonancia con sus biografías, por mucha carga idealista, irracional o romántica que se quiera poner a nuestra historia de la montaña, es evidente que fueron científicos ilustrados los que descubrieron nuestras más altas cumbres y nuestros más profundos valles, lo que por supuesto no es óbice para que los pioneros se conmovieran en la búsqueda y en la difícil conquista de la excelsa naturaleza de la montaña que a todos nos permite la elevación de los espíritus. Fue en primer término el impulso de la técnica y la ciencia, tan sistemática, positiva, mensurable, perfeccionista, machacona y prosaica, con nombres extranjeros mayormente, la que abrió los caminos que llevaban hacia lo desconocido. Otro sentimiento hacia la montaña, más cerca de la emoción, pero sin despegarse demasiado de la razón, no llegaría a nuestra patria, con excepciones de gente notable, hasta el último tercio del siglo XIX, con el regeneracionismo: Giner de los Rios o Costa.

Hoy los tiempos han cambiado, y en alguna medida con la llegada de las ayudas comerciales, los españoles estamos en el pelotón de cabeza en cuanto a logros de dificultad alpina en todo el mundo. En la montaña global, cada vez más regulada y competitiva, además del aspecto físico, cuáles sean las ideas y los valores que nos acompañan, cada persona lo sabrá, pues el récord personal y a la vez la masificación soportan mal al pensar sosegado. Muy probablemente seguirá ocurriendo que se combinen unos y otros, pues, además, ni son incompatibles ahora en su diversidad ni nunca lo fueron, y, por ende, admitir con brocha gorda barridos históricos de alienación, pues no.


Nota general,- Me es obligado decir que la gran mayoría de los datos, nombres y apuntes en que se basa este artículo, han sido tomados del libro “El sentimiento de la montaña. Doscientos años de soledad” cuyos autores son Eduardo Martínez de Pisón y Sebastián Álvaro.

(1) En el nº 578, IV Trimestre 2021, de la revista Peñalara, y en el nº 149, Verano 2022 de Cuadernos de Encuentro.

(2) Franqueville, que después de varias tentativas consiguió llegar a la cima del Aneto dejó escrito: “Con razón algunos viajeros han nombrado esta montaña como el Mont Blanc de los Pirineos. No sólo, en efecto, es la más alta de todas las cimas de esta bella cadena, sino incluso la que, por la majestad de su aspecto, la amplia extensión de sus glaciares, la salvaje austeridad de sus flancos, choca más vivamente con la imaginación del espectador.”

(3) Como resulta que uno de los hermanos se llamaba Juan Manuel y el otro Francisco Manuel, en todos los textos consultados aparece simplemente Manuel de Harreta, sin que haya podido averiguar cuál de los dos hermanos fue el que ascendió al Mont Blanc además de subir al Pico Aneto.