ARGUMENTOS

Una aproximación al estado actual de la Sanidad en España

Cuánta demagogia se desparrama en las campañas electorales con la asistencia sanitaria y qué rápido se les olvida a muchos en el ejercicio del poder.

Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 152, de Primavera de 2023. Ver portada de Cuadernos de Encuentro en La Razón de la Proa (LRP). Recuperado posteriormente por El mentidero de la Villa de Madrid, núm. 790 (26/AGO/2023). Recibir el boletín de LRP.

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Una aproximación al estado actual de la Sanidad en España

Una aproximación al estado actual de la Sanidad en España


Creo que una de las mayores conquistas sociales que se han llevado a cabo en la segunda mitad del siglo XX ha sido, sin el mínimo temor a equivocarme, la consecución y consolidación de la protección a la salud de amplias capas de la población, lo que se ha venido en llamar el acceso a la sanidad de forma universal y gratuita financiada con fondos públicos.

No ha habido avance en la calidad de vida de las personas comparable y, unido esto a los progresos experimentados simultáneamente en las ciencias biomédicas, ha dado lugar a la subida espectacular de la esperanza de vida, a la calidad de ésta y a la disminución de la mortalidad infantil, auténtica lacra de la humanidad desde el principio de los tiempos.

Esta universalización de la asistencia sanitaria se fue consiguiendo de forma paulatina a lo largo de los años, incorporando progresivamente a distintos colectivos y en distintos regímenes de protección y de cotización hasta culminar, en nuestra patria, en la práctica universalización del derecho a esta asistencia a principios de los años 70 y a la consagración de la cobertura total en los primeros años de la década siguiente, los 80.

La consecución y puesta en práctica de los medios necesarios, tanto materiales como humanos, supuso un esfuerzo titánico para la sociedad en su conjunto en el cual participaron y cooperaron distintas instancias desde los más variados ámbitos sociales y políticos. El ritmo de construcción de hospitales, consultorios rurales, ambulatorios urbanos y otras infraestructuras sanitarias de los años 60 y 70 deberá ser estudiado con perspectiva histórica y, perdón por mi osadía, podría ser comparable, a escala de nuestra nación, con el esfuerzo de los Estados Unidos por esas mismas fechas para poner un hombre en la Luna. Éxito de la sociedad en su conjunto y de los gestores y promotores en particular.

España no fue una excepción en el desarrollo de la sanidad pública y gratuita en relación con sus vecinos europeos. Al finalizar la segunda guerra mundial y en nuestro caso nuestra guerra civil, la necesidad de la protección pública de la salud eclosionó en toda Europa con la creación de sistemas públicos de salud muy parecidos, primando la gratuidad y el control público. Este modelo no ha sido seguido por otros países del mundo desarrollado –Estados Unidos el más significativo–, que apostaron por un modelo totalmente distinto basado en la sanidad privada.

Hasta finales del siglo XIX y principios del XX, aún en el mundo más desarrollado para la época, buena parte de la sanidad estaba cedida a iniciativas sectoriales caritativas, religiosas o de pura beneficencia municipal y estatal. En nuestro país la primera Ley de Sanidad data de 1855. La eclosión de leyes de protección de los trabajadores, el reconocimiento del accidente de trabajo y la enfermedad profesional (la Ley Azcárate 1903), la Instrucción General de Sanidad de 1904, la institucionalización de las cotizaciones sociales por parte de los patronos, la creación del primer Ministerio de Sanidad en 1934, etc. fueron creando la conciencia, la necesidad y las infraestructuras materiales y mentales y, como se ha comentado con anterioridad, dieron lugar al nacimiento a partir de los años 40 de lo que en su momento fue la Obra Sindical 18 de Julio en 1939 y otras iniciativas similares; luego, el Seguro Obligatorio de Enfermedad en 1942 en el seno del Instituto Nacional de Previsión; posteriormente la Seguridad Social y el Instituto Nacional de la Salud, hasta llegar a nuestros días el Sistema Nacional de Salud (SNS) con sus distintas entidades gestoras (Sermas, Sas, Osakidetza, etc.).

Todas estas reformas y avances han sido sustentadas en leyes como la Ley de Bases de la Sanidad Nacional de 1944, la Ley de la Seguridad Social de 1974 y la Ley General de Salud de 1986. El último desarrollo legislativo del que parte el actual SNS es la Ley de Cohesión y Calidad del Servicio Nacional de Salud de 2003, que consagra el actual esquema de prestación de servicios creando agencias, comisiones, institutos y el Consejo Interterritorial de Salud, en teoría para velar por la «cohesión» del sistema y la «equidad» de los servicios sanitarios que se prestan en los distintos territorios de España por parte de las distintas entidades gestoras autonómicas. En la práctica, este modelo, aparte de la indiscutible eficacia de la asistencia puramente médica, que no se discute, ha llevado a la casi total desaparición del Ministerio de Sanidad, o sea, de la competencia estatal en esta materia, así como a desarrollos legislativos divergentes que en la praxis diaria se muestran disgregadores, como luego veremos, y que afectan fundamentalmente a materias relacionadas con la Salud Pública y, en no pocos casos, a las prestaciones sanitarias.

Antes de seguir, un inciso aclaratorio: no se debe confundir la salud pública con la asistencia sanitaria o sanidad pública. La salud pública es un concepto más técnico que puede englobar solo algunos apartados relacionados con la asistencia sanitaria, pero que abarca otros muchos más conceptos, no tanto asistenciales sino también de protección, promoción y desarrollo de la salud. La salud pública es la disciplina encargada de la protección de la salud a nivel poblacional. En este sentido, busca mejorar las condiciones de salud mediante la promoción de estilos de vida saludables con campañas de concienciación, de educación y de investigación. El desarrollo de la salud pública depende de los gobiernos, que elaboran distintos programas de salud para cumplir con los objetivos marcados. Entre las funciones de la salud pública se encuentran la prevención (por ejemplo, con campañas de vacunación gratuita), el control epidemiológico, la protección sanitaria (control del medio ambiente y de la contaminación), la promoción sanitaria (a través de la educación) y la restauración sanitaria (para recuperar la salud).

El sistema sanitario español es robusto y fiable en lo que respecta a la asistencia sanitaria, la dotación humana y tecnológica de la que dispone y la fiabilidad y calidad de sus actuaciones asistenciales. Este mismo sistema se muestra débil e inseguro en lo que atañe a la coordinación y unificación de acciones relacionadas con la salud pública, en la equidad de algunas prestaciones y en el control epidemiológico.

Las prestaciones que ofrece el Sistema Nacional de Salud, en España son equiparables, si no superiores, a las que se ofrecen en otros países del mundo desarrollado. La tecnología médica y el acceso a medicaciones sofisticadas se implantan al mismo tiempo en casi todos los estados de nuestra órbita. La Agencia Europea del Medicamento (EMA) y la de Evaluación de Tecnologías Sanitarias (AETS) establecen los registros unificados en toda la Unión Europea con los mismos estándares de calidad y con mayor celeridad en muchas ocasiones que la todopoderosa FDA (Food and Drugs Administration) norteamericana. Luego, el poner a disposición de los usuarios estos medicamentos depende de negociaciones de la Agencia Española del Medicamento con la Industria Farmacéutica en cuestión de precios y presentaciones, lo que puede retrasar, en ocasiones, la puesta a disposición de éstos. Hay que tener en cuenta que, en líneas generales, los medicamentos son sensiblemente más baratos en España que en Alemania, Francia y Holanda, entre otros países y que la Industria quiere evitar que con esa diferencia de precios se puedan producir exportaciones paralelas que les perjudiquen en otros países.

Este menor coste de los fármacos es una de las ventajas de nuestro sistema, pero en ocasiones se nos vuelve en contra por la complejidad de las negociaciones de precios, que retrasan su comercialización. Muchas veces nuestras autoridades farmacéuticas son poco conscientes del real coste del desarrollo de medicamentos realmente novedosos y pretenden costes que no son posibles. Igualmente nos ha sucedido que en aras del «ahorro», se ha dado el suministro de medicamentos genéricos a laboratorios de dudosa reputación y de escasos controles de fabricación y calidad. Recuérdese el famoso concurso ganado por un laboratorio indio en los años 90 en el Servicio Andaluz de Salud, que devino en un estrepitoso fracaso.

La tecnología sanitaria también está, como hemos apuntado, en unos estándares brillantes. Suele ocurrir que lo más rabiosamente puntero se introduzca en principio en la sanidad privada, que en poco tiempo se establezcan convenios de colaboración público-privada para su uso y que, una vez que ha sido suficientemente contrastada y evaluada, esa tecnología sea comprada para su uso en la sanidad pública. Es una forma de proceder prudente y juiciosa, pues no siempre lo «último» es lo mejor y aporta algo y el sistema público no debe caer en esos usos. Si es muy necesario, se concierta y se espera a que sea más accesible y contrastado. Esta actitud sensata suele dar pie a críticas demagógicas, especialmente en lo que se refiere a grandes aparatajes de radioterapia oncológica, avances en cirugía robótica, técnicas mínimamente invasivas o prótesis u órtesis novedosas.

