Papa-natismo postmoderno

2/10.- Por desgracia, ni la Iglesia misma, bimilenaria ella, está escapando a otro de los nefastos parámetros de la postmodernidad: la (auto)disolución de todas las identidades
Papa-natismo postmoderno

Pese a que resulta de una necedad supina valorar el pasado con la mentalidad del presente, el relato postmoderno se empeña una y otra vez en moldear (por no decir manipular) aquél en aras a que coincida con la moralina del siglo XXI. 

Así, por ejemplo, en Hispanoamérica es ya un mantra culpar de los males que la asolan (atraso económico, violencia crónica, estados fallidos, etc.) a la antigua metrópoli, como si las repúblicas surgidas tras lograr su independencia en la primera mitad del siglo XIX no hubiesen tenido tiempo de remediarlos. 

Que las muy clasistas y antisociales élites criollas que allí gobiernan (y acaparan la mayor parte de la riqueza) desde entonces utilicen tal embeleco para desviar la atención de su responsabilidad en semejante fiasco, aunque injustificable, puede llegar a ser entendible en base a los espurios parámetros que tantas veces rigen la praxis política. 

Sin embargo, que una institución como la Iglesia a través de su máximo representante en la tierra entre al trapo y, a fin de quedar bien con el presidente mejicano, pida perdón por los "pecados cometidos" del descubrimiento, conquista y evangelización de América (a cargo de España, obvio) resulta lisa y llanamente impresentable. 

En primer lugar porque, a diferencia de otros procesos similares en aquella época, el español se caracterizó por la defensa de los indígenas del Nuevo Continente, cuya prueba irrefutable la encontramos en que hoy el 88% de los mejicanos descienden de los antiguos indios (en Paraguay el 95%, en Bolivia el 88% y en Perú el 85%), mientras que en EEUU dicho porcentaje sólo alcanza un raquítico 1’7% y en Canadá apenas el 4’4%.

En segundo lugar, porque tan grandiosa epopeya (civilizadora en grado sumo, la cual lugar dio lugar a 300 años ininterrumpidos de paz en Hispanoamérica) se llevó a cabo mano a mano con los propios indígenas: ahí están sino las numerosas tribus locales que lucharon junto a los ejércitos españoles contra las tiranías azteca e inca. 

Y en tercer lugar porque Bergoglio, por mucho papa que sea, en realidad no es nadie para pedir perdón por acontecimientos acaecidos en el pasado en los que no tuvo participación alguna: al contrario, debería agradecer el enorme legado de la Hispanidad, entre los siglos XV-XVIII indisoluble de la Fe católica. 

Llegados a este punto, y en lo que se refiere a la Iglesia, nos equivocaríamos si, llevados por nuestra lógica indignación, hiciéramos recaer sobre el actual pontífice todas las derivas que la afligen: al fin y a la postre Francisco sólo es la culminación de un proceso disolvente iniciado tiempo atrás, en concreto en el Concilio Vaticano II (al respecto, no olvidemos que sus antecesores en el Trono de San Pedro, san Juan Pablo II y Benedicto XVI, también se disculparon por tal cuestión). 

Por desgracia, ni la Iglesia misma, bimilenaria ella, está escapando a otro de los nefastos parámetros de la postmodernidad: la (auto)disolución de todas las identidades.

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