Argumentos montañeros

Caminos hacia la montaña

La conquista de una forma espectacular de la naturaleza.
La aventura montañera, entendiendo como tal la historia del encuentro físico o sentimental entre las montañas y las personas ajenas a su entorno, no vinculadas con ellas por obligación, como sería el caso de pastores, cazadores y campesinos en la búsqueda de su sustento cotidiano.

Publicado en el núm. 145 de Cuadernos de Encuentro, verano de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP (un envío semanal)

Hay que sentir el pensamiento y pensar el sentimiento.
Miguel de Unamuno.

Algunos hitos ilustres que señalaron caminos hacia la montaña


La tarde empezaba a caer en la Laguna Grande, en pleno Circo de Gredos. Yo estaba allí junto con un grupo de amigos para dormir en el Refugio Elola [1], pues teníamos pensado seguir haciendo esquí de travesía al día siguiente en la zona del Almanzor para bajar esquiando por el Gargantón. De pronto, empezamos a oír el ruido de un helicóptero que se acercaba, lo que presagiaba un accidente, porque lo de los móviles sólo eran piezas aptas para novelas de Julio Verne en caso de tener que pedir un rescate, si bien al refugio no había llegado ningún aviso de alarma. Prestamos por tanto la debida atención.

El helicóptero se acercó, tomó tierra y de él descendió un hombre que desde luego no parecía ser montañero, tanto por la vestimenta que llevaba como por su redondeada figura. Cuando estuvo a unos pasos ya pudimos reconocer al Premio Nobel de Literatura don Camilo José Cela. Estuvo un buen rato charlando con varios montañeros que parecían conocerlo personalmente, aunque de todas formas se le notaba como fuera de sitio, algo incómodo, deduzco que por el evidente contraste que hacía su perfil nada atlético y su muy arreglada persona con la pinta del común denominador de los presentes, pues es necesario advertir que la moda «pirata arriscado» era la que triunfaba entonces por aquellos lares, y además me temo que también alertado por algunos olores que llegaban del entorno y del interior del refugio, entonces bastante descuidado, en el que tenía pensado cenar y pasar la noche.

Por lo que hablaron, o la forma en la que se expresaron, o por lo que sintió, dijo con tono y palabras contundentes, pues así era don Camilo: «Sí, desde luego la montaña tiene que ver muy poco con la aristocracia», por otro lado algo en consonancia con su forma de pensar, y es que a los caminantes de montaña nos consideraba como sus «vagabundos hijos».

Como yo no estaba en el corro de los contertulios tuve que callarme, pero me sorprendió tal aserto, si es que lo decía con sinceridad, pues era de suponer que el autor de Judíos, moros y cristianos, que demostró con esta obra tanta curiosidad por Gredos precisamente y máxime con su extraordinaria cultura, no supiera algo más sobre la historia del macizo (al que Unamuno llamó espalda de Castilla), porque había estado muy vinculado al rey Alfonso XIII, ya que por su enorme afición a la actividad cinegética se declaró Coto Real [2] lo que vino a facilitar en gran medida el descubrimiento y acercamiento de sus rincones a la gente de ciudad, gracias a la apertura de variadas rutas para permitirle disfrutar de su afición, y basta citar el nombre de Senda Real como botón de muestra, que permite un cómodo acceso a Cinco Lagunas desde el mismo Circo.

La vinculación aristocrática, ahora ya considerada en sentido amplio, tiene su origen desde el mismo inicio de la aventura montañera, entendiendo como tal la historia del encuentro físico o sentimental entre las montañas y las personas ajenas a su entorno, no vinculadas con ellas por obligación, como sería el caso de pastores, cazadores y campesinos en la búsqueda de su sustento cotidiano.

Sabemos que Petrarca, que además de poeta era geógrafo, subió al Mont Ventoux en 1336 para emular a Filipo V de Macedonia en su aventura del monte Hermón, y que Leonardo da Vinci quedó prendado por el paisaje en el monte a comienzos del siglo XVI. En el Renacimiento el hombre se acerca a la naturaleza con un interés exclusivamente científico, siendo ejemplos de ello el estudio topográfico de los Alpes realizado por Aegidius Techudi o la Cosmografía de Sebastián Munster. Hay que esperar hasta mediados del siglo XVIII para que, con el Romanticismo, la mirada de la persona se vuelva hacia sí misma y junto con el racionalismo científico de una pléyade de escritores, pintores, físicos y científicos de todos los ámbitos aparezca en el orbe del pensamiento humano el sentimiento por la montaña, otra perspectiva original para ser considerada. Uno de sus grandes precursores fue Rousseau y precisamente su novela La Nouvelle Héloïse incitó a Goethe a recorrer sus escenarios alpinos y le empujó a llegar a la cima del Vesubio.

Si bien todos estos nombres representan ya una verdadera aristocracia en cuanto al saber de su tiempo, existe una histórica y asombrosa ascensión, que se conecta directamente no sólo con la estricta aristocracia devenida por los genes, que no forzosamente como bien se conoce conlleva nobleza de carácter, sino con una decisión desinteresada, que incluso se podría calificar de caprichosa, por conseguir una cumbre: nada menos que en 1492, el rey francés Carlos VIII ordenó al capitán Antoine de Ville, señor de Dompulión que subiera a la cima del Mont Aiguille, una torre de 2.097 metros de altitud, que a simple vista parece inexpugnable e impresiona por su verticalidad. Como nobleza obliga y más le obligaba la orden de su rey, acometió el citado capitán tal empresa ayudado por algunos acompañantes y ante la sorpresa de todos, el día 7 de junio de 1492, consiguieron llegar a la cima en la que permanecieron varios días, construyendo con los restos de una escalera 3 cruces de madera que quedaron allí plantadas, y descendiendo al valle sin ningún contratiempo. Una aventura ciertamente singular para la época.