Este apartado da pie a empezar a tratar con sensatez sobre la convivencia de la sanidad pública con la sanidad privada y sobre la colaboración entre ambas. En un estado moderno como es el nuestro, los poderes públicos tienen la obligación, y lo hacen, de ofrecer una sanidad pública gratuita y de calidad a todos los ciudadanos sea cual sea su situación económica y legal. Quién preste estos servicios, dependerá de las circunstancias, necesidades y posibilidades.

La asistencia sanitaria privada debe estar regulada, legislada y, lógicamente, permitida, en igualdad de trato como cualquier otra actividad que se desarrolle en una economía de libre iniciativa. Y los ciudadanos deberán poder elegir, en virtud de sus deseos, con absoluta libertad en cada momento cuál de las opciones prefieren. La colaboración entre la sanidad pública y la iniciativa o gestión privada es un pilar necesario para la eficacia y eficiencia del sistema en múltiples ocasiones y situaciones y los poderes públicos deben de velar para que esta colaboración se produzca en beneficio del paciente. Y todo esto, hoy por hoy se cumple en nuestra nación y contribuye a la calidad del sistema.

El sistema público está muy bien dotado, es en términos generales moderno y llega a la totalidad de la población y dispone de recursos suficientes para la correcta atención de ésta. El que se produzcan en la asistencia sanitaria cuellos de botella asistenciales en forma de listas de espera no deja de ser contingencia de gestión que no cuestiona la calidad del medio y, aunque repercuten en la percepción de calidad de la prestación, no la definen. Y, además, se pueden solucionar estas listas con voluntad y recursos.

Otro tema distinto –y aquí ya entramos en aspectos de gestión político-sanitaria más discutibles– es la distribución territorial de los recursos, sobre todo los más especializados y su accesibilidad por parte de los pacientes. Y otro tema es el de la cartera de prestaciones. No tiene ningún sentido que todos los hospitales de capitales de provincias, por poner un caso, tengan que tener todos los servicios y tampoco tendría que ser necesario que estos existan en cada comunidad autónoma, como si se tratara de territorios estancos. La existencia de servicios de cirugía robótica acreditados en muchos hospitales es un lujo innecesario si se detraen con ello unos recursos que se podrían utilizar más racionalmente en otras prestaciones más básicas. Lo eficaz y eficiente sería establecer estos servicios de forma más centralizada atendiendo a poblaciones de varias provincias y comunidades autónomas. Pero es muy difícil que el político de turno y –no nos engañemos– la población del lugar, no quiera presumir de estas prestaciones localmente en detrimento de la eficacia. No puede tener los mismos servicios un hospital de Albacete, mi querida tierra, para atender a una población de 400.000 habitantes, que Valencia con 2.600.000. Y en muchas especialidades están igualados.

El establecimiento de convenios interautonómicos e interprovinciales para la racionalización de la oferta y el dimensionamiento real de los hospitales de primer, segundo, tercer nivel y superespecializados, es una asignatura pendiente y una lacra de nuestro «localismo», azuzada, si no potenciada, por nuestro irracional Estado de las autonomías que se manifiesta en estos aspectos como en otros, igualmente negativos en relación con la sanidad. Ojo, con esto no quiero decir, en ningún caso, que el «españolito» que vive en una zona de la llamada «España vaciada» o simplemente en una zona rural alejada del hospital de referencia no tenga los mismos derechos a recibir el mismo tipo asistencia en calidad y tiempo como el que habita en una gran ciudad. El uso de medios de transporte sanitario de gran rapidez y movilidad en áreas rurales, como helicópteros, puestos de ambulancias altamente medicalizadas, trasporte sanitario gratuito ilimitado para asistir a consultas a las capitales de provincia y otros medios, han sido en muchas ocasiones criticados por «despilfarro» y los usuarios calificados como «abusadores», pero en mi opinión están altamente justificados, careciendo de motivo las críticas. Son medidas totalmente justas y que igualan en derecho a todos nuestros compatriotas, vivan donde vivan. Ésta medidas son más justas e igualitarias que tener unidades de terapia génica, por poner un ejemplo, en cada hospital. Y más baratas.

En lo referente a la cartera de servicios se manifiesta, de forma muy significativa, la politización de la salud pública y la sanidad. Sorprende a muchos la afirmación de que la sanidad es uno de los sectores más politizados de nuestra nación. Pero es un punto de partida fácilmente asumible para explicar muchos aspectos, muchos de ellos negativos, que competen a la asistencia y la salud pública. La carga ideológica que puede estar en el sustrato de muchas decisiones que atañen a la sanidad es desconocida e ignorada por amplias capas de la sociedad, pero bien conocida y sufrida por los que se mueven en este ámbito y los que lo gestionan. Y no diría solo la politización, sino más bien la ideologización. Incluir entre los servicios, por poner unos ejemplos, prestaciones relacionadas con el cambio de sexo, interrupciones voluntarias del embarazo, eutanasia, demandas estéticas de dudosa utilidad, algunas prestaciones farmacéuticas de escaso rendimiento y tantas otras, que son fruto de compromisos políticos de cuestionable relación con la salud y en la mayoría de las ocasiones encaminadas a contentar a capas de la sociedad «afines» y, en otras, a contribuir a vender opciones ideologizadas, sino sectarias, muy ajenas a la salud. Todo ello en un contexto en que los comités de ética hospitalarios están en muchas ocasiones mediatizados por las direcciones o por agentes ajenos a la práctica médica y en el que el respeto al Código Deontológico Médico se cuestiona. Y en el mismo contexto en el que se pone en duda la libertad o la objeción de conciencia de los profesionales.

A pesar de lo señalado sobre las prestaciones y la cartera de servicios, el aspecto más negativo de la politización y de la gestión autonómica, con sentido disgregador y no con real conciencia de lo nacional, es el relacionado con la salud pública. La duplicidad de funciones, de agencias, de planes de prevención, de calendarios de vacunaciones, de normativas higiénico-sanitarias, de control de alimentos, de inspecciones farmacéuticas, de salud veterinaria, etc., mueve a la crítica más despiadada e incluso a una la sensación de vergüenza. Que existan en nuestra patria unos 17 calendarios de vacunación infantil distintos, no solo en fechas, sino en el tipo de vacunas que se dispensan, no por conocido y criticado, deja de mover al enfado y a la sensación de manipulación de los ciudadanos sensatos. La duplicidad de sistemas de vigilancia epidemiológica y de inspección de alimentos y la salud animal con criterios tan dispares caen dentro de lo que podría entrar en el terreno de la negligencia. Y esto está sustentado en la real inexistencia de estructuras estatales que han sido disueltas debido a la dispersión competencial. Las circunstancias vividas en los últimos tiempos con la pandemia de SARS-CoV2, han puesto de manifiesto el vergonzoso estado de las estructuras de Salud Pública estatales. No existe algo parecido a lo que podría ser una Agencia de Salud Pública Española, algo totalmente inconcebible. Nos limitamos a tener un Instituto de Salud Carlos III, de incuestionable prestigio profesional pero de estructura raquítica y exigua dotación en detrimento de estructuras autonómicas de escasa calidad y con pocas ganas de colaborar con sus iguales de otras regiones y, sobre todo, con el Estado. Y así no se va a ninguna parte. Es difícil explicar que, con mi respeto a los riojanos, en esta querida autonomía-provincia, se puedan asumir todas las competencias de Salud Pública y todo el entramado de profesionales y medios con la calidad precisa y sin ayuda de estructuras más completas de apoyo. Y esto se replica 17 veces en España.

Siguiendo con el análisis de los problemas y las carencias de nuestro sistema sanitario y de los retos que se le presentan de futuro, destacan dos que es imprescindible abordar: la falta de profesionales y la amenaza gubernamental de la llamada «Ley de Equidad».

Ya no hay suficientes médicos en España para mantener los niveles de asistencia y calidad de nuestro sistema. Ya no hay médicos en Europa con la misma misión. La falta de previsión de las autoridades políticas, tanto sanitarias como educativas, pueden llevar a una situación insostenible al sistema si no se toman medidas urgentes. La formación de un médico lleva una media de al menos 10 años, es costosa y compleja. Las plazas que se convocan en la actualidad para estudiar la carrera son claramente insuficientes, pero la solución no es crear más con una varita mágica, hay que dotar previamente de los medios necesarios, materiales y docentes, a las facultades y, sobre todo, aumentar las plazas de formación de postgrado (sistema MIR) y que éstas sean dignamente remuneradas. Y no es fácil ni barato. Pero no hay otra salida: se está haciendo mucha demagogia con los problemas asistenciales, que los hay, en Atención Primaria, con una politización que roza la manipulación de la gente, pero lo cierto es que no hay médicos y, «donde no hay, no se puede». Y no hay magia, o se forma a más profesionales o el gestor de turno no se puede convertir en prestidigitador.