No quiero dejar de mencionar por su interés, y dando un salto al nuevo mundo, la expedición de Hernán Cortés a México, en la que ascendió al volcán Popocatepétl (5.400 mts) el capitán Diego de Ordás en 1519, y la más pacífica del sabio francés La Condamine que llegó en 1736 a la cumbre del Ruscu Pichincha en Ecuador, con una altitud de 4.640 metros.

Retomando nuestra anterior exposición de hace un par de párrafos, en 1760 llegó a Chamonix desde Ginebra el ilustrado Horace-Benedict de Saussure, y se topó casi literalmente con la enorme mole del Mont-Blanc, la cima más alta de Europa con sus 4.809 metros y sus nieves eternas. Comienza con él la verdadera etapa de pasión por la montaña, que no dejará ya de penetrar en todas las capas sociales, pues antes sólo habían ido llegando unos pocos privilegiados [3] que podían permitirse viajar hasta ellas casi siempre para «tomar aguas» por prescripción médica. Con Saussure, un acomodado profesor, se alza el telón para que el burgués vaya del burgo a la conquista de una forma espectacular de la naturaleza, tan espectacular y desconocida que parece que le supera.

El proceso de conquista del Mont Blanc que culmina en 1786, es el referente del montañismo tal como se entiende hoy en día, y puede considerarse su partida de nacimiento. Con sus luces y sus sombras aparecen allí en escena el médico Michel-Gabriel Paccard, el cristalero Jacques Balmat, y quizás el contrapunto teatral que representa el cantor de la catedral de Ginebra Marc-Theódore Bourrit. Si nos fijamos al conocer sus motivaciones, aunque sin poner en duda que la principal consistía en su afán de subir a la cumbre, de superar por honor el reto llegando el primero, no cabe duda que también había un «interés» más pegado a lo prosaico (fama, dinero, envidia,..), y lo que resulta por otro lado de forma indiscutible y novedosa es que comienza el movimiento de la iniciativa privada, pues ya desde entonces son los particulares los que por sí mismos organizan las ascensiones, y en gran medida se deja a un lado el impulso de los gobiernos o de las altas esferas de poder que han promovido hasta entonces prácticamente todas las actuaciones de alto nivel, si bien al socaire de motivaciones políticas se retomaría, aunque es cierto que mucho después, la intervención «oficial» fundamentalmente en la conquista del Himalaya.

En Europa tras el Mont Blanc, llegaría la conquista del piramidal Matterhon o Cervino (4.478 mts), conseguida en el año 1865 por la cordada liderada por Edward Whimper, si bien a partir de 1800 ya se habían ido consiguiendo, una tras otra, todas las demás cimas alpinas de menor dificultad, y se fueron haciendo habituales nombres como Grindelwald, Zermatt, Cervinia, Courmayer, Breuil... Vendrían también, con eco mundial, las expediciones de Luis de Saboya, conde de los Abruzzos, para pasar posteriormente a los Andes y al Himalaya. Al día de hoy el telón sigue sin caer. Con razón, en su obra La montaña y el hombre, dejó escrito Pierre Dalloz: «Como todas las necesidades profundas del hombre, la altitud es universal».

A otra escala, y con retraso, en España el proceso más o menos se repite, aunque esto ya sea otra historia, y por tanto sólo quiero dejar aquí constancia de que nuestro Mont Blanc, el Pico Aneto (3.404 mts) con su menguante glaciar, no se asciende hasta 1842 por un grupo de franceses comandados por Platón de Tchihatcheff y Albert de Franqueville, y lo que se había considerado históricamente por su dificultad, al menos aparente, como nuestro Cervino, el Naranjo de Bulnes o Pico Urriellu se escala en 1904 por don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de Asturias y Gregorio Pérez «el Cainejo». Mientras en Londres el Alpine Club se funda en 1857, en España citando los de mayor relevancia, se fundaron el Centro Excursionista de Cataluña (CEC) en 1891, el Club Alpino Español (CAE) en 1906, y la Real Sociedad Española de Alpinismo Peñalara (RSEAP) en el año 1913, pero como he dicho, esto ya pertenece a otra historia.




[1] Al menos así se llamaba antes de que se abatiera la epidemia de origen ancestral, que fue incubada en el Lazio italiano con el nombre de «Damnatio memoriae».

[2] La caza, se quiera o no reconocer hoy, de forma objetiva ha sido protectora de la naturaleza en España, al imponer acotamientos a la actividad económica para usos distintos y evitándose así la sobreexplotación.

[3] De todas formas, una expedición a cualquier gran cumbre europea siguió teniendo un alto coste durante mucho tiempo. Cuando se hizo más habitual el alpinismo, los lugareños, que como es natural comenzaron a ejercer de guías en sus cercanas montañas, se organizaron eficazmente. Por ejemplo en Chamonix, era exigencia legal para el advenedizo montañero, ir acompañado de al menos cuatro guías de la localidad, con sus correspondientes porteadores, y entre otros bártulos ir bien provistos de «coñac, vino y carne».