Esto no ha hecho nada más que empezar: en un plazo no mayor de 5 años la situación, de preocupante, se puede tornar en dramática. Al tiempo. Y si a esto le añadimos que otros países de la Unión Europea han empezado a tomar medidas ante su propia carencia de profesionales en forma de ofertas salariales y de condiciones laborales extraordinariamente sugestivas para nuestros recién egresados, sabedores de la calidad de la preparación de estos, la ecuación se cierra con la comprensible fuga de médicos que no ha hecho nada más que empezar. De nuevo, al tiempo. Parecidas reflexiones son superponibles al personal de enfermería, columna vertebral de la asistencia y a otras profesiones sanitarias.

La remuneración y la carrera profesional del médico en nuestro país merecen un capítulo aparte del que no es objeto este escrito. Pero a pesar del mucho aplauso y reconocimiento, de la mucha loa a la competencia y entrega, la sociedad luego no reconoce, por lo menos en lo relativo al aspecto económico, el nivel de estos profesionales. En las mayoría de las ocasiones llegan a remuneraciones dignas a base de horas de guardia sobre sus horas habituales, noches, sábados, domingos y festivos, cuando a otros estamentos funcionariales se les «cae el bolígrafo» a las 15h. de cualquier día, no digamos los fines de semana o festivos, con salarios iguales o superiores, pero sin guardias y sin responsabilidades similares sobre las personas. O la sociedad, que es la que tiene que informar y/o presionar a sus gestores políticos, toma conciencia de estos aspectos (formación, falta de profesionales, huida de estos y carrera profesional) en lugar de pelear por tener un aparato de electroneurofisiología en su particular «Vetusta», o nuestro actual modelo será a buen seguro insostenible.

La otra amenaza para el sistema y para la sanidad pública en particular es el desafío que supone el Proyecto de Ley de Equidad, Universalidad y Cohesión del Sistema Nacional de Salud, presuntamente diseñado para defender la sanidad pública y que en esencia es un afianzamiento de lo peor del sistema, sin ofrecer soluciones y una más de las leyes ideológicas del gobierno actual.

Nadie discute en la España de hoy un sistema sanitario público y gratuito y accesible a todos los españoles en condiciones de igualdad. Nadie quiere la privatización de la sanidad, auténtico mantra utilizado por los que quieren ideologizar la sanidad pública, gratuita y universal, intentando impedir y hasta prohibir la sanidad privada y la colaboración pública-privada. Estas cuestiones nos retrotraen a épocas de soviets y a regímenes de economía centralizada y planificada. Este es uno de los apartados que quiere consagrar esa futura Ley de Equidad. Las limitaciones a la colaboración pública-privada, que al único que perjudica es al paciente.

Se está intentando confundir a la población con la amenaza de que hay poderes «ocultos» que quieren la privatización de la asistencia sanitaria, cuando lo que se pretende es la colaboración pública-privada y la introducción de sistemas de gestión privada en la sanidad pública, cosa que ya se viene produciendo desde hace muchos años con notable éxito por otra parte. Y no solo en la sanidad sino en la enseñanza, las obras públicas, los ámbitos culturales y muchos otros, como demuestra la existencia de cientos de empresas públicas y agencias estatales. En el ámbito de la salud tenemos dos ejemplos desde hace mucho tiempo: la gestión de la asistencia sanitaria de los funcionarios del estado a través de los conciertos de MUFACE  con sociedades médicas, modelo barato y de gran éxito entre los empleados públicos y el de la gestión de las Mutuas de Accidentes de Trabajo, entidades de derecho público que gestionan asistencia y prestaciones a los trabajadores de forma privada, altamente rentables para las arcas públicas y que aportan unos buenos miles de millones al presupuesto del Estado.

De igual manera, la gestión por entidades privadas de prestaciones sanitarias con conciertos bien establecidos está en los cimientos del éxito de la construcción y explotación de un buen número de hospitales punteros en la Comunidad de Madrid, en Cataluña y en la Comunidad Valenciana, por poner ejemplos conocidos. El Estado no tiene la exclusiva de la buena gestión, en muchas ocasiones suele ser más eficiente y eficaz la gestión privada. Lo que debe asegurar éste es la asistencia sanitaria en condiciones de equidad, calidad y gratuidad. Nadie puede decir que el hospital de Torrejón, la Fundación Jiménez Diaz (Clínica de la Concepción) y el hospital de Alcorcón en Madrid, el Hospital General de Cataluña en Barcelona o, en su momento, el Hospital Ribera Salud en la Comunidad Valenciana, no son hospitales públicos de calidad por estar gestionados por entidades privadas o que no cumplen con sus cometidos de la misma manera que el resto de la red pública hospitalaria. Y desde luego no es privatizar la sanidad concertar los servicios de limpieza, la cocina o la logística de un hospital, como algunos nos quieren hacer creer. De igual manera, concertar con centros privados determinadas exploraciones y cirugías, o bien no existentes en la pública o bien por la saturación de ésta para dar alivio a las «listas de espera», no es privatizar la sanidad, sino aportar eficiencia a la asistencia sanitaria pública. Evidentemente, todo ello con los debidos controles y garantías, como se hace en los múltiples sectores en los que el Estado contrata con entidades privadas. O es que las vías del AVE las han construido funcionarios públicos y TRAGSA no subcontrata con empresas especializadas determinados trabajos. Y nadie se rasga las vestiduras.

Otros apartados del famoso Proyecto de Ley de Equidad orbitarían en la esfera de lo demagógico y pueril si no tuvieran la carga sectaria que esconden. Eso sí, conviviendo con propuestas sensatas y necesarias. Por poner un ejemplo, dentro del apartado de la cohesión, al tiempo que se hace un canto a la igualdad del sistema se consagra la potestad omnímoda de las comunidades autónomas, unas más y otras menos, según sea su lealtad al Estado, de hacer literalmente lo que les dé la gana en materia de legislación sanitaria.

Otro detalle: la limitación de los copagos amputa la posibilidad de establecer sistemas restrictivos a posibles abusos, de forma que la universalización de la asistencia sanitaria gratuita a todo aquel que se encuentre en territorio español puede consagrar los abusos que se dan, no por parte de emigrantes sin papeles, que son una minoría y que merecen protección, sino de los jubilados del norte de Europa que verán los cielos abiertos a ponerse prótesis en sus desgastadas caderas a costa del dinero de todos los españoles.

Miedo da también el apartado de «implantación del enfoque de salud en todas las políticas» mediante la «incorporación de la evaluación del impacto en salud en la elaboración preceptiva de las Memorias del Análisis de Impacto Normativo». Cuánto me recuerdan a las de «impacto de género» y otras fácilmente manipulables, como la «salud reproductiva» eufemismo de «aborto a discreción». Y no hablemos del apartado de «participación ciudadana» en el asesoramiento del SNS: pone en el mismo plano a colegios profesionales, sociedades científicas y «pacientes», «ciudadanía...» y «otros colectivos…».

Así tratan muchos políticos, aunque las generalizaciones son perniciosas, algunos aspectos relacionados con la salud. Cuánta demagogia se desparrama en las campañas electorales con la asistencia sanitaria y qué rápido se les olvida a muchos en el ejercicio del poder.

Estos son algunos de los nubarrones que se ciernen sobre la sanidad en España. Ninguno de ellos debe hacernos repudiar el sistema. Tenemos una buena sanidad asistencial, sin duda y hay que cuidarla y mejorarla cada día. Tenemos que controlar la salud pública y obligar a nuestros gobernantes a que la dimensionen, a que la doten convenientemente y a que el Estado vuelva a asumir las responsabilidades que nunca debió de dejar.

Y termino con un apartado del que debemos sentirnos orgullosos los españoles y que nos muestra como unos buenos profesionales, en el marco de un moderno y bien engrasado sistema de gestión da unos resultados que nos ponen a la cabeza del mundo civilizado: hablo de la Organización Nacional de Trasplantes (ONT). En palabras del doctor Matesanz, uno de sus responsables, «el sistema español de trasplantes se basa en un buen sistema nacional de salud y de atención universal, en la solidaridad española y en una tercera pata del trípode en un buen sistema organizativo». España es líder en trasplantes de órganos desde hace 28 años, se realizan unos 20 trasplantes de órganos diarios, el 20% de las donaciones de la Unión Europea y el 6% de las donaciones mundiales. Ahí lo dejo